Mis esfuerzos dan frutos para estos niños y sus familias. Al principio, llegaron con el estómago vacío y la ropa rota. Hoy vienen a aprender, ávidos de conocimientos y de esperanzas.
SANTIAGO DEL ESTERO, Argentina — Enseñé durante 30 años. A medida que se acercaba la jubilación, dejar el salón de clases parecía inimaginable. Sabía que dejar esta profesión, no era una alternativa.
Entonces, transformé mi lavadero en un salón de clases. De lunes a viernes, le doy la bienvenida a unos 40 alumnos que necesitan apoyo para seguir estudiando. Los estudiantes de mi provincia experimentan una gran necesidad y eso les impide desempeñarse al mejor nivel. Intento cambiar esa situación.
La mayoría de los niños, que vienen a mi casa, a pie, en sus casas no tienen electricidad ni agua.
Verlos llegar me recuerda mis propios comienzos, cuando hacía autostop para llegar a mi primer trabajo.
Al principio, mis alumnos llegaban con los labios secos y agrietados y con dolores de estómago y cabeza. En los días fríos, entraban temblando sin abrigo. Día tras día, muchos vestían la misma ropa sucia.
Un día, un niño me entregó un papel. Fue un momento crucial. Allí escribió: “Maestra, tengo sed; no tengo agua en mi casa «.
Inmediatamente, lo llamé a un lado del aula y le ofrecí agua. Le pregunté por qué me lo había escrito en lugar de decírmelo en clase, y me respondió: «Me da vergüenza».
En ese momento, comprendí los prejuicios de la sociedad que lo atravesaban. Los otros niños probablemente también sufrieron miedo y vergüenza. Decidí hacer todo lo posible para ayudarlos.
A medida que se extendía la pandemia de COVID-19, los efectos de la pobreza y las dificultades en mis estudiantes se hicieron más y más notorios.
El hambre se hacía cada vez más presente, a menudo llegaban con sólo una pequeña porción para el desayuno que debería saciarlos para el resto del día.
Un comedor se ofreció a contribuir para que pudiéramos darle a cada estudiante una taza de leche todos los días. Eso fue sólo el comienzo.
Fui puerta por puerta, con el calor y el frío, el viento y la lluvia, pidiéndole a la gente que colaborara y apoyara a mi pequeña escuela. Mi corazón no me permitía dejar solos a mis alumnos.
Poco a poco, y con ayuda, también pude ofrecer un refrigerio. A veces, les damos la bienvenida con pan y mermelada, a veces con una torta o budín donado por una madre de la comunidad.
Pronto, las donaciones crecieron e incluimos mesas, sillas y pizarrones. Me explotaba el corazón de orgullo al ver mi humilde lavadero transformado en un verdadero salón de clases para mis estudiantes.
A medida que el espacio evolucionó, también lo hizo la clase. Mis alumnos se volvieron más productivos y nuestra pequeña comunidad se volvió más cariñosa y alegre. Ya no sólo enseñaba literatura, matemáticas o biología; la enseñanza se volvió mutua. Me enseñan algo nuevo todos los días, sobre la vida y sus experiencias.
Cada abrazo, cada sonrisa de esos niños me llena el alma. Ya no veo dolor y pobreza desesperada en sus rostros; veo crecimiento y futuro, incluso en una región donde los niños son castigados social y económicamente. Por ellos, me despierto cada mañana llena de energía y decidida a planificar el día lo más creativo posible.
Mis esfuerzos dan frutos para estos niños y sus familias. Al principio, llegaron con el estómago vacío y la ropa rota. Hoy vienen a aprender, ávidos de conocimientos y de esperanza.