Aproveché mi formación como chef y me embarqué en la odisea de mejorar los síntomas del autismo de mi hija.
BUENOS AIRES, Argentina – Soy Macarena Oyarzo Salazar, más conocida como ‘Make’. Una madre y chef que, a través del cambio en la alimentación, logré modificar el autismo de mi hija Maia.
Para ambas ha sido un camino largo y difícil, pero el resultado fue la recompensa a tanto esfuerzo: la felicidad de Maia.
Nací en Chile, pero soy prácticamente argentina ya que al año de nacer después me mudé al país con mis padres. Nos instalamos en un asentamiento de Wilde, provincia de Buenos Aires. Soy, lo que comúnmente se dice, “una chica villera”.
Del barrio -la villa- lo que más recuerdo es el olor de humedad de sus pasillos. Allá, yo era la “cheta» (acomodada), era la única que usaba uniforme por ir a una escuela privada. La crisis económica y social que atravesó en el país a fines del 2001 forzó a que mis padres tomaran la determinación de enviarme a casa de su hermana en Chile. Allí comenzó mi historia con los alimentos.
Como no tenía mucho dinero, mientras viví sola en Santiago de Chile, compraba sólo productos de oferta Había semanas que tenía la heladera llena de porotos porque estaban baratos. Compraba cosas de bajo precio pero que no fueran chatarra, sino que me dieran energía.
Volví a Buenos Aires y comencé a estudiar cocina en el Instituto Gastronómico del Sur, donde en el 2005 me recibí de Profesional en Gastronoía.
La profesión me hizo viajar por varios destinos, entre ellos España. En el 2008, mientras estaba en Alicante, nació mi primera hija Maia. Su nacimiento lo cambió todo.
Problemas económicos y mi segunda hija Malena en camino, fueron las causas que me hicieron regresar a Argentina. Maia tenía 15 meses. Mudarse de país es una experiencia que afecta a cualquiera y para ella no fue la excepción. Ya instalados en Buenos Aires, las cosas empeoraron. Ella empezó a tener problemas alimentarios y no toleraba la leche.
A un ritmo acelerado, Maia empezó a empeorar. Ella había comenzado a perder su lenguaje. El único interés que ella tenía era la televisión.
Mientras el tiempo pasaba, su conducta se agravaba. No toleraba los sonidos fuertes, gritaba y todo el tiempo repetía un sonido como única forma de comunicarse. Para entender lo que decía, yo debía traducir e interpretar qué era lo que quería.
Su sociabilización fue dificil. Así pasaron los meses. Maia seguía igual. Tiempo después me llamaron de su jardín.
Me pidieron que solicitara turno con un neurólogo. Efectivamente, algo no estaba bien. Cuando ingresé al aula Maia estaba con su mochila puesta, sentada y mirando a la pared. Ese día nunca se me va a borrar de la retina.
Luego, el neurólogo confirmó las sospechas: Maia tenía Trastorno Generalizado del Desarrollo (T.G.D.) y dentro del trastorno, lo suyo era autismo severo con discapacidad mental. Se me vino el mundo abajo. Ya visualizaba el panorama: escuela especial, terapias varias y una vida asistida. Con este diagnóstico, visite a unos 5 neurólogos más y todos me dieron la misma respuesta.
Había pasado un año del diagnóstico de Maia y ella seguía igual, no toleraba los sonidos fuertes, gritaba y todo el tiempo repetía un sonido como única forma de comunicarse. Ya no sabía qué hacer para mejorar su condición. La situación era desesperante. Su referencia era la televisión. No miraba a los ojos de otros. Un día una amiga me manda una nota.
Era de un chico con autismo que, gracias a un cambio en su alimentación y sumado a terapias, se había curado y había ido a Harvard.
Al leer la publicación, recordé que cuando fui vegetariana había estudiado el impacto de los alimentos en la aparición de enfermedades y cómo un cambio en la dieta podía causar un efecto sanador.
De pronto, estudiando me topé con una investigación del Dr. Karl Reichelt donde mencionaba el hallazgo de una sustancia en la orina de chicos con autismo (péptidos opioides) y que con la modificación en la alimentación mejoraba su comportamiento y la salud de los niños.
Como si el universo se abriera ante mí empezó a surgir una cantidad de información increíble relacionada con la comida y su influencia en el sistema neurológico. Aproveché mi formación como chef y me embarqué en la odisea de mejorar la salud de Maia.
De un día para el otro eliminé de mi casa la harina, los lácteos, el azúcar, la soja, los colorantes, los aditivos y comencé a cocinar mi propia comida. El único elemento que se utilizaba para higienizarse era el pan de jabón blanco. Me transformé en la enemiga número uno de las perfumerías y las marcas comerciales ya que todo lo que tuviera algún tipo de industrialización en su composición era contraproducente.
La experiencia con Maia hizo que reemplazáramos todos los hábitos en casa. Hasta los productos de higiene y belleza los fabrico yo con elementos cotidianos. La pasta dental, por ejemplo, es la mezcla del bicarbonato de sodio, con sal marina, aceite de coco y aceite esencial. También empecé a hacer el shampoo y los productos de limpieza de la casa.
Pasé los cuatro días más traumáticos de mi vida. Maia, gritaba, se golpeaba y rasguñaba las paredes debido al síndrome de abstinencia por haberle sacado todos esos productos. De repente, ella comenzó a emanar un olor horrible del pelo, eran reacciones propias de la falta de esos alimentos que tanto placer pasajero provocan en el organismo pero tan mal hacen a futuro.
Al quinto día, cuando fui a despertarla, Maia se asomó a la baranda de la cama y noté que su expresión no era la misma. Me miró fijando su vista con una sonrisa de oreja a oreja.
No hacía eso desde hace mucho tiempo, No fue nada fácil. Tuve que luchar contra las instituciones y hasta mis padres pensaron que estaba loca al privar a Maia de ciertos alimentos. Llegaron a amenazarme con quitarme a mi hija si le pasaba algo por “falta de alimentación”.
Me encerré con mis dos hijas para cumplir el plan de sanación de la más grande. Fui una guerrera con el tema de Maia. Ella iba a todos lados con su vianda, la que constaba de lo que podía comer. Es más, la pedía porque se daba cuenta que le hacía bien. Fue “la abanderada” de este proceso ya que puso todo de sí a pesar de su corta edad.
A los 8 meses de este gran cambio de hábitos, Maia comenzó con varias terapias, lo cual la ayudó a mejorar a pasos agigantados. Al sentirse mejor orgánicamente, las terapeutas podían trabajar más fácilmente con ella ayudándola a recuperar el tiempo perdido. Comenzaba a progresar notablemente. Su progreso era visible.
A los casi 4 años de la implementación de este estilo de vida, nos tocó ir a renovar el certificado de discapacidad de Maia. El equipo médico no quiso hacerme los informes porque la nena no tenía nada que lo justificara. Sin embargo, Maia siguió un tiempo más con sus terapias para poder lograr recuperar el habla.
Hoy, Maia es una persona feliz. Es la hija que yo quería. No esa criatura que solo emitía un sonido gutural para comunicarse. No tiene terapias, es una adolescente común y corriente. Junto con Malena, su hermana, somos un equipo maravilloso.
Debido a mi experiencia con Maia escribí el libro “Cocina Biomédica –Salud y alimentación- un aporte para mejorar la calidad de vida de personas con Trastornos del Espectro Autista (TEA)” Tomo I y II.
Quiero dejar en claro que no vengo a proponer curas ni soluciones mágicas o milagrosas. Se trata de una herramienta complementaria, basada en la eliminación de ciertos componentes de la alimentación diaria. Con estos cambios de hábitos, que requieren de tiempo y paciencia, a veces se obtienen buenos resultados y otras mínimos, pero nunca negativos.
Yo me enfatizo mucho en que “somos lo que comemos”. Considero que el órgano más importante en nuestro cuerpo es el intestino. Lo que comés, lo pensás y lo actúas.
La alimentación es la base fundamental para la salud mental y orgánica. Si no comemos bien ,todo funciona mal.