Cuando llegó la noche y, con mi familia, fuimos a dormir sin comer, decidí monetizar mis habilidades de boxeo.
NAIROBI, Kenia ꟷ Al crecer en los suburbios de Nairobi, no tenía margen para cambiar mi vida. Las probabilidades estaban en mi contra, tanto en mi casa como en la sociedad.
Mi tía me salvó del suicidio, mi padre lo hizo más tarde y dejó sola a mi mamá en nuestra crianza.
Sin dinero para ir a la escuela, me convertí en boxeador profesional y mantuve a mi familia. Incluso competí en los Juegos Olímpicos.
Hoy, ayudo a los jóvenes boxeadores a perfeccionar sus habilidades en los barrios marginales que me vieron crecer. No hay mayor ejercicio para el corazón que educar a los niños.
Desde muy joven, luché contra problemas de autoestima, empeorados por mis padres, quienes comparaban mis conocimientos académicos y autodisciplina con los de mis hermanos. Era un chico de barrio pobre estereotipado. Es por eso que me rebelé.
En 1996, a la edad de 11 años, pasé una semana pensando en suicidarme. Un día, mi familia me dejó sólo en casa. Parecía el momento perfecto para poner en práctica mi plan. Saqué una cuerda de abajo de mi cama, la até sobre la cabecera, la puse alrededor de mi cuello y me preparé para terminar con mi vida.
Sin embargo, no había cerrado la puerta de mi habitación y mi tía se presentó inesperadamente. Ella me encontró, y escapé de la muerte por un pelo. El intento de suicidio me dejó hematomas.
Mis padres me preguntaron por qué lo hice, pero nunca les respondí. En el fondo, yo sabía que eran las constantes comparaciones con mi hermano.
No sabía que mi padre también luchaba contra los pensamientos suicidas. La vida en casa parecía insoportable y mis padres apenas podían llegar a fin de mes. Las cosas empeoraban con el paso del tiempo.
Un años después, mientras estaba en la escuela, sentí la necesidad de ir a casa antes de lo habitual. Cuando abrí la puerta, vi algo parado en medio de la casa. Eso me asustó. Corrí y llamé a mi vecino, suplicándole que viniera.
Cuando los vecinos llegaron y presenciaron la escena, una atmósfera tensa envolvió nuestra casa. Yo sabía que algo estaba mal. Momentos después, me dijeron que mi padre se había suicidado. Sentí un profundo dolor y enojo. ¿Por qué mi padre se quitaría la vida cuando nuestra familia enfrentaba tantas dificultades? Dejó a mi madre sola para criarnos a mí y a mis dos hermanos menores.
Después de ese día, la vida ya no fue la misma.
Siempre sufrí discriminación. Era escuálido y sabía que mi sufrimiento sólo continuaría si no me defendía. Cuando me di cuenta de que podía lanzar un puñetazo fuerte, ese se convirtió en mi pasatiempos.
El boxeo me llenó de vitalidad. Me di cuenta que podría liberar mis frustraciones. Con cada golpe, volvía la alegría a mi cuerpo. Ir al gimnasio para hacer ejercicio se volvió una rutina, ya que mi acceso a la educación se disolvió.
La desesperación por mi futuro se apoderó de mí cuando perdí mi beca para la escuela secundaria y se nos acabó el dinero a pesar de los repetidos intentos de pagar las tasas escolares. Realicé trabajos ocasionales para ayudar a mantener a nuestra familia y regresé a la escuela por un tiempo breve, pero el dinero siguió siendo un problema. Una noche fue mi punto de inflexión: todos nos fuimos a dormir hambrientos. Desde ese día, prometí monetizar mis habilidades de boxeo.
Mi primera gran oportunidad llegó en 2004, cuando fui seleccionado para pelear en Qatar. Durante los siete meses que estuve boxeando en el Medio Oriente, mantuve a mis hermanos en la escuela y continué mis propios estudios.
Después de graduarme, me uní al Servicio de Policía de Kenia y los representé en la Liga Nacional de Boxeo. Durante los siguientes años luché y gané muchas medallas, pero perdí en la primera ronda de los Juegos Olímpicos de Londres 2012.
En 2016, puse mi mirada en los Juegos Olímpicos de Río. Los profesionales aficionados debían clasificar en Venezuela. La incertidumbre se apoderó de mí, ya que no tenía dinero para volar allí, y mucho menos una visa.
Sin embargo, sólo dos días antes de la clasificación, encontré inesperadamente el dinero para comprar un boleto de avión. Sin fondos para alojamiento o comida, me dirigí al aeropuerto sólo con mi invitación para calificar. Por la gracia de Dios, me permitieron embarcar y viajar a Sudamérica sin visa. Describo ese momento como el «Milagro de Venezuela».
No tenía entrenador, pero aun así logré ganar una medalla de oro en las eliminatorias y llegar a los Juegos Olímpicos. Aunque perdí en la primera ronda y sufrí una grave fractura en la mano, me preparó para un trabajo más importante en casa.
Hoy ayudo a los jóvenes boxeadores a perfeccionar sus habilidades en los barrios marginales de Mukuru Fuata Nyayo, donde crecí. No hay mayor ejercicio del corazón que educar a los niños. Mi alegría proviene de verlos triunfar en la vida.
Es fácil relacionarse con los niños y adolescentes que crecen en los barrios marginales. Compartimos las dificultades de crecer en los grilletes de la pobreza. El boxeo me dio una forma de desahogar mis sentimientos. Fue una herramienta que cambió mi vida, y animo a los jóvenes a que se interesen en el boxeo para que, con suerte, también cambie la suya. Es un deporte difícil, pero con mucha práctica, el boxeo te vuelve valiente.
En los barrios marginales, todos los niños están luchando contra algo. Algunas de sus batallas son más duras que las mías, pero sólo necesitan un pequeño empujón para que emerjan grandes. Muchos niños de los barrios marginales recurren a la prostitución, a las drogas y a otros vicios para sobrevivir. Las chicas jóvenes quedan embarazadas con frecuencia. Utilizo mis estudios en psicología para sentir empatía y aconsejarlos.
Todos los niños tienen potencial, pero deben dar el primer paso y creer en sí mismos. Cuando veo a los boxeadores jóvenes ganar competencias, siento que estoy viendo mi propio viaje. Les digo que confíen en el proceso. Las cosas no pasan de la noche a la mañana.
Los desafíos son como acertijos a resolver. Cuando comenzamos a conectar esas piezas del rompecabezas, podemos crear un buen futuro para nosotros.