Irónicamente, ser gorda en Venezuela te hace invisible. Yo no existo, a menos que alguien se decida a mirarme para burlarse de mí.
CARACAS, Venezuela – La parada de autobús está llena.
Con tanto calor, solo quiero llegar a mi casa. Tomar un taxi no es una opción: se volvieron demasiado costosos para el ciudadano común.
Cuando por fin subo a una unidad, creo ver la luz, pero lo cierto es que la pesadilla apenas comienza: un pseudo rapero nos acompaña en la ruta.
Desde hace un par de años, estos “genios” de las líricas suben al transporte público y cantan algún que otro verso sobre varios pasajeros, ganándose las risas por sus comentarios.
Siento ansiedad. Me pregunto qué podrá decir cuando llegue mi turno. El rapero apenas me mira y sueltas unos versos sobre mí. Dispara algunos versos sobre mí y el autobús estalla en carcajadas.
Segundos después, su atención se enfoca en alguien más: otra mujer. Ella parece tenerlo todo: el cuerpo ideal, el cabello perfecto y el look en general que tanto gusta a los hombres.
El rapero lo ratifica. Le dice que es hermosa, que con ella se casa, que le da hijos y que si quiere le monta el rancho. Ella es la mujer de su vida. Claro que lo es.
Ha pasado tiempo desde el incidente del rapero en el autobús, pero todavía recuerdo sus palabras. Está lejos de ser mi única mala experiencia.
Tengo recuerdos desagradables donde evidencio que no cumplir con el estándar de belleza de concursos ya pasados de moda en el “país de las reinas” puede causarte el rechazo inmediato de todos, incluyendo tu propia familia.
Mi nombre es Keyla y soy una persona gorda que vive en Venezuela. Es un país obsesionado con la figura femenina, un lugar donde muchas mujeres comparten un sueño en común: el título de Miss Universo.
Con 1,72 metros de estatura, peso 101 kilos. Según mi internista, tengo 30 de más. Hace 12 años, estaba cerca de los 130 kilos. Nunca lo supe con exactitud pero, según mis cálculos, por allí rondaba mi peso.
A lo largo de los años, me he dado cuenta de que aquellos que creen que las personas gordas no son discriminadas en Venezuela no lo han experimentado por sí mismos.
No han estado debajo de mi piel. No saben lo que es mirarse al espejo y sentir tristeza, no han vivido en rechazo continuo.
Irónicamente, ser gorda en Venezuela te hace invisible. Yo no existo, a menos que alguien se decida a mirarme para burlarse de mí.
Ya perdí la cuenta de la cantidad de veces que me han tirado la puerta en la cara para darle paso a una chica esbelta.
Según mi familia, mi historia de gordura empezó desde que nací.
Lo cierto es que, ahora que miro mis fotos de niña, no entiendo por qué tanto alboroto con mi peso.
Era una niña rellenita, pero no obesa. Mi madre siempre cuenta la misma historia.
“Eras tan pesada que solo tu papá te podía cargar”.
La verdad es que, a estas alturas, ya debería estar preparada para recibir ese tipo de observaciones, pero no me termino de acostumbrar a esos golpes.
Cada vez que cuenta esta anécdota de una manera divertida, siento una patada en el pecho.
Mi papá me marcó con otra de esas anécdotas que golpean en lo más profundo.
Siempre contaba que había tenido que cargar a otro niño y que casi se cae. Según él, acostumbrado a mi peso, estuvo a punto de perder el equilibrio con el otro bebé.
Era pequeña cuando lo escuché, pero no lo he olvidado.
Un día, caminaba por un centro comercial ataviada con mis mejores trapos, regia y con ganas de comerte el mundo. Acto seguido, alguien gritó “mira la gorda esa”.
Fue muy humillante. Sencillamente, no le importas a nadie. Igual, nadie te va a ver.
La discriminación no solo ocurre en el transporte público o en las calles, sino también en reuniones de trabajo.
“A ver si pasas, gorda”, me dijo un obrero en una reunión mientras yo pedía permiso para salir. Todos se rieron.
A nadie le importó mi papel allí. Simplemente fui la gorda.
Por eso mismo rechazo “gorda” como apodo cariñoso.
Un día, estaba con mi mamá buscando un taxi que nos llevara. Vimos a uno vacío, le sacamos la mano y él hizo todo el ademán de detenerse. Metros más adelante, había una chica delgada y linda, también esperando que la llevaran. Muy descaradamente, el tipo avanzó hacia la muchacha. Ella, incómoda ante el acoso, no aceptó el viaje.
Venezuela cuenta con el segundo mayor número de victorias en el concurso de Miss Universo, con un total de siete coronas.
El concurso estableció en la psique del país un prototipo de beldad similar a la Barbie: tetas grandes, cintura de avispa, trasero redondo, piernas largas, cabello liso y muy largo.
Aquí, si quieres ser famosa, conductora de televisión o actriz, solo tienes que entrar al Miss Venezuela, el certamen nacional de belleza.
Aquí no importa la situación económica: una mujer venezolana no sale sin zarcillos; no anda sin maquillaje y luce ese pelo bien liso. No importa la situación económica: una mujer venezolana no sale sin zarcillos; no anda sin maquillaje y luce ese pelo bien liso.
A los 15 años hice mi primera dieta.
Había un chico en la escuela que me gustaba y quería hacerme notar. Pensé que si bajaba de peso, se iba a enamorar de mí. Aunque me puse más delgada, el chico no volteó a mirarme. Eso marcó el inicio de mi historia con las dietas.
De las muhcas dietas que probé, solo una me ha funcionado. Sascha Barboza es una gurú de la nutrición que enseña a comer y a cambiar tu estilo de vida.
Si bien puedo decir que me ha funcionado su método, mi mala relación con la comida suele ser más fuerte.
Creo que como por aburrimiento, especialmente durante esta pandemia. Me levanto, voy a la nevera, miro a ver si tengo los ingredientes necesarios y, sin notarlo, estoy horneando unas galletas, una torta o cualquier cosa.
El chocolate es una de mis adoraciones y los postres de pastelerías, mi delirio. Mi cabeza rechista ante mi compulsión. Yo me repito que solo será hoy: “Mañana comeré más sano”. Pero mañana nunca llega. Mañana es comer mal otra vez.
Siempre hay quien me dice que exagero y le respondo que las cosas que me pasan aquí, en mi país, no pasan en otros lugares del mundo.
Viví un tiempo en Londres y, a pesar de que todos dicen que los europeos son fríos, yo me encontré con la gente más cálida que te puedas imaginar. Me volví muy sociable, una cualidad que había perdido durante mis años del colegio donde el rechazo se me hizo natural.
Sentí que me había encontrado de nuevo. Estaba feliz.
Al regresar a Venezuela, fui a comer a un lugar en el centro de la ciudad. No recuerdo exactamente cómo ocurrió, pero presencié una pelea.
Me acerqué a un chico para hacerle un comentario. Él me ignoró completamente.
Había llegado al «país de las misses».
Casi de inmediato, perdí la perspectiva que adquirí en Londres. Olvidé mi sonrisa y empecé nuevamente a vivir en modo batalla.
He aprendido que la mejor manera de sobrellevar mi situación es respondiendo. Si alguien te agrede, responde, no te quedes callado.
No merezco malos tratos por no lucir como ellos quieren. Si les molesta cómo me veo, que miren a otro lado. No le hago daño a nadie. Hay que defenderse.
Hay mucho desconocimiento sobre el sufrimiento que sienten las personas gordas en este país.
Lo cierto es que para ser bella no hace falta ser flaca, ni alta, ni tener una corona de Miss Universo.