Sin un hogar permanente, busqué refugio en rincones ocultos, en calles heladas e incluso en cementerios. Enfrentándome a un clima extremo y a una fatiga abrumadora, con frecuencia terminaba en el hospital. Mi vida diaria consistía en vagar hasta que el agotamiento me vencía.
BUENOS AIRES, Argentina – Durante tres décadas cuidé de mi marido, cuya salud se fue deteriorando gradualmente a causa de la diabetes. Mi compromiso con él nunca titubeó, ni siquiera cuando perdió la capacidad de ver o hablar. Cuando murió, sentí que había perdido una parte de mí misma y entré en crisis. Sumida en el dolor y la tristeza, mi peso disminuyó drásticamente y me volví frágil. El mundo se volvió oscuro y me sentí atrapada en la desesperación. Pronto, ese dolor me dejó sin hogar, y pasé cuatro años a la deriva.
Sin un hogar permanente, busqué refugio en rincones ocultos, en calles heladas e incluso en cementerios. Enfrentándome a un clima extremo y a una fatiga abrumadora, con frecuencia terminaba en el hospital. Mi vida diaria consistía en vagar hasta que el agotamiento me vencía. Con frecuencia buscaba consuelo en el Centro de Jubilados Ferroviarios, confiando en ellos para mi sustento diario. Finalmente, el personal del Centro intervino y me ayudó a conseguir alojamiento en la Residencia de Ancianos Eva Perón. De repente descubrí una comunidad que me nutría para poder sanar. Fue como un renacimiento.
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Cuando estaba en la calle, aquellos años de penurias me agotaron. A menudo perdía la noción del tiempo y me veía inmersa en la desesperación emocional. Cuando el personal del Centro de Jubilados Ferroviarios, donde comía, se fijó en mí, sentí como si un rayo de luz atravesara las nubes.
Se pusieron en contacto con el departamento de Desarrollo Social en mi nombre, y eso llevó a mi ingreso en la Residencia de Ancianos Eva Perón. Al principio, la adaptación al nuevo entorno me resultó extraña, pero enseguida me adapté. De repente me di cuenta de lo sola que había estado y lloré durante días.
Cuando mis lágrimas se secaron, empecé a sentir alegría y esperanza. Empecé a participar en actividades que fomentaban mi independencia y abracé la vida con una nueva energía. En este entorno de apoyo, me atreví a soñar de nuevo y surgió una idea audaz: completar por fin mis estudios secundarios.
A pesar de los temores y las dudas propios de mi edad, acepté el reto con determinación. Los sueños pueden parecer desalentadores cuando se tienen más de 100 años, pero también pueden ser inspiradores. La decisión de volver a estudiar marcó un punto de inflexión importante en mi vida.
La directora de la residencia, Noelia Alegre Pivar, y la trabajadora social, Elizabeth Villanueva, fueron fundamentales para hacer realidad mi sueño. Se pusieron en contacto con el Centro de Educación Secundaria para Adultos CENS 451 y me inscribieron en el programa para mayores.
Oír las palabras «Mercedes, estás inscrita» me llenó de una increíble sensación de logro y lágrimas de alegría corrieron por mis mejillas. Sentí un desbordamiento de amor por parte del personal, los demás residentes y las enfermeras. Sus ánimos se convirtieron en una celebración de mi victoria personal y de mi espíritu resistente.
Algunas personas tuvieron sentimientos encontrados ante mi decisión de volver a estudiar a los 101 años. Cuando alguien se sorprendía o incluso actuaba como si estuviera loca, yo seguía adelante y me mantenía firme en mi compromiso. En mi primer día de clase, me desperté temprano, llena de emoción y nervios. Había dado vueltas en la cama la noche anterior, llena de expectación.
Tras un sencillo desayuno a base de leche y pan, preparé mis cosas y me puse en camino hacia la escuela. En la puerta, una fila de seguidores me recibió con aplausos y una ovación en pie, gritando: «¡Bravo, Mercedes!». Al entrar en el aula, una oleada de nostalgia me golpeó. Los bancos, las mesas, la pizarra y los adornos de cartón, junto con el familiar olor a libros y apuntes, me transportaron a mi infancia.
El sol de la mañana brillaba a través de la ventana, arrojando un resplandor mágico sobre todo. Tomé asiento junto a un compañero de clase mucho más joven que yo, sintiendo una sensación de logro por mí misma. Era la realización de un sueño que había albergado durante años.
Cada día, registro y reviso meticulosamente todo lo que aprendo. Mi memoria me ayuda; a veces no me deja dormir por la noche mientras repaso las lecciones del día. Desde matemáticas y lengua hasta las historias heroicas de Manuel Belgrano y San Martín, mi mente sigue activa. Los pensamientos sobre lo que aprendí ese día bailan por mi mente mientras el sueño finalmente se apodera de mí.
Este mes de diciembre marca un hito: Me graduaré y recibiré mi diploma. Espero con impaciencia la celebración que se está planeando en mi honor. Mi próximo objetivo es especializarme en asistencia gerontológica, con el fin de apoyar a mis compañeros en casa. Aunque mi tiempo sea limitado, creo que luchar por este objetivo merece la pena.
Mientras tanto, me mantengo activa en un centro para jubilados, donde cantar y bailar me proporcionan una inmensa alegría. También participo en un proyecto de huerta, deleitándome con el agradable olor de la tierra y la satisfacción de alimentar la vida. He ayudado a crear un jardín de mariposas, un remanso de serenidad que me ofrece paz.
Mi avanzada edad no me pesa. Para mí, tener 101 años simboliza el rico viaje de mi vida. Mi actividad favorita es caminar. Me deleito a cada paso por mi barrio, inmersa en las experiencias sensoriales del sol, el viento, la lluvia y el cambio de las estaciones. Estos paseos son algo más que ejercicio: son una celebración de la vida.
Mientras camino, canto. Saludo a los transeúntes y me recuerdo a mí misma las infinitas posibilidades de la vida. Con cada paso repito la afirmación: «¡Sí, se puede!». Aunque me enfrenté a un periodo oscuro cuando me quedé sin hogar, aprendí a resistir ante la adversidad. Mi trayectoria, desde cuidar de mi marido hasta obtener mi diploma a los 101 años, pasando por superar la indigencia, es un testimonio del espíritu perdurable de la esperanza.
Todas las fotos son cortesía del equipo del Hogar de Ancianos Eva Perón.