En mes y medio documenté 14 casos de jóvenes secuestrados por el crimen organizado y llevados a esa región de difícil acceso, ubicada entre los estados de Sinaloa, Chihuahua y Durango. El 17 de septiembre terminé de documentar el caso 15, y dos días después, me convertí en el número 16.
CHIHUAHUA, México – En 2012, me enteré de que se estaban produciendo muchos secuestros en Nuevo Casas Grandes, mi ciudad natal en Chihuahua, México. Como periodista, empecé a escribir e informar sobre los secuestros para concienciar a la gente. Poco después, me secuestraron y torturaron.
Diez años después, sigo recibiendo amenazas de muerte por mi trabajo periodístico. Ahora veo que la situación de los periodistas no ha cambiado, ni siquiera una década después, y sigo bajo amenaza constante.
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En los últimos años, he vivido en diferentes refugios como parte de las medidas de protección que me ha concedido la Protección de Defensores de Derechos Humanos y Periodistas. Normalmente tenemos acceso a guardaespaldas y seguridad, pero consideraron que yo no los necesitaba. Este programa pretende proteger a los periodistas amenazados directamente por su trabajo, pero algunos han muerto incluso bajo su protección. Esto me hizo sentir intranquila y asustada.
En 2012 viví una de las experiencias más traumáticas de mi vida. Policías disfrazados de militares me secuestraron. La guerra contra el narcotráfico declarada por nuestro entonces presidente Felipe Calderón enfrentó a los distintos cárteles de la droga de todo Chihuahua y México. La ciudad de Nuevo Casa Grande, cerca de las montañas de la Sierra, sirve de escenario para el trasiego de cargamentos de droga con destino a los Estados Unidos de América.
Escribí informes sobre jóvenes obligados a trabajar en los campos de marihuana y adormidera de una zona montañosa conocida como el Triángulo Dorado. Los trabajadores querían abandonar por miedo a las nuevas normas del gobierno, pero se les obligaba y amenazaba para que se quedaran. Nadie hizo nada al respecto, y su explotación pasó desapercibida.
En mes y medio documenté 14 casos de jóvenes secuestrados por el crimen organizado y llevados a esa región de difícil acceso, ubicada entre los estados de Sinaloa, Chihuahua y Durango. El 17 de septiembre terminé de documentar el caso 15, y dos días después, el número 16.
Tres años más tarde, conté mi historia en un cortometraje titulado I am number 16 (Soy el número 16). Me parecía vital contar lo que me había pasado. Viví con mucho miedo y ansiedad durante mucho tiempo. Quería denunciar no sólo los secuestros, sino la amenaza directa a nuestra libertad de expresión y de prensa.
En el cortometraje, describo cómo el 19 de septiembre de 2012, a las 11 de la mañana, un grupo de policías vestidos de soldados me detuvieron y me llevaron a su cuartel general. Una vez encerrado, me golpearon con los puños y me dieron patadas hasta que me desmayé. Me desperté con heridas por todo el cuerpo. Luego, me metieron en un camión y me llevaron a una colina sin servicio de telefonía móvil. Me golpearon de nuevo, esta vez con un látigo utilizado para golpear a los caballos. Mientras me torturaban, pensaba que morir sería más fácil. Finalmente, intentaron asfixiarme con una cuerda que me enrollaron alrededor del cuello hasta que me desmayé. No me mataron y todavía no sé por qué. Sentí más rabia que miedo y pensé en mi hijo menor mientras la culpa llenaba mi cuerpo.
Tardé años en recuperarme. Incluso ahora, momentos de ese día todavía me persiguen, y probablemente siempre lo harán. Sobreviví, pero me vi desplazado de mi ciudad natal por toda la violencia y el miedo de las empresas del narcotráfico y el Estado. Ha pasado más de una década y dos gobiernos. No soy el único. Somos más de 500 periodistas de todo tipo bajo el Servicio de Protección de Periodistas, que vivimos constantemente atemorizados.
Lo más duro es no tener ninguna fuente de ingresos ni apoyo financiero para hacer nada. En los 10 años que llevo desplazado de mi hogar, he trabajado como periodista autónomo en distintos estados. Nunca conseguí nada, porque ningún empleador se creía mi historia. Pensaban que me lo había inventado o se negaban a escuchar los detalles. Nunca encontré un trabajo fijo que me ofreciera prestaciones y fui rotando durante años.
Además del trauma emocional, sufrí graves lesiones en la columna vertebral debido a la tortura y los golpes, además de siete fisuras y cuatro hernias. Dependo de una cinta para caminar. Mi movilidad reducida hace que encontrar trabajo sea mucho más difícil, ya que ningún empleador quiere correr el riesgo añadido de contratarme. Me sentía completamente solo en el mundo, incapaz de rehacer mi vida.
Para el año 2019, mi situación mejoró poco a poco a pesar de todo, y fui contratado por un medio de comunicación en Chihuahua. Todas las mañanas cubría las conferencias legislativas y políticas del presidente Andrés Manuel López Obrador. El sueldo era decente y ocupaba mis días. Todo parecía funcionar, hasta que ocurrió mi reunión de trabajo con el presidente.
El 17 de octubre de ese año se produjeron enfrentamientos y bloqueos en Culiacán, Sinaloa, con la participación de las fuerzas corruptas del Ejército Mexicano. Los medios de comunicación lo llamaron Culiacanazo. Las noticias cubrían el encarcelamiento del hijo del narcotraficante El Chapo, Ovidio Guzmán López, y exigían su liberación a las autoridades de Estados Unidos.
Esa mañana, fui a cubrir la conferencia del Presidente y le pregunté sobre ciertos hechos y la posible liberación de Ovidio. Mis preguntas generaron mucha atención y me pusieron una diana en la espalda. Cuando emitieron la emisión en todo el país, recibí millones de menciones en las redes sociales, incluidas amenazas de muerte. El ministerio público consideró muy real una de esas amenazas.
Las autoridades accedieron a proporcionarme guardaespaldas, lo que duró dos años, y luego me los quitaron, a pesar de que las amenazas continuaron. Identifiqué a la persona que me amenazó, pero no tuve protección contra ella. El tribunal decidió suspender el juicio, no queriendo continuar con la investigación. Sigo luchando por el procesamiento, pero la corrupción es muy profunda y temo que nunca llegue a los tribunales. Ahora sigo viviendo a la fuga, aterrorizado de que en cualquier momento vengan a por mí.
Actualmente vivo en un refugio y sufro de insomnio debido a mi paranoia. La vida me parece una especie de prisión. Ya no tengo familia. Esos mismos policías secuestraron a mi mujer un año después que a mí, pero ella, por suerte, llevaba un botón antipánico como parte de las medidas de los Servicios de Protección. La localizaron y la rescataron enseguida, pero seguía arrastrando traumas por la experiencia. Desde entonces, acordamos el divorcio por su seguridad y la de mi hijo, y viven en un lugar lejos de mí.
No soy un héroe. Esto no es una película. En una situación como la mía, pierdes a todos tus seres queridos porque temen que los pongas en peligro. Lo peor es que la situación con la corrupción del país sigue igual. El presidente se niega a reconocerlo. Nunca recibí justicia, ni siquiera por el primer secuestro. Los policías que me secuestraron me advirtieron de que volverían y me matarían si presentaba una denuncia.
Lo único que puedo hacer ahora es reparar los daños causados a mi salud mental y física. Además de las medidas de protección, me retiraron la ayuda psicológica que recibía. Pronto podrían quitarme también el refugio, pues las autoridades ya no me consideran en peligro. Antes de que me secuestraran, tenía 52 años y pensaba en jubilarme y estar con mi familia. Me sentía muy viejo y cansado. Ahora, a mis 62 años, me siento más fuerte que nunca y más motivado para seguir luchando.