Preparé el sofá cama para que durmiera, asegurándole que podía quedarse todo el tiempo que quisiera. La expresión de su rostro cuando se cubrió y finalmente apoyó la cabeza me pareció indescriptible. Cada vez que paso por el salón y lo encuentro durmiendo, lo arropo suavemente, como hacía con mi hijo.
NEUQUÉN, Argentina – Mientras conducía mi taxi, vi a un grupo de policías que intentaba detener a un hombre por dormir en la calle. Al mirar más de cerca, reconocí a Juan. Había conocido a Juan anteriormente, viviendo en una terminal de autobuses. Immediately after meeting him, a sense of brotherhood emerged, having lived through hardships in my own life. En aquel momento no sabía que conocer a Juan cambiaría mi vida para siempre.
Al ver que los agentes de policía lo detenían, me negué a quedarme de brazos cruzados. I felt an urge to intervene and protect him. Los agentes lo acorralaron contra una pared mientras su cuerpo temblaba de miedo. Debido a su discapacidad, le costaba mantenerse en pie y ellos interpretaban su comportamiento como incumplimiento.
Corrí hacia ellos e insistí a los agentes para que dejaran en paz a Juan, asegurándoles que no suponía ninguna amenaza. Parecía que, a sus ojos, no era más que un mendigo. Sin pensarlo dos veces, invité a Juan a quedarse en mi casa.
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Crecí en el campo de Las Lajas. Mi pequeño pueblo natal en la provincia de Neuquén resultó ser algo más que un telón de fondo geográfico. Fue el crisol de mi educación y un testimonio de las luchas que soportamos mi madre y yo. Mis recuerdos de juventud despiertan una abrumadora mezcla de emociones, y cada vez que los recuerdo se me saltan las lágrimas.
De niño, los retos me rodeaban. Dejé la escuela en séptimo curso sin apenas saber leer ni escribir. La calle se convirtió en mi maestra. Empecé a trabajar a los 14 años en un bar, ordenando los baños y atendiendo los mostradores y la cocina. Mi jefe se convirtió en un padre que me alentaba constantemente. Destacó mi curiosidad y mi audacia y dijo que estas cosas me garantizaban un futuro brillante.
Con el paso de los días, fue aumentando mis responsabilidades hasta que me convertí en mozo. Con sus fotos enmarcadas de toreros y su interior rústico, mi lugar de trabajo se sentía como en casa. El día que decidí seguir adelante, mi jefe y yo nos quedamos en silencio en el bar vacío, abrazados. Rememoramos viejos recuerdos y las bromas que compartimos. En sus palabras de despedida, dijo: «Siempre caminaremos unos junto a otros. Vayan con dignidad». Esas palabras se quedaron conmigo para siempre. Aunque las dificultades de mi infancia me acompañaron hasta la edad adulta y luché por encontrar un propósito y un significado, siempre seguí adelante en mi búsqueda. Con el tiempo, empecé a trabajar de taxista.
El día que vi a Juan viviendo en la terminal de autobuses, dormía sentado. Su discapacidad era evidente. Pude ver que tenía problemas para mover la pierna. Un día, le hice un colchón improvisado con cartones para protegerle del frío suelo. Le llevé café caliente y le cubrí con capas de ropa.
Tras rescatar a Juan de la policía, lo miré a los ojos y le dije: «Te mereces una ducha caliente, comida y un lugar seguro donde dormir». Le dije que mis propias luchas me impulsaban a querer ayudarle. Juan aceptó mi oferta al instante. Esa misma noche, se convirtió en un amigo muy querido. Con sólo 30 años, nuestras sinceras conversaciones revelaron las tragedias que sufrió. Un accidente devastador le arrebató a su hija de un año y le dejó profundas cicatrices físicas y emocionales. Mientras luchaba por sobrevivir, llevaba una bolsa llena de todas las pertenencias que le quedaban: ropa, una billetera y su documento de identidad. Cuando alguien le robó, se quedó sin nada.
Deambuló por las provincias argentinas, desembarcando en Neuquén. A pesar de sus esfuerzos por lograr la estabilidad, tuvo problemas para pagar el alquiler y acabó en la calle. Juan me dijo que se había acostumbrado tanto a vivir así que ya no sentía el frío. Una tristeza me invadió, pero también sentí alegría al extenderle una invitación para que viniera a mi casa. «Nadie había hecho nunca algo así por mí», dijo. Su dolor resonó en mí a un nivel tan profundo que lloramos juntos mientras estábamos allí. Algo cambió en los dos. Le aseguré a Juan, en ese mismo momento, que avanzaríamos juntos.
Preparé el sofá cama para que durmiera, asegurándole que podía quedarse todo el tiempo que quisiera. La expresión de su rostro cuando se cubrió y finalmente apoyó la cabeza me pareció indescriptible. Cada vez que paso por el salón y lo encuentro durmiendo, lo arropo suavemente, como hacía con mi hijo. Por las mañanas, desayunamos juntos y hablamos de nuestras aventuras pasadas. Me siento muy feliz de tenerlo cerca y de poder ofrecerle mi casa.
Hace poco, desempeñé un papel crucial en el reencuentro de Juan con sus padres y, poco a poco, su relación se fue desarrollando. Juan parece mucho más feliz estos días, lleno de esperanza. Cada mañana, se levanta y sale a vender cosas a la calle. Dice que aspira a lograr la independencia en el futuro, y yo apoyo de todo corazón sus ambiciones en todo lo que pueda. A veces, me coge de la mano y comparte sus sueños conmigo.
Me llama papá como gesto cariñoso y me cuenta sus planes de vivir algún día en España. Durante años ha soñado con vivir allí, y por fin se siente libre para volver a soñar. Le aseguré que siempre estaría a su lado. Es como si nos hubiéramos adoptado mutuamente. Nos encontramos el uno al otro en momentos de nuestras vidas en los que necesitábamos a alguien desesperadamente. Ahora también me refiero a él como mi hijo. Nuestro vínculo se basa en un acuerdo tácito y un compromiso sincero.
[La crisis inflacionaria ha disparado el número de personas sin hogar en Argentina, y el aeropuerto internacional Jorge Newbery se ha convertido en un refugio no oficial, como la terminal de autobuses donde Marcelo encontró a Juan durmiendo. Se calcula que el 10% de la población carece de hogar, por lo que organizaciones como el Proyecto Borgen y Hábitat para la Humanidad ofrecen formas de ayudar].