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Un intento de inmigración ilegal desde Venezuela provoca la muerte de su hija: la madre consigue llegar a Wisconsin con un visado humanitario

Aunque tratábamos de aferrarnos a la lancha, era inútil, porque el agua también se la tragaría. Algunos gritaban aterrados, otros se encerraban buscando fuerza en su interior. Algunas personas saltaron al mar, otras fueron arrojadas por la potencia del agua impactando contra ellas.

  • 5 meses ago
  • junio 5, 2024
11 min read
MArbelis, her partner and daughter | Photo courtesy of Marbelis Marbelis, her partner and daughter | Photo courtesy of Marbelis Torrealba
notas del periodista
Protagonista
Marbelis Torrealba Pineda, de 35 años, es oriunda de Barquisimeto (Venezuela). Debido a la crisis económica de Venezuela, emigró ilegalmente a Estados Unidos, perdiendo trágicamente a su hija, que padecía parálisis cerebral, durante un naufragio en Nicaragua. Actualmente reside en Wisconsin con su pareja.
Contexto
En los dos primeros meses de 2024, las detenciones de migrantes que cruzaban ilegalmente de México a Estados Unidos descendieron tras alcanzar un máximo histórico en diciembre de 2023. El mayor descenso se produjo entre los venezolanos, con 3.184 detenciones en febrero y 4.422 en enero, frente a las 49.717 de diciembre, debido a un control más estricto por parte de las autoridades de inmigración mexicanas . A pesar de ello, los venezolanos constituyeron la mayoría de los 73.166 migrantes que cruzaron el Paso del Darién en enero y febrero, una cifra que va camino de superar el récord del año pasado de más de 500.000, lo que indica la continua huida de un país asolado por la agitación política y el declive económico. Las autoridades mexicanas detuvieron a migrantes venezolanos más de 56.000 veces en febrero, casi el doble que en los dos meses anteriores, pero sólo deportaron a 429, dejando a la mayoría de los migrantes esperando en México. Debido a los riesgos de cruzar la selva del Darién, algunos migrantes optaron por la ruta marítima de 230 km desde San Andrés Island, en Colombia, hasta Corn Island, en Nicaragua. El 23 de diciembre de 2023, la Fuerza Naval del Ejército de Nicaragua rescató a más de 30 migrantes náufragos cerca de Corn Island, entre ellos 19 venezolanos, entre ellos seis menores de edad. Trágicamente, dos migrantes venezolanos, de 4 y 31 años, murieron ahogados en el incidente; la niña fue identificada como Amira, hija de Marbelis Torrealba Pineda.

WISCONSIN, Estados Unidos – Camino por el departamento en el que vivo en Wisconsin, Estados Unidos, y siento una calma que no había experimentado en los últimos años. Las cosas parecen funcionar, mi vida está tranquila y podría pensar en proyectos a largo plazo. Sin embargo, nada de esto me hace feliz. Vine hasta aquí, principalmente, por mi hija, pero ella murió durante el viaje terrorífico que debimos realizar desde Venezuela. Sin ella, nada parece tener demasiado sentido.

Lea más historias de inmigración en Orato World Media.

Dificultades económicas en Venezuela: «No tuve más remedio que emigrar»

La vida en Venezuela se hacía cada vez más agobiante. Las dificultades económicas hacían que todos los días fueran una especie de lucha por la subsistencia. Para mí, se convirtió en una lucha desigual. Amira, mi hija, nació con parálisis cerebral y microcefalia, por lo que siempre necesitó muchos cuidados y terapias y medicamentos costosos. Su padre emigró a Estados Unidos en busca de asentarse para enviarnos más dinero. Y pronto entendí que yo no tenía más opción que irme también a buscar la vida allí. Venezuela no podía ofrecernos más de lo que teníamos, y no nos alcanzaba.

El 4 de diciembre de 2023, emprendimos viaje junto a mi hija, mi hermana y mi sobrina. Al día siguiente, estábamos en la isla San Andrés, en Colombia. Desde allí, cruzaríamos hacia Corn Island, en Nicaragua. Cada momento del viaje me aterrorizaba. Aunque intentaba mostrarme fuerte, por dentro sentía mucho temor de lo que nos pudiera pasar. Una amiga que había pasado por la experiencia me calmaba, a la distancia. «Es muy peligroso, pero pude llegar sin problemas», me dijo. Nada me tranquilizaba lo suficiente, pero en mi estado de desesperación no podía hacer más que continuar con el viaje.

Fue recién el 22 de diciembre, a medianoche, que nos dijeron que podríamos hacer el cruce. Serían seis horas en lancha hacia Nicaragua, en plena madrugada. En el puerto había una suave brisa que atenuaba el calor y movía levemente las embarcaciones que allí descansaban. Prácticamente no había movimiento ni ruido más que el de nuestro grupo. Éramos casi cuarenta personas buscando un mejor destino. La lancha que nos llevaría estaba escondida detrás del muelle, y nos llevaron hacia ella en un bote pequeño.

De pronto, el motor comenzó a lanzar un ruido extraño, como estertores. Nos quedamos sin gasolina. La velocidad de la lancha bajó rápidamente, hasta no poder avanzar más.

Me subí a la lancha con Amira en brazos, apoyé nuestras mochilas en el suelo y miré alrededor, buscando algo que me diera seguridad. No lo encontré. De un momento a otro, en cuanto la lancha se puso en movimiento, nos adentramos en la nada. Alrededor nuestro, todo era agua y oscuridad. La lancha, con nosotros dentro, parecía un pequeño punto en el medio de la inmensidad. A medida que avanzábamos, la lancha rompía con su velocidad el oleaje intenso que sacudía el mar.

A mitad de camino, nos detuvimos para hacer un cambio de lancha. Mientras todos se trasladaban a la que debía llevarnos a destino, yo presentí que algo malo ocurriría. No quería subirme a la otra lancha, me daba muchísimo miedo. Era como si mi cuerpo y mi mente estuvieran disociados. Mientras me levantaba y avanzaba hacia la segunda lancha, todo el tiempo pensaba en no hacerlo, en quedarme allí e interrumpir el viaje. Pero no lo hice, no escuché a mis instintos, y eso tuvo consecuencias devastadoras.

Ni por un segundo disfruté del viaje. No logré conectar con la ilusión de un mejor futuro ni con nada, solamente quería llegar. Lo único en lo que pensaba era en tocar tierra firme junto a mi niña. Para que ella no se preocupara, todo el trayecto simulé estar contenta. Le canté, jugué con ella, le hablé dulcemente, siempre con una sonrisa simulada, que no expresaba el pánico que en realidad sentía. Quería que ella se sintiera segura. De pronto, el motor comenzó a lanzar un ruido extraño, como estertores. Nos quedamos sin gasolina. La velocidad de la lancha bajó rápidamente, hasta no poder avanzar más. En ese momento, se reveló la potencia de las olas que nos rodeaban.

Una ola enorme hundió por completo la lancha.

Sin la fuerza del motor, no podíamos romperlas y atravesarlas, y estábamos a su merced. El mar sacudía la lancha de un lado a otro. Nosotros intentábamos mantener el equilibrio. Aunque tratábamos de aferrarnos a la lancha, era inútil, porque el agua también se la tragaría. Algunos gritaban aterrados, otros se encerraban buscando fuerza en su interior.

Algunas personas saltaron al mar, otras fueron arrojadas por la potencia del agua impactando contra ellas. Mi hermana se tiró, y con ella se llevó a mi sobrina. Yo me mantuve firme, hasta que una ola enorme hundió por completo la lancha. La marea me llevó a un costado, y otras personas quedaron por debajo de la lancha. Un instante después, estábamos todos desparramados, sin rastros de la lancha.

Los salvavidas nos mantenían a flote en una especie de juego macabro en el que a veces las olas nos tapaban y debíamos aguantar la respiración hasta volver a salir a la superficie. Cada vez que me sumergía y tragaba un poco de agua, temía ahogarme. Y temía, además, por mi hija. La tenía junto a mí, trataba de contenerla, aunque no pudiera ni contenerme a mí misma. La desesperación guiaba todos nuestros movimientos.

A unos metros, vi a una mujer que viajaba con su hija de ocho años. Gritaba que había tiburones pequeños, estaba asustada porque suponía que pronto aparecerían algunos grandes. Entonces, hizo algo que recordaré por siempre. Decidió quitarse el salvavidas, hacer lo mismo con su hija y que murieran las dos. La niña, que sabía nadar, logró zafarse de sus brazos por el instinto de supervivencia y sobrevivió. La mujer se ahogó. Era todo muy violento. En la superficie hacía calor. Ya había amanecido y el sol estaba muy fuerte. En las piernas, sin embargo, sentía frío. Durante cinco horas luchamos contra las mareas, hasta que la guardia costera de Nicaragua nos vio y nos sacó del agua.

Cuando estaban por ponerle el respirador artificial, su corazón no aguantó más.

Mi bebé estaba aún viva. Al subir al barco, me senté y vi que a mi lado estaba el cuerpo de la mujer que se había suicidado minutos antes. Es extraño, pero en ese momento ya no sentí más miedo. Mi bebé estaba viva y era en lo único en lo que podía pensar.

Nos llevaron al hospital, y ella aún tenía signos vitales. Pero cuando estaban por ponerle el respirador artificial, su corazón no aguantó más. Su vida, y una parte importante de la mía, se apagaron. Para mí, en ese instante se me acabó el mundo. Quedé desorientada, sin saber qué hacer. No creía que aquello podría estar sucediendo de verdad, no me entraba en la cabeza.

Marbelis y su hija | Foto cortesía de Marbelis Torrealba

Media hora después, reaccioné y comencé a pensar en mi hermana y mi sobrina. El hospital era un caos, llegaban ambulancias con personas del naufragio. Vi nuevamente el cadáver de la mujer que viajaba junto a nosotros, y a todo el mundo le preguntaba por mi familia. Al ver que nadie sabía nada, asumí que también habían muerto. Afuera comenzó a llover intensamente, lo que haría más complicado cualquier rescate, y perdí las esperanzas.

A las ocho de la noche, finalmente, aparecieron las dos vivas. Nos fundimos en un abrazo. En cuanto nos separamos, ambas me preguntaron por mi bebé. La alegría de nuestro reencuentro se ensombreció inmediatamente por la pérdida de Amira. En medio de mi profundo dolor, me llamaron de la embajada de Venezuela para ofrecerme trasladar el cuerpo de mi hija hacia allí, con la condición de que llevara conmigo también el cuerpo de la mujer que se suicidó. Pero sentí temor de volver a mi país y que me encarcelaran, ya que supe que a algunas personas que salieron de forma ilegal, como yo, las habían acusado de traición a la patria. Así que con mi hermana preferimos continuar nuestro viaje.

Intentamos cruzar a Estados Unidos varias veces, pero inmigración siempre nos pillaba y nos devolvíaIntentamos cruzar a Estados Unidos varias veces, pero inmigración siempre nos pillaba y nos devolvía.

En la capital de Nicaragua, cremé a mi hija, para poder llevarla conmigo donde fuera. Cruzamos hacia Honduras y luego a Guatemala sin mayores inconvenientes. En ese país, comenzamos a ver cómo se movía el ambiente mafioso que rodea a la inmigración ilegal. Hombres armados, muy intimidantes, se peleaban entre ellos para quedarse con más personas a su cargo. Nosotros éramos una simple mercancía que se disputaban.

Al cruzar hacia México, nos robaron. Un grupo de personas armadas nos detuvo y nos condujo a un monte en plena noche. Teníamos que darles 400 dólares cada una para que nos permitieran seguir nuestro camino. “Si no lo hacen, de aquí no se van”, nos amenazaron. No teníamos ese monto, así que respiré hondo y les compartí nuestra historia, incluyendo la muerte de mi niña. Durante cuatro horas que se hicieron eternas, corroboraron en internet que el naufragio era real y nos permitieron darles menos dinero.

Nuestra estadía en México fue una pesadilla en la que vimos y vivimos cosas horribles. Intentamos cruzar hacia los Estados Unidos más de una vez, pero siempre fuimos atrapadas por Migraciones y devueltas hacia atrás. Era frustrante encontrarnos en un limbo penoso, sin poder avanzar, y sin poder quedarnos, mientras alrededor el peligro acechaba constantemente.

Durante meses, trabajamos de lo que pudimos y pedimos prestado dinero, hasta que conseguimos llegar a Matamoros. Una noche, volviendo al departamento que arrendábamos, vi muchos carros de policía en la vereda de enfrente. Vi cómo sacaban una bolsa negra y la guardaban en un gran operativo. Luego supe que adentro había un hombre descuartizado. Supe que no podíamos seguir más tiempo en un lugar así. Resignada, decidí ponerme en manos de la mafia que dominaba la zona y hacer un último intento por llegar a Estados Unidos.

En el refugio San Pedro, nos dieron cobijo y nos ayudaron a tramitar un permiso de ingreso humanitario.

Si esta vez salía mal, me regresaría a Venezuela. Un coyote nos cruzaría a través del río. Ya estaba todo dispuesto para hacerlo cuando me senté a hablar con una muchacha, a la que le conté lo que habíamos pasado para llegar hasta ahí. “No lo hagas, no entres así, vete al refugio, que ahí hay un sacerdote que ayuda a los casos vulnerables como el tuyo”, me dijo. Y le hice caso. En el refugio San Pedro, nos dieron cobijo y nos ayudaron a tramitar un permiso de ingreso humanitario.

Tan sólo una semana después, nos autorizaron a ingresar a Estados Unidos, con un permiso de un año. Al caminar por el puente de Brownsville, sentí mucha nostalgia. Y sentí que aquel logro no era para mí, sino para mi hija. El propósito del viaje era ella, y no se había cumplido. Cada vez que pienso en el motivo por el que vine, me entristezco. No era yo quien deseaba vivir aquí. Hoy veo cómo funcionan las cosas en este país, y siento que mi hija habría tenido muchas oportunidades.

Continúo con mis cosas casi de forma automática, pero no creo que pueda ser alguna vez feliz plenamente. Estoy yendo a la iglesia, para tratar de encontrar algún tipo de respuesta. o hecho, hecho está, y no puedo retroceder el tiempo. Tengo mucha familia en Venezuela que está en situación vulnerable, en condiciones muy críticas, tanto de salud como de dinero. Sé que desde aquí puedo ayudarla. No me puedo quedar paralizada en mi tristeza porque mi hija murió. Pero el mundo siguió girando.

Pienso que, cuando se me venza el permiso que tengo para quedarme en Estados Unidos, volveré a Venezuela. Las cenizas de mi hija aún están en una urna junto a mí. Quiero hacerle un funeral, despedirla como merece y enterrarla en un lugar donde pueda visitarla siempre. Eso no puede ser en Estados Unidos, de donde podrían deportarme el año que viene. No sé si en mi país me detendrá la policía por irme como me fui. En verdad, no tengo casi certezas sobre mi vida, me siento muy enredada.

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