Compartir este triunfo con los seres queridos se convirtió en la frutilla del postre. Muchos se sintieron inspirados para embarcarse en sus propios viajes tecnológicos. Con cada proyecto me daba cuenta de que el poder de la innovación no se limita a los laboratorios de alta tecnología. A veces, florece en un patio trasero, alimentado por la búsqueda incesante de un mundo mejor y más sostenible.
BUENOS AIRES, Argentina – Recién salido de la universidad, armado con una licenciatura en Filosofía y un don para la programación, me dispuse a recorrer el mundo como un nómada moderno. Sin embargo, a medida que los kilómetros se acumulaban, también lo hacía una cruda realidad: la mitad de la huella de carbono de mi estilo de vida procedía únicamente de los aviones. Me di cuenta de que mi camino era cualquier cosa menos sostenible. En ese momento, me comprometí anclar en tierra mi pasión por los viajes, literalmente.
La decisión me obligó a frenar mi vida vertiginosa. En esa nueva quietud, ocurrió algo milagroso: Reavivé una amistad largamente olvidada con mi yo imaginativo y juvenil. El olor a bloques de Lego húmedos llenó mis fosas nasales, y la alegría táctil de la invención volvió a las yemas de mis dedos, reavivando mi amor dormido por la ciencia. Sin embargo, parecía un sueño lejano, algo encerrado en laboratorios de alta tecnología con precios tan elevados como sus equipos.
Fue entonces cuando me topé con el concepto de tecnologías apropiadas: construir tecnología útil y respetuosa con el medio ambiente con materiales cotidianos. Saberlo fue una epifanía. Podía sentir la textura de los materiales reciclados en mis manos; y la satisfacción de completar un proyecto me calaba hasta los huesos. Ansioso por sumergirme, busqué provisiones y me dediqué a investigar.
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Mi viaje hacia la tecnología sostenible de fabricación casera comenzó con una idea ambiciosa: un calentador de agua solar fabricado con botellas de plástico recicladas y mangueras negras. Rebuscando entre objetos desechados, sentí una oleada de satisfacción al reutilizar lo que otros habían tirado. Aunque este proyecto inicial sigue inacabado -aún me falta una pieza clave-, marcó el comienzo de una pasión que me consumiría. Por el momento, lo he dejado aparcado y pienso incorporarlo a mi futura casa.
Impulsado por las posibilidades, asistí a un evento sobre el cambio climático llamado COP, donde descubrí el concepto de los hornos solares. La idea me entusiasmó. De vuelta a casa, me puse a investigar y empecé a crear mi primer prototipo: un montaje rudimentario con un panel metálico en el techo, una maceta negra envuelta en plástico y muchas esperanzas. Para mi decepción, no funcionó. Sin desanimarme, fui por mi segundo intento y utilicé la misma maceta negra, ahora encerrada en una estructura hecha de papel de aluminio y cartón, formando paredes de cuatro paneles.
Puse un poco de arroz dentro, dudando de que se cocinara. Imagínense mi asombro cuando volví y encontré arroz quemado. Una simple exclamación resonó en mi mente: » ¡Wow, esto sí que funciona!» Mi corazón se aceleró de pura emoción.
Sorprendido por este éxito inesperado, decidí perfeccionar el concepto. Prototipo tras prototipo, cada uno más sofisticado que el anterior, mis hornos solares fueron evolucionando. Cuando llegué a la quinta iteración, ya tenía una cocina totalmente funcional que podía utilizar durante todo el verano.
Compartir este triunfo con los seres queridos se convirtió en la frutilla del postre. Muchos se sintieron inspirados para embarcarse en sus propios viajes tecnológicos. Con cada proyecto me daba cuenta de que el poder de la innovación no se limita a los laboratorios de alta tecnología. A veces, florece en un patio trasero, alimentado por la búsqueda incesante de un mundo mejor y más sostenible.
Impulsado por el éxito de mi horno solar, ansiaba un nuevo reto. El sol, un recurso abundante, ofrece tanto energía eléctrica como térmica. Opté por esta última, dada la facilidad con que se puede aprovechar. Con esto en mente, me propuse crear una batería de arena, un sistema de almacenamiento de energía térmica a alta temperatura que utiliza arena calentada.
El prototipo inicial fue un fracaso: recipiente equivocado, fallos eléctricos y ni una chispa de calor. Sin desanimarme, mi segunda versión consistía en una maceta reutilizada, agujereada y equipada con cables. La emoción me embargaba por dentro cuando añadí un revestimiento de cristal y empecé a hacer pruebas. Cuando el indicador de temperatura subió a 70 grados, se me aceleró el pulso. El éxito estaba al alcance de la mano.
Aquella noche, tendido en la cama, mi mente se agitaba con ideas de mejora. Cada momento «eureka» me impulsaba hacia la tercera iteración. Provisto de los materiales precisos, lo ensamblé en 20 minutos. Mi compañero filmó el proceso. Cuando el aparato alcanzó los 100 grados, me invadió la euforia. Un pequeño contratiempo -el sobrecalentamiento de los cables- me hizo retroceder, pero mi determinación de alcanzar una capacidad de almacenamiento de 300 grados sigue intacta. ¿Mi objetivo final? Vivir de forma sostenible sin afectar negativamente ni al planeta ni a sus habitantes.
Aunque no establezco estilos de vida, en mi canal de YouTube comparto proyectos ecológicos y ofrezco a los interesados una vía accesible hacia la vida sostenible.
Todas las fotos son cortesía de Felipe Schenone. Galería fotográfica de las innovadoras tecnologías sostenibles de bricolaje de Felipe Schenone.