Tras la muerte de mi madre y con pocas monedas en el bolsillo, partí solo de Ghana a España.
Sentía el frío en mis huesos. Mis pies estaban empapados.
El agua inundaba nuestro bote, construído por nuestras manos inexpertas apenas 10 horas antes. Cortamos nuestras botellas de agua de plástico con los dientes y las usamos como baldes improvisados para vaciar el bote. La tensión crecía a medida que pasaban las horas.
La niebla nubló el horizonte. Estábamos atrapados. Entonces lo tuve claro: tarde o temprano, nuestro barco, a flote en algún lugar del Estrecho de Gibraltar, se hundiría.
Solo podía pensar en llegar a España. Pero el agua fría se estaba volviendo cada vez más insoportable. El mar todavía estaba muy negro, más oscuro de lo que había visto antes.
Oré a Dios para que me ayudara. No era mi momento de morir.
Todo a mi alrededor iba bastante bien. Vivía con mi madre y estaba temrinando mis estudios en Ghana.
Luego, en un abrir y cerrar de ojos, mi mundo se vino abajo. Mi madre murió. Tenía 18 años, era pobre y no podía encontrar trabajo. Dejar Ghana parecía la única opción que tenía.
Inicialmente, planeé buscar asilo en Italia con la ayuda de un amigo que ya había cruzado la frontera hacia Europa. No tenía la menor idea de las dificultades que afrotnaría.
Con solo unas pocas monedas en mi bolsillo, partí solo.
Afortunadamente, mi amigo me enviaba dinero para la travesía.
Crucé de Ghana a Togo antes de llegar a la estación de Porto-Novo, Benin, donde me esperaba una motocicleta. Las siguientes tres semanas las pasé haciendo tareas domésticas en la casa de la familia que me acogió. Pero mi verdadero objetivo aún estaba por delante: necesitaba un contacto que me llevara más lejos.
Logré llegar a Argelia por el desierto en coche con un grupo de personas. Era una camioneta vieja llena de cosas y sin asientos disponibles. Era un vehículo con un deterioro visible.
Los feroces vientos arenosos azotaron el auto mientras pasamos los siguientes tres días en el vehículo.
Mi tiempo en Argelia fue corto. Entré a Marruecos a pie y pasé horas solo entre las montañas.
Mi amigo siempre se las apañaba para eviarme dinero para comprar comida y agua.
Mi estadía entre pueblo y pueblo fue más sencilla. Por un momento pensé que el dinero ya no era un problema. Sin embargo, la fatiga me quitaba el apetito.
Después de tres meses llegué a Marruecos.
Los lugareños me pusieron en contacto con contrabandistas que estaban en el negocio de llevar gente a España. La teoría era bastante simple: pagabas para que te registraran en una lista para partir.
Todo lo que quedaba era esperar. No sabía cuándo, pero sabía que Europa estaba en mi horizonte.
Conservé el dinero que me quedaba y me quedé a dormir en unas carpas. Allí, nos organizamos entre todos. Cocinábamos la poca comida que teníamos.
Una noche, estaba durmiendo en mi tienda cuando, de repente, escuché que alguien me llamaba por mi nombre. En una especie de reacción instintiva, seguí las instrucciones del contrabandista y formé una cola.
Con unas zapatillas gastadas y poco más, empezamos a dejar atrás las luces del campamento. La fría noche nos cubrió mientras caminábamos por el costado de la carretera.
Caminamos tres horas para llegar a una camioneta con poco espacio para las 34 personas que subimos, entre las que se encontraban mujeres y niños. El olor rancio hacía casi imposible respirar. Después de dos horas interminables, la camioneta se detuvo y se nos ordenó bajar y caminar.
Llegamos a la orilla, donde estaban esparcidos trozos de lo que parecía una balsa. Lo que los traficantes no nos dijeron es que teníamos que construir el barco por nuestra cuenta si queríamos llegar a las costas de Europa.
Eran alrededor de las 5 a.m. del 14 de noviembre. La niebla cubría el horizonte.
La sensación de incertidumbre, desesperación y confusión era insoportable. No tenía idea de lo que estaba haciendo en ese lugar, empujando una balsa al agua en la penumbra de la noche.
Sólo el ruido del motor reverberaba en el aire de la mañana.
Dos patrones viajaron con nosotros. Ellos permanecían en silencio siguiendo una brújula.
Después de un rato, amaneció, pero solo veíamos mar. Al principio nos dijeron que llegaríamos a España en cuatro o cinco horas. Sin embargo, después de seis horas en el mar, no vimos ni rastro de la costa.
De repente, nuestros pies comenzaron a mojarse. Nos hundíamos.
Ya habían pasado unas 10 horas y todavía no podíamos divisar tierra. Estaba oscureciendo de nuevo y nuestro barco seguía inundando.
De repente, como por arte de magia, estábamos rodeados de delfines saltarines. Muchos en el barco dijeron que nos llevaban a España.
Las olas rompían y las olas salpicaban los costados del barco. Nadie se atrevió a decir una sola palabra.
La balsa comenzaba a tambalearse y a perder estabilidad. No tuvimos más remedio que sentarnos y esperar en el agua helada. Todos teníamos miedo de morir.
De repente, vimos un gran bote blanco a lo lejos.
Intentamos seguirlo, a pesar de las olas que chocaban contra nosotros. El inconfundible sonido de un helicóptero sobrevolaba nuestras cabezas. Nos miramos el uno al otro con incredulidad.
Nos pusimos de pie de nuevo y gritamos pidiendo ayuda tan fuerte como nuestras fuerzas nos lo permitieron. Nuestras oraciones fueron escuchadas: se acercó un barco con la bandera de España.
Solo entonces nos dimos cuenta de que sobreviviríamos.
Tocamos tierra en Granada. Desde el puerto nos condujeron a la comisaría donde pudimos ducharnos y cambiarnos de ropa.
Nuestras primeras 72 horas en España fueron en la estación donde abogados nos contactaron para realizar nuestro trámite de asilo. El tercer día, nos trasladaron a una ONG en Madrid.
En Madrid, nos llevaron a una casa custodiada por la Cruz Roja donde los trabajadores sociales nos explicaron nuestros derechos como refugiados. Allí estuve tres meses y comencé a aprender español.
Me mudé a Toledo, una ciudad a menos de una hora de Madrid, y pasé seis meses en una casa de acogida.
Desafortunadamente, mi solicitud de asilo fue denegada y la ONG no pudo seguir ayudándome. Antes de partir conocí a un chico que me invitó a acompañarlo a la iglesia a la que asistía todos los domingos. Allí, la gente de la iglesia se ofreció a ayudarme a aprender español y me ofrecieron un lugar para quedarme.
Nunca olvidaré a mi país. Me gusta Europa, pero a veces siento que no soy bienvenido.
Ahora que comienzo mi nueva vida en España, quiero comenzar mi carrera en economía.
Cuando llegas a Europa tienes que empezar de cero: sin dinero y sin educación reconocida. Tu vida anterior parece no valer nada. Si alguien en Ghana me preguntara cómo entrar a Europa como inmigrante, lo disuadiría de tomar esa decisión.