Como tercera hija, temía que mi futuro fuera como el de mis hermanas. La idea de casarme con un extraño tan joven me aterrorizaba. Cuando mi tío me propuso trabajar para uno de sus amigos, me dolió la idea de estar lejos de mi familia, pero sabía que no tenía elección. Tenía siete años.
BOLGATANGA, Ghana – Crecí en una familia numerosa y empobrecida de diez miembros. Vivíamos todos juntos, hacinados en una casa de barro. Cada vez que llovía, nuestro refugio se convertía en un desastre anegado Sin otra opción, dormimos en el suelo empapado, tiritando de frío. Nuestra familia se convirtió en objeto de incesantes comentarios en el vecindario, lo que nos condenó al exilio. El desdén resultaba descorazonador.
Mi madre, una niña casada, hizo todo lo que pudo para mantenernos. A menudo pedía prestado más dinero del que podía pagar para que tuviéramos lo estrictamente necesario. Como consecuencia, la gente empezó a evitarla, temerosa de los cobradores que la perseguían sin descanso. Cada noche, los sollozos de mi madre resonaban en la oscuridad. El peso de nuestras circunstancias fue quebrantando poco a poco su espíritu. Mientras escuchaba sus gritos, me prometí a mí misma que haría todo lo posible por arreglar las cosas.
Cuando crecí, vi cómo mandaban a mi hermana mayor a trabajar de criada. Atraída por la falsa promesa de ayuda para su educación, una tía organizó su viaje de un día para otro. Pensábamos que el patrón se ocuparía de ella, pero no fue así. Le hacían trabajar demasiado y le pagaban mal, y al final huyó. Se encontró viviendo en las implacables calles de Ghana. Por suerte, alguien la ayudó a volver a casa, pero volvió a escaparse cuando mi padre intentó casarla.
Mi segunda hermana se enfrentó a pruebas similares, y sus sueños de educación pronto se desvanecieron. Abandonó los estudios debido a un embarazo prematuro. Como tercera hija, temía que mi futuro fuera como el de mis hermanas. La idea de casarme con un extraño tan joven me aterrorizaba. Cuando mi tío me propuso trabajar para uno de sus amigos, me dolió la idea de estar lejos de mi familia, pero sabía que no tenía elección. Tenía siete años.
Cada mañana, antes de que el reloj diera las cuatro, me despertaba. Limpiaba, cocinaba y cuidaba a los niños. Esta agitada rutina me dejaba poco tiempo para la educación. Mientras trabajaba, oía a los niños jugar fuera y deseaba unirme a ellos, pero sabía que tenía que ganar dinero para mi familia. Todo me parecía tan injusto. «¿Por qué mi familia es diferente de las demás?», me preguntaba. Sin infancia, enfermé y no tuve a nadie que me cuidara. A menudo, me quedaba sola en la cama, añorando el calor de mi madre.
Casi nunca descansaba y el trabajo primaba sobre mi bienestar. Al final, mi jefe me permitió ir a casa a pedir a mis padres la matrícula escolar. Mi madre parecía sorprendida. Pensaba que mis jefes cubrían mi educación. Cuando le conté lo que hacía cada día, decidió no hacerme volver. En cambio, me matriculó en la escuela comunitaria local para completar mis estudios. La oportunidad de terminar mis estudios secundarios me llenó de alegría.
Con el tiempo, como mis padres carecían de fondos para que yo continuara, mi padre sintió la presión de la comunidad para casarme. Permitiría que un marido se encargara de cuidarme. Pensar en ello me aterrorizaba. Fui testigo del impacto de los matrimonios precoces en las mujeres de mi entorno y no tenía ninguna intención de seguir adelante. Empecé a hacer changas aquí y allá durante todo un año para ahorrar para la matrícula de la universidad.
Cuando en un banco de mi pueblo surgió la oportunidad de promover los préstamos colectivos, mi tía nos inscribió a su nombre. Nos permitió ganar el dinero que necesitábamos para mis estudios. El momento parecía surrealista. «¿Iba a romper por fin el círculo de pobreza en el que parecíamos atrapados?», me pregunté. Estaba decidida a cambiar las cosas.
Estar lejos de casa en la universidad resultó todo un reto. Luchaba por cubrir mis gastos diarios y a menudo me saltaba comidas durante días. Hice todo lo posible por perseverar, incluso cuando estaba a punto de rendirme. Al final, mi concentración dio sus frutos. El día de mi graduación, recuerdo que sentí como si estuviera atravesando un sueño. Llamé a mi madre para darle la buena noticia y las dos lloramos. La adrenalina recorrió todo mi cuerpo mientras informaba a todos mis conocidos.
La gente que nunca pensó que lo conseguiría ahora estaba asombrada de mi logro. Todo lo que he conseguido lo hice por mi madre. Quería mostrarle que hay otros caminos en la vida. Aunque el matrimonio infantil se ha vuelto menos común en Ghana en las últimas tres décadas, persisten las disparidades regionales. Pienso en todas esas mujeres cuyas vidas se han visto truncadas por la presión social, y rezo por su felicidad y su seguridad. En mi país tiene que haber más oportunidades para que las mujeres reciban una educación adecuada.
De vuelta a casa, mis hermanos empezaron a seguir mis pasos y a ir a la universidad. Reflexionando sobre mi trayectoria, me siento realizada orientando a chicas jóvenes y devolviendo algo a la comunidad. Actualmente soy miembro de la Asamblea General de ActionAid Ghana y jefe de equipo en la Young Urban Organization, donde sigo marcando la diferencia. Mi objetivo es animar a las niñas de todo el mundo a que sigan persiguiendo sus sueños.