Cuando la ocasión lo permite, me acerco y les pregunto su nombre. Estas personas tienen padres, identidades y vidas. Veo que se produce un cambio cuando hago este sencillo gesto. Al eliminar los prejuicios y el miedo que a menudo experimentan de los demás, se sienten menos marginados.
CIUDAD DE GUATEMALA, Guatemala ꟷ Voy a las Zonas Rojas de Guatemala [barrios muy afectados por las drogas y la violencia relacionada con las bandas] para fotografiar a la gente. A veces me asusta ir solo a estos lugares a altas horas de la noche o a primera hora de la mañana. Ese miedo sigue formando parte de mi proceso. Veo cosas que la gente normalmente no puede ver.
Las historias que cuento en imágenes dan una idea de cómo se desarrolla la vida y de cómo la vive la gente. Siento empatía cuando conozco a gente que vive en la calle en Guatemala. Al igual que ellos, sigo siendo una persona solitaria. Disfruto de mi propia compañía y de estar solo. Al fotografiarlos, puedo ser su reflejo, como un espejo. Verlos vivir en este mundo, sobre todo a los niños, me emociona mucho.
Cuando empecé este proyecto, quería conservar esos momentos que captaba en mi mente y publicarlos para que otros los vieran y experimentaran. Empecé a compartir mis fotos en Instagram para dar a las personas que viven en la calle un sentido de humanidad y mostrar a los demás la realidad que ignoramos por miedo o apatía. El público mira las fotos. Observan los colores y los tonos, las expresiones, una arruga, un ceño fruncido o unos ojos que dicen más que mil palabras.
Mientras crecía, vivía en la avenida Juan Chapín, en la Zona Uno. A menudo veía pasar a gente recogiendo basura. Ya de niño sentía preocupación y curiosidad por ellos. Durante mi adolescencia, me sentaba a hablar con la gente de la calle. Quería conocer sus historias. Cuando descubrí la fotografía en la universidad, surgió una pregunta en mi mente. Cuando veía una imagen pensaba: «¿Esto es una fotografía o una historia?». Surgió mi deseo de fotografiar a los indigentes.
Creo que las imágenes pueden ser poemas. Caminando por las Zonas Rojas, admiro las escenas y las expresiones humanas que me rodean. Empecé a combinar esa empatía infantil con una nueva visión de la fotografía. Hoy, cuando viajo por las Zonas Rojas, sigo llamando la atención. No puedo llevar una cámara profesional cara. Me la podrían robar fácilmente, así que trabajo con mi teléfono.
Cuando empecé, me encontré con una persona en la Zona Uno que reaccionó ante mi presencia. «¿Quién te crees que eres?», me preguntó. «¿Por qué crees que puedes hacerme una foto? ¿Soy un personaje público para ti?». Aprendí a ser más respetuoso. Son seres humanos y trabajo para captar su humanidad en mis fotos. Les ayudo a sentirse cómodos haciéndoles fotos de forma más espontánea.
Cuando la ocasión lo permite, me acerco y les pregunto su nombre. Estas personas tienen padres, identidades y vidas. Veo que se produce un cambio cuando les ofrezco este sencillo gesto. Al eliminar los prejuicios y el miedo que a menudo experimentan de los demás, se sienten menos marginados. Su modo de vida a menudo les deja solos. Algunos pierden la cordura por la adicción y hablan solos, atrapados en un círculo de abandono y pobreza. A pesar de estos problemas, revelo su belleza.
Una noche, mientras caminaba por la Sexta Avenida, oí que alguien gritaba mi nombre. Cuando me volví, me sorprendió ver a un hombre que conocía, viviendo en la calle. Mientras los pensamientos se arremolinaban en mi cabeza, sentí una mezcla de conmoción y felicidad. Me reconoció y se acercó a mí tan fácilmente. Empezamos a hablar.
Me contó que acabó en la calle después de que su mujer le dejara y él perdiera el trabajo. Cayó en una espiral de adicción al alcohol. Cuando le hacía preguntas, bajaba la mirada. Pude ver cómo le invadía la vergüenza. En ese momento, intenté comprenderle y animarle; no juzgarle, sino ofrecerle ánimo y apoyo. Nos conocimos antes de la pandemia y no había vuelto a verle desde entonces.
En una experiencia similar, alguien a quien conocía de la infancia se quedó sin hogar. Una vez vivió cerca de mi casa. Cuando nos reencontramos, me dio una vuelta por la Zona Uno, desde la calle 13 a la 18. Mientras paseábamos por las calles, vi a tanta gente diferente, cada uno con su propio montaje. Mientras paseábamos por las calles, vi a tantas personas diferentes, cada una con su propia configuración. Algunos parecían felices y otros no. Los había de muchas formas, colores y tamaños, y todos vivían su vida.
Cuando volví a casa aquel día, me invadió un sentimiento de conmoción y tristeza. Conocía a la familia de este hombre. Compartimos muchas de las mismas oportunidades, pero uno de nosotros se fue a la universidad y el otro acabó en la calle. En aquella primera experiencia, no me atreví a fotografiarle. Me resultaba demasiado emotivo.
Más recientemente, mientras caminaba por la terminal para comprar comida, vi a un niño durmiendo en un cantero donde se cruzan dos calles. Tenía una sábana encima y, al principio, me asusté. Pensé que estaba muerto, pero noté que respiraba. Tenía motivos para preocuparme. Poco antes había visto a una persona tendida en el suelo. Cuando me acerqué con la esperanza de fotografiarlo, la gente empezó a reunirse. Rápidamente descubrieron que la persona había muerto allí mismo, en la calle. La policía llegó y se lo llevó. Lo más probable es que nadie reclamara su cuerpo. Puede que lo enterraran de forma anónima, como algo sin valor y no deseado.
Aunque algunos de mis protagonistas dicen que encuentran la libertad en la calle, con demasiada frecuencia la adicción se apodera de sus mentes. El alcoholismo y la falta de vivienda se han normalizado tanto que vemos a alguien tirado en la calle y apenas nos damos cuenta. Mi actitud y mi enfoque son diferentes, y la gente de la calle lo percibe. Mientras algunos se mantienen distantes, muchos se me acercan. Puede que me pidan unas monedas.
Mientras paseaba un día por Central Park, me topé con un hondureño que me pidió dinero. Se lo di. Parecía bastante cómodo y, como agradecimiento, me dio un «lempira». Un lempira hondureño equivale a 32 céntimos en Guatemala. Empezamos a hablar. Me dijo que tenía planes de irse a Estados Unidos y que su dinero hondureño no le serviría allí. Mientras le escuchaba, una sonrisa apareció en su rostro. Me abrazó y yo acepté su fuerte abrazo. Aún hoy conservo esa lempira en mi casa como amuleto de buena suerte y recordatorio.
Las enfermedades y las dificultades proliferan cuando una persona vive en la calle. Yo lo veo. No puedo borrar de mi mente las imágenes de los niños rebuscando comida en la basura o de la anciana en el autobús con toda su vida encima. Una colcha, sus zapatos y comida seguían siendo las únicas pertenencias a su nombre.
Intento encontrar el orden en el caos y la belleza en la adversidad; revelar la comunidad que crean entre sí las personas sin hogar. Con una visión artística, mis fotografías captan la coloración de los personajes que presento.
La piel de un hombre es ocre mientras el polvo y la suciedad pintan todo a su alrededor en escala de grises. Otro hombre, conocido como el Chamán, está sentado en el autobús con la cabeza gacha. Las texturas emergen de sus bufandas y cuerdas, y de la tabla que lleva. Veo una estructura. Por todas partes, los temas de color crean camuflaje, y la ciudad los absorbe, como una parte más de lo urbano del paisaje.
A pesar de sus diferencias, los indigentes de Guatemala comparten algo en común, visualmente. Una textura singular impregna sus ropas, dientes, ojos, piel y cabello. Se abre camino a través de todos ellos e intento captarla. Para la sociedad, este tema común los transforma poco a poco en bultos en una pared, pero no lo son. Son seres humanos. Intento mostrarlo para que podamos detenernos y verlos tal como son.