Estábamos tan afectados por la pobreza que nuestra aldea nos consideraba parias sociales. Íbamos a pedir trabajo y nos ahuyentaban, golpeaban e incluso escupían.
NAIROBI, Kenia — La mayoría de las personas se gradúan de la escuela secundaria a los 18 años aproximadamente. Yo alcancé esa meta a los 30 años. Alcanzarla fue una gran victoria.
Soy el noveno de trece hermanos. Comencé la escuela en el año 1989 en el distrito electoral de Sotik, uno de los cinco del condado de Bomet (anteriormente parte de la provincia del valle del Rift) en el oeste de Kenia.
Mis padres dependían de trabajos serviles como ordeñar vacas y desmalezar granjas para cuidar de nuestra familia. Con el tiempo, los niños nos unimos a la labor familiar para contribuir a nuestro sustento. Estábamos tan afectados por la pobreza que nuestra aldea nos consideraba parias sociales. Cuando íbamos a pedir trabajo, nos ahuyentaban, golpeaban e incluso escupían. Eramos sólo mis padres y nosotros trece.
Todos estábamos hacinados en una casa circular de barro con techo de paja que, con el tiempo, se deterioró y quedó desprotegida de las duras condiciones climáticas. A medida que crecíamos, mis padres nos echaban algunas noches, sólo para disfrutar de un tiempo a solas.
En 1992, hubo enfrentamientos entre tribus en la provincia del Valle del Rift debido a la introducción de un sistema multipartidista. Esto obligó a los no nativos, incluidos mis padres, a huir. Nos dejaron a la buena de Dios.
Un oficial de policía se ofreció a alojarme en su casa a cambio de que trabajara para él. Me levanté temprano para ordeñar las vacas y asegurarme de que el producto fuera entregado a la fábrica antes de irme a la escuela.
Obtuve mi primer Certificado de Educación Primaria de Kenia en 1998 y fui admitido en Kabianga High School, pero no me inscribí debido a la imposibilididad de afontar las cuotas escolares. Aplastado pero aún decidido, me mudé a otra ciudad en 1999 y me volví a registrar. Una familiar lejana se ofreció a apoyarme económicamente, pero tiempo después tuve que abandonar porque ella dejó de hacerlo.
A mis 16 años, no tenía hogar. Mi única opción para mantenerme era convertirme en albañil.
Por la noche, me colaba en las granjas de las personas y dormía en sus baños al aire libre, luego me escapaba muy temprano antes de que se despertaran. Me encariñé con esta casa que tenía un baño mucho más espacioso. El único inconveniente fue que tuve que aguantar el hedor nauseabundo que emanaba de una letrina de pozo adyacente. Otras veces dormía en cualquier sitio de construcción en el que estuviera trabajando.
Esta fue mi vida durante ocho meses. Había bloqueado los pensamientos de volver a casa. La vida allí era mucho peor.
En 2002, otra oportunidad de volver a tomar los exámenes llamó a mi puerta en Kitere Primary. La escuela me ofreció un aula vacía para dormir y sobreviví con caña de azúcar y té negro con bollos.
La escuela me dio una oportunidad porque era brillante, aunque cada año se volvía más difícil. Mi barba y mis rasgos masculinos ahora se habían establecido, haciéndome destacar en comparación con mis compañeros adolescentes con cara de bebé.
Eso y varios intentos posteriores de avanzar en mi educación fracasaron debido a la falta de fondos y patrocinadores. Aunque mis esfuerzos parecían inútiles, decidí persistir, pasar de una escuela a otra y explicar mi situación a cualquier educador que se preocupara por escuchar.
Me mudé a Nairobi para buscar trabajos de baja categoría e intentar ahorrar y patrocinarme. Compartí una choza, en los suburbios de Mathare, con un joven que conocí mientras trabajaba en una obra de construcción. El trabajo pesado diario y las largas y extenuantes horas afectaron mi salud física y mental. Al mismo tiempo, vivir en uno de los barrios más peligrosos de Kenia se convirtió en una apuesta de vida o muerte. La vida diaria se sentía insoportable.
Regresé más cerca de mi ciudad natal en 2007, pero muchas cosas habían cambiado. Mis compañeros ahora estaban cursando estudios superiores o estaban casados. Me convertí en un foco de burla, pero seguí tratando de obtener mi oportunidad de una educación secundaria, pero el mismo destino, la falta de fondos, ahogó todos mis intentos.
Mi gran avance llegó en 2011 con mi noveno intento. Un importante banco de Kenia se ofreció a patrocinar mi educación a través de un plan de becas creado para ayudar a estudiantes de entornos carenciados.
Cuando mi entonces tutor me llevó a la entrevista de la beca, los panelistas se confundieron sobre quién era el estudiante. La historia de mi vida los conmovió; me concedieron la beca, que cubría comida, manutención y matrícula. Fue el momento más feliz de mi vida.
Fui admitido en la escuela secundaria de Nairobi y obtuve un alto puntaje en mi Certificado de Educación Secundaria de Kenia en 2015. Esto me permitió la admisión directa a la Universidad de Kenyatta para obtener una licenciatura en políticas públicas y administración, con la que me gradué el 23 de julio de 2021 a los 38 años.
Mi mensaje es: nunca te rindas. Si yo puedo hacerlo, cualquiera puede hacerlo.