Sin darme cuenta, dejé a un lado todo lo que me hacía feliz y me dediqué a ocultar mi anorexia.
LOBOS, Buenos Aires, Argentina — A los 14 años, decidí dejar de comer.
Con el paso de los días, mis planes para evitar la comida se volvieron cada vez más creativos y, a su vez, me llevaba más tiempo elaborarlos.
Mido casi seis pies de altura y llegué a bajar a 99 libras.
Fue entonces que decidí escribir un libro para expresar mi dolor.
Mientras lucho por recuperarme, empiezo a ver las cosas con más claridad.
Quizás fue por un comentario que hizo mi tío.
Me dijo, «si sigues comiendo así, engordarás», mientras yo comía una manzana.
Entonces, dejé de comer.
Para cuando la ansiedad se instaló, había desarrollado el hábito de mantener una bolsa llena de chocolates escondida debajo de mi cama. Abría el paquete, los olía y volvía a cerrarlo.
Agregué tres pesajes diarios a mi rutina.
Solía levantarme y caminar unas cuadras hasta la farmacia del centro para verificar mi peso. Llegué a visitar cuatro farmacias.
Si todas marcaban que había subido de peso, duplicaba mi rutina de ejercicios.
Al contrario de lo que mucha gente piensa, el hambre me hacía sentir poderosa.
Sin darme cuenta, dejé a un lado todo lo que me hacía feliz, como leer y escribir, para lograr mi objetivo.
Me alejé de mi familia y de muchos amigos. Dejé de existir como me conocía a mí misma.
Hasta los 20 años, el tiempo se detuvo y se ancló en ese lugar.
La anorexia, en mi caso, comenzó como un síntoma de otras dolencias.
La ausencia de mi padre me impactó y me provocó una profunda incertidumbre.
Llegaba a casa luego del trabajo, me saludaba con un beso y se marchaba. Ese era mi único contacto con él.
Durante mucho tiempo, me culpé a mí misma. Pensé que había hecho algo para distanciar a mi padre.
RELACIONADO: La dismorfia corporal puede apoderarse de tu vida
Esa angustia, ese vacío, fue lo mismo que sentí cuando dejé de comer.
Fue «un lugar guardado para algo». Así titulé mi novela. La ruptura amorosa también me envió a ese lugar.
Viví una relación amorosa que era una montaña rusa de emociones. Su adicción a las drogas nubló mi vida hasta que decidí romper.
Durante años intenté acabar con la relación. Me puso las cosas difíciles, pero logré seguir adelante.
No hay una recuperación completa. Es necesario un trabajo diario.
Llegué a comprender que lo que me faltaba no me lo podía devolver nadie.
En lugar de enojarme con la enfermedad, aprendí a a vivir con ella.
Por eso, me dediqué a una de las actividades que me alegraban: escribir.
Empecé a tomar talleres. Un día, un profesor sugirió que mi borrador se convirtiera en mi primera novela.
Entonces, decidí contar mi historia, la historia con la que lucho todos los días.
Espero que sirva para quitar los estereotipos de la anorexia y demostrar que quienes la padecen no se obsesionan constantemente con su cuerpo en busca de una supuesta belleza.
Otro factor puede ser la manifestación de un dolor intenso. En mi caso, fue la anorexia. Lo comparo con cualquier otra adicción.
La lucha continúa, pero el camino parece ser un poco más fácil.