El impuesto de control de cambios impulsa al trabajador migrante venezolano a salir de Argentina.
VALENCIA, Venezuela — Todavía puedo sentir el olor húmedo y podrido que impregnaba el refugio.
Consideré regresar a casa aunque las condiciones no fuesen las más favorables. El viaje fue una pesadilla.
Agentes fronterizos con armas en mano encimaron a 90 inmigrantes en el recinto. Nos hicieron la prueba de COVID-19 y nos obligaron a aislarnos durante 15 días antes de que pudiéramos ir a casa.
Un oficial me puso su rifle en la cabeza. Tuve que pagar para pasar a través de la frontera.
Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba en casa. Regresé a Venezuela.
Soy Víctor: un trabajador venezolano que emigró a Buenos Aires, donde me convertí en espectador de la misma película que viví en mi país.
Las noticias argentinas hablaban del inicio de una crisis económica. Las redes sociales reflejaban la desesperación de los ciudadanos. Así empezó el desastre en Venezuela.
Era como repetir el mismo guión, las mismas escenas. Fue una pesadilla que no podía creer que estuviera reviviendo. Después de hablar con otros venezolanos que también habían emigrado a Buenos Aires, me convencí de que no era yo el único con este miedo.
En mi cabeza, repetí la misma frase una y otra vez. «Si voy a experimentar una crisis económica, prefiero que sea en casa».
Era una decisión tomada. Lo había dejado todo en Venezuela para emigrar a un país que transitaba el mismo camino. Me propuse regresar a mi hogar en Valencia, Carabobo.
Gasté más de US $1,000 en un boleto para el 7 de octubre.
Salir de Argentina no fue un problema. Agarré mi equipaje, una declaración jurada, una prueba de COVID-19 y un seguro. Estos requisitos eran obligatorios para viajar.
Mi vuelo a São Paulo partió sin inconvenientes. Desde la capital de Brasil, tomé otro vuelo a Boa Vista donde cogí un taxi hasta la frontera de Pacaraima con Venezuela.
Todo iba bien hasta que crucé la frontera con Venezuela. Fue entonces cuando mi viaje dio un giro.
Los oficiales que tomaron mis datos biométricos comenzaron a “matraquearme”, quitándome un monto de dinero para cumplir con este supuesto requisito. No tuve elección. Realizaron pruebas de COVID y nos obligaron a permanecer en el lugar hasta completar nuestros 15 días de aislamiento.
Pasó el tiempo y todo parecía normal. Luego, los guardias aparecieron con sus armas en mano y nos dijeron que algunos miembros habían dado positivo. Solo que esa noticia no llegó sola. A los que supuestamente dieron positivo se les brindó la oportunidad de pagar para revertir sus resultados.
Era evidente que el sitio estaba colapsado.
Nuestra vivienda tenía una capacidad de 10 personas. Eramos unos 90 en el lugar. Había solo 10 camas disponibles. Todas en muy mal estado. Muchos optaron por descansar en sillas o en el suelo.
Pasé mis noches fuera del refugio. Un silencio absoluto se sentía afuera, pero allí pasaba la noche sentado en una silla, en medio de la nada y con frío. Estaba muy cansado, pero me negaba a pasar las noches en una habitación llena de gente sin medidas de distanciamiento.
Debido al hacinamiento de personas, los agentes me trasladaron a otro centro en Santa Elena. Desafortunadamente, las condiciones allí eran similares. No había agua, algunas habitaciones estaban sin luz, los baños en condiciones fatales, el agua potable nos daban un balde a la mañana y a veces uno en la noche, y había que hacer una fila para poder tomar si acaso un vaso de agua y compartirlo entre todos.
Con el poco dinero que me quedaba, soborné al guardia para conseguir una comida más saludable, mientras mis compañeros sobrevivían con sardinas, fideos y arroz.
Vi como muchas personas sufrían.
Muchos comenzaron a padecer diarrea y vómitos, sin medicamentos ni médicos disponibles para tratar sus síntomas. Fue una pesadilla.
Y ni siquiera los oficiales estaban exentos.
El séptimo día en aislamiento marcó mi tercer y último traslado, pero la situación siguió siendo la misma en Puerto Ordaz.
Después de 15 días, la prueba de COVID-19 resultó negativa por segunda vez. Finalmente, era mi momento de irme a casa. O al menos debería haberlo sido.
Sin embargo, los agentes no me dieron mi pase: un papel necesario para poder circular fuera del refugio. No había excusas para que me detuvieran. Ya había completado el aislamiento. No tenía síntomas y la prueba de Covid-19 resultó negativa.
Exigimos acaloradamente nuestra libertad y ganamos.
Después de semanas de vivir en aislamiento forzado, llegué a Valencia. Mis seres queridos me dieron la bienvenida a casa con abrazos y afecto.
Fue un camino largo y tortuoso, pero lo logré.
Estaba en casa.
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