En su discurso como Premio Nobel de la Paz, Aldolfo Pérez Esquivel dijo «Las luces y las sombras de la vida deben ser compartidas».
BUENOS AIRES, Argentina – El 4 de abril de 1977 renové mi pasaporte en el Departamento Central de la Policía Federal Argentina.
Trabajaba con el Servicio de Justicia y Paz, un movimiento latinoamericano que aboga por la paz y los derechos humanos a través de la no violencia activa. Luchábamos contra la opresión del pueblo latinoamericano por dictaduras militares.
En el Departamento de Policía, sin proceso judicial, fui arrestado. Nunca imaginé que este se convertiría en el peor momento de mi vida. Estuve detenido y fui torturado durante 14 meses.
La tortura es una práctica arcaica. Te destruye físicamente y te ataca emocional y psicológicamente. La desolación profunda y la humillación son peores que el dolor físico.
Como preso político, mis captores a menudo buscaban humillarme para quebrarme mental y físicamente. En los peores momentos, sentía una angustia infinita. Estaba paralizado, ahogado por la confusión. Después llegaba la culpa donde me cuestionaba por llegar a ese punto.
Me refugié en una sola foto que tenía de mi familia. Los extrañaba con todas mis fuerzas. Necesitaba estar con ellos. Me preguntaba todo el tiempo cómo estaban.
Mientras estaba en «el tubo», una celda muy pequeña, sucia y maloliente, un oficial me dijo: «Ni Dios no te va a salvar».
Cuando menciono los «vuelos de la muerte», se me eriza la piel y se me llenan los ojos de lágrimas. En estos viajes, los militares arrojaban a la gente en pleno vuelo. A pesar de todas las torturas que soporté, nunca pensé que sería testigo de una situación tan atroz, deshumanizante y despiadada.
Durante el ascenso, no dijeron a dónde me dirigía. Me di cuenta de que la aeronave volaba en círculos porque reconocí las ciudades de La Plata, Montevideo y Colonia.
Sin dudarlo, me atreví a preguntar qué me pasaría. No dieron respuesta. Traté de mantenerme psicológicamente completo, pero la muerte estaba cerca. A pesar de mi ansiedad y sensación de impotencia, trabajé duro para mantener mi cordura y conectarme con mis ideales.
El clima se estaba volviendo más frío y la atmósfera más tensa. Luego de dos horas de dar vueltas, el avión aterrizó en la Base Aérea El Palomar.
Solté un suspiro de alivio. Había sobrevivido. A pesar de eso, me sentía cansado y asqueado por ser testigo de tantos crímenes e injusticias.
Dos días antes del Mundial de 1978, organizado por Argentina, uno de mis captores, me liberó.
Ese día, salí de la unidad nueve y el agente que me escoltaba se detuvo para cargar gasolina. Me quitó las esposas, dejó una pistola en el asiento y salió del vehículo. Mi mente estaba llena de preguntas.
Aunque quería tomar el arma y huir, sabía que muchos prisioneros murieron en supuestos intentos de fuga. Decidí exponer mis manos y, cuando el oficial regresó, le avisé que se había olvidado el arma.
Seguimos nuestro camino y me sentía inseguro. Varias millas más tarde, en medio de un campo, el Ford Falcon verde se detuvo. El oficial me dijo que me fuera. Casi sin respirar, huí, mi mirada perdida y semi-paralizada.
No recuerdo lo que pasó en las horas siguientes. Mi próximo recuerdo es volver a casa y abrazar a mi esposa. Estuve detenido durante 14 meses y me mantuvieron bajo vigilancia durante otros 14 meses después de eso.
Descubrí que organizaciones internacionales habían presionado al gobierno para que me liberara. El gobierno no quiso cumplir. Mientras estaba preso, los guardias me decían: “Te marcharás de aquí con los pies hacia adelante” [expresión argentina que significa que te dejarán ir muerto o en un ataúd].
Después de haber sobrevivido a tantas transgresiones, llegó mi recompensa: me concedieron el Premio Nobel de la Paz. Lo recibí con gran orgullo y alegría.
Confío en que mi gente recuerde lo que pasó, quién lo hizo y cuáles fueron sus motivos. Conocer la historia nos encamina hacia el progreso. Garantiza que no permitamos que estos eventos vuelvan a ocurrir.