Desde el momento en que elegí ser Mara, comencé a sufrir violencia y acoso por parte de la sociedad. Me señalaron, criticaron, cuestionaron y discriminaron en la escuela, en la calle y en mi vida diaria.
Soy Mara Gómez, la primera mujer trans del mundo en participar en un torneo de fútbol de primera división.
No fue fácil aprender a gambetear los juicios y prejuicios que la sociedad tenía y todavía tiene sobre mí.
Desde el momento en que elegí ser Mara, comencé a sufrir violencia y acoso por parte de la sociedad. Me señalaron, criticaron, cuestionaron y discriminaron en la escuela, en la calle y en mi vida diaria.
Durante mucho tiempo, me pregunté qué sería de mí y dónde terminaría. Durante muchos años, el miedo a la muerte fue mi único compañero.
En tres ocasiones tomé pastillas para hacerme daño. No quería seguir viviendo así. Fueron momentos difíciles.
La última vez que intenté suicidarme tenía 15 años. Una noche caminé por una avenida a unas cuadras de mi casa. Pensé en tirarme debajo del primer auto que pasara.
Una vecina me vio salir y me siguió. Me sentó en la acera de la calle y comenzamos a hablar. Le dije lo que pensaba y finalmente sentí que podía llorar todas las lágrimas que la incertidumbre y la angustia me generaban.
Ella me invitó a jugar al fútbol. No sabía qué decir, no tenía idea del deporte y nunca había jugado. Ante su insistencia, acepté sin saber que esa decisión cambiaría mi vida para siempre.
Mi vida se caracteriza por la lucha por mi identidad.
Desde pequeña sentí que el género con el que nací no me correspondía. No me sentía como un hombre sin importar lo que indicara mi genitalidad. Sentí que quería ser diferente.
Cuando estaba en la escuela primaria, me atraían mis compañeros y eso me llevó a hacerme preguntas: “¿Qué me pasa? ¿Estoy haciendo algo mal?». Estas preguntas circularon siempre en mi mente.
En la escuela teníamos teatro como asignatura y realmente disfruté ese espacio. Me travestía. Me divertía. Me sentía cómoda actuando en papeles femeninos.
Durante mi adolescencia, comencé a salir con mis amigas. Salía de casa vestida de varón y, debajo, vestía ropa ajustada. Con las chicas, nos embellecimos durante horas con maquillaje y diferentes peinados. En esos momentos, entendí que esto era realmente lo que quería ser, lo que realmente soy: una mujer.
Tenía miedo de ser reconocida, que finalmente se descubriera mi secreto. En esas fiestas había gente que me conocía y era un desafío mantener oculta mi identidad.
Cuando todo terminaba, volvía a casa vestida de la misma forma que había salido y, por supuesto, sin maquillaje. Si mi mamá se enterase, podría tener problemas.
Un día, cuando tenía 13 años, mi prima y yo fuimos a una fiesta de cumpleaños donde se reunieron unos conocidos.
Cuando entré a la fiesta, se me acercó un chico y me habló. Su belleza me impresionó. Bailamos y nos besamos toda la noche.
La cumpleañera nos tomó una foto mientras nos besábamos y me la mostró. Le pedí que lo borrara. A pesar de decir que sí, nunca borró esa foto.
La foto le llegó a mi tío que luego habló con mi madre. Unos días después me preguntó si me gustaban los chicos y aunque quería negarlo, no pude.
Fue entonces que le dije que era mujer y que si no me aceptaba me iba a ir de casa. Mi padrastro intercedió para hacerle entender que no era feliz estando atrapada dentro de un cuerpo masculino, que no podía vivir en libertad.
Afortunadamente, ella tardó poco en comprenderme y, a partir de ese momento, comenzamos una nueva relación.
Ella es quien siempre me apoya.
Por la invitación de mi vecina comencé a entrenar con chicas. Me divertía y el fútbol me abstraía de la realidad.
Mi primera competición fue un torneo relámpago. Estaba extremadamente emocionada de participar. Mi vida tenía sentido nuevamente. Ese día jugué como defensora. No sabía dónde pararme, no tenía puesto, pero no me importaba, estaba feliz. Incluso marqué un gol.
En el entretiempo, nuestros rivales fueron a pedirle mi documento al organizador. Ellas no querían que yo jugara. Ese día, quería dejar de jugar. Quería dejar el deporte que me proporcionó un sentido de pertenencia. No quería que mis compañeras vivieran una situación incómoda por mi identidad. Me sentí avergonzada.
Jugadoras y clubes a menudo querían excluirme de los torneos. Decían que tenía ventaja porque era hombre. Eran situaciones horribles. Es más, no generaba ninguna ventaja. Incluso hice goles en contra por falta de habilidad.
Pero nunca me di por vencida. El fútbol me salvó la vida. Desde que empecé a patear la pelota, me di cuenta de que era el lugar al que pertenecía.
Ese sentimiento de pertenencia es lo que me impulsó a tomarme el deporte más en serio.
En 2018, jugando la Liga Platense Amateur con el club Malvinas, recibí una oferta para cumplir mi sueño y jugar en Villa San Carlos para el torneo profesional de la Asociación de Fútbol Argentino (AFA).
Nunca pensé que fuera posible hasta entonces pero, viendo que no había restricciones, fui por más. No paré nunca, el objetivo estaba claro y sabía que estaba a mi alcance.
Después de reuniones con el presidente de la AFA, Cladio Tapia, firmamos un acuerdo. Finalmente, el 7 de diciembre de 2020, debuté contra Lanús.
Ese partido lo perdimos 7-1. No improtaba, había cumplido un sueño.
Hoy miro hacia atrás y puedo entender que todo lo vivido sirvió para lograr mi sueño de ser jugador profesional. La vida me ha demostrado que no hay estereotipos.
Espero que cuando la gente escuche el nombre de Mara Gómez sepan que luché por cada cosa en mi vida. Pero, sobre todo, quiero que sepan que la sociedad ha avanzado. Cuando realmente quieres algo, puedes lograrlo.