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La pesadilla de regresar a Venezuela

Mientras trataba de buscar estabilidad y una mejor calidad de vida para mis tres hijas, las expuse sin querer a las angustiosas condiciones en el camino.

  • 4 años ago
  • noviembre 16, 2020
13 min read
Más de 110.000 migrantes venezolanos se vieron obligados a volver a su país, según números de Migración Colombia, tras la crisis económica y social producida por la pandemia en las naciones de acogida. La historia de María Eugenia López(*), es solo una de las tantas historias de discriminación, maltrato y estigmatización por parte de gobierno de ese país que padecen los venezolanos que regresan. Su nombre fue cambiado por razones de seguridad.
Protagonista
Los nombres de la madre y sus hijos se ocultan para proteger su identidad. La familia tardó casi un mes en regresar a Venezuela desde Colombia.
Contexto
La organización no gubernamental CEPAZ denunció que los migrantes retornados sufren violencia y persecución generalizadas. De hecho, el presidente Nicolás Maduro impuso una narrativa gubernamental discriminatoria al llamar a los migrantes “bioterroristas” por el peligro de contagio y transmisión del Covid-19. Incluso se les culpó por el aumento en el número de casos positivos. Cepaz también destacó las condiciones inhumanas a las que son sometidos: muchos duermen en el suelo, hacinados, no tienen acceso a agua y comida, y quienes se quejan son humillados y golpeados. De hecho, el Fiscal General de la República, Tarek William Saab, señaló que los migrantes sufren por el “karma” por salir de Venezuela. Según la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR), la cantidad de venezolanos que abandonaron su país ha llegado a casi cinco millones. Los países latinoamericanos que acogen a más ciudadanos de esta nacionalidad son Colombia 1,3 millones, seguido de Perú, con 768.000, Chile 288.000, Ecuador 263.000, Argentina 130.000 y Brasil 168.000. La Plataforma de Coordinación para Refugiados y Migrantes de Venezuela indica que casi 2,5 millones de venezolanos obtuvieron la residencia en otro país del mundo, mientras que hay más de 800 mil casos en trámite y 145 mil solicitados de asilo.

Había salido sola hacia Colombia desde Valencia, capital del estado de Carabobo, Venezuela, en búsqueda de un mejor futuro para mi familia. Una vez llegada a Bogotá, capital del país, conseguí trabajo en una panadería y logré reunir dinero para traer a mi madre y a mis hijas. La pandemia me dejó sin empleo y nos obligó a tomar la decisión de regresar a nuestro país y ciudad de origen.

Con la llegada del Covid-19, me quedé sin ingresos y nos desalojaron del apartamento donde vivíamos en Bogotá. Después de meses de trabajo arduo, tuve que vender a precios de remate todo lo que me costó tanto esfuerzo conseguir. Apenas obtuve 200.000 pesos colombianos, menos de 300 dólares, para comprar los pasajes a Venezuela. También conseguí comida no perecedera para la travesía. Comprar esos boletos fue un riesgo grande porque el gobierno colombiano había prohibido el tránsito de migrantes dentro de su territorio.

Los pasajes que obtuve eran de autobús urbano y ofrecían llevar migrantes venezolanos hasta el departamento de Arauca, frontera con Venezuela. Normalmente, los migrantes llegan hasta Cúcuta, departamento Norte de Santander, pero el gobierno de Venezuela no les permitía la entrada a los venezolanos por esa frontera.

Partimos desde el barrio de Fontibón, en Bogotá, pero pronto el autobús comenzó a tener problemas mecánicos y se detuvo en la Autopista Sur. Nos dijeron que no podrían continuar el viaje y que nos dejarían allí. En mi desesperación por lograr la devolución del dinero, me dirigí a una estación policial cercana. Cuando los funcionarios policiales se enteraron de que transportaban migrantes, los conminaron a irse y no hicieron nada para lograr la devolución de mi dinero.

Entre los 40 viajeros, conocí a tres jóvenes venezolanos que tenían un lugar a dónde regresar, al menos para pasar la noche. Ellos se ofrecieron a compartir con nosotras la casa a donde se dirigían y me advirtieron que allí había más personas. Era eso o exponer a mi familia a dormir en la calle. Ofrecí a Dios una oración silenciosa y fui con los chicos.

Cuando llegamos al hogar, había 28 personas en dos habitaciones. No pude dormir en toda la noche cuidando a mis hijas. Al día siguiente, los jóvenes consiguieron otro autobús que partía el día después. Aproveché de pedir ayuda al papá de mis hijas y logró enviarme algo de dinero para pagar el nuevo autobús.

Una nueva esperanza

Como el transporte anterior, este me ofrecía llevarme hacía el departamento de Arauca. Al salir, de nuevo surgió otro contratiempo. En el peaje Andes, la policía detuvo a todos los autobuses que salían de Bogotá para impedir la movilización.

Permanecimos días allí, durmiendo en los autobuses y comiendo cualquier cosa. Algunas personas tenían un poco más de dinero y compraban comida para los niños.

Funcionarios de Migración Colombia llegaron acompañados del personal de la Agencia de la ONU para Refugiados (Acnur). Ellos entregaron comida y kit de aseo. También ofrecieron llevarnos a un refugio, pero yo me negué. Insistieron bastante con eso, pero yo sabía que en plena cuarentena los albergues estaban colapsados de personas.

Me uní a un grupo que exigía que abrieran el paso. También participé en cadenas de oración en la autopista. Nos tomamos de la mano y comenzamos a orar a Dios para que nos ayudara. De las decenas de autobuses que llegaron al peaje, solo quedaban cinco, incluyendo el nuestro. En total, éramos unos 200 venezolanos. Al tercer día, el gobierno colombiano otorgó el permiso a los migrantes de continuar su viaje.

Un destino al que nunca llegamos

Todos los autobuses se dirigían hacia Cúcuta, menos el nuestro. Sin embargo, nunca llegamos al departamento de Arauca. Los choferes intentaron pasar por dos poblaciones distintas, Sogamoso y Pajarillo y, en ambas, la policía impidió el paso porque la guerrilla tenía la zona tomada.

No nos dejaron bajar del autobús. Eso sí, muchos policías y militares nos entregaron agua, frutas, comida y ropa para los niños. Estoy agradecida por los colombianos que demostraron humanidad por la situación que todos atravesábamos Después de 42 horas de viaje, los choferes decidieron llegar hasta Cúcuta.

Para ese tiempo estaba frustrada y agotada. Mis hijas estaban cansadas y lloraban continuamente. La más pequeña, de 3 años, me pedía que regresáramos a “su” casa. Mi mamá resistía cuánto podía. Realmente no sé qué habría sido de mí en ese viaje sin ella. Incluso llegué a pensar que debí aceptar el refugio que nos ofrecieron en Bogotá.

Los Trocheros

Llegamos a Cúcuta a las 9 de la noche y solo allí pude bajar del autobús. Quedé asombrada cuando vi que había unas dos mil personas en el puente Simón Bolívar. Ellos esperaban desde hacía 5 días por la autorización del gobierno venezolano para cruzar la frontera y entrar al país. Continuaban llegando buses. A pesar de todo, logré darle de comer a mis hijas gracias al apoyo de Acnur.

Pronto me di cuenta que nunca cruzaríamos la frontera por la vía legal y cada vez tenía menos dinero. Al día siguiente, me levanté temprano para buscar a los “trocheros” que hay en la frontera. Los “trocheros” son hombres que guían a los migrantes a través de las “trochas”, es decir, los pasos ilegales. A las 11:00 a.m. ya había acordado un precio de 5000 pesos colombianos, 1,37 dólares, por cada una de nosotras.

El puente Simón Bolívar se encuentra perpendicular a la frontera y al río Táchira que divide ambos países. Es una zona boscosa y el río es particularmente peligroso y traicionero. Muchas personas habían perdido la vida al tratar de cruzarlo por los pasos ilegales y los puentes artesanales. Explico esto para que se comprenda la difícil y desesperada decisión que yo tomé en ese momento.

Por mi mente pasaron todas las noticias de violaciones, ahogamientos, asesinatos y otras desgracias que los medios siempre reseñaban. Pero no tenía más opciones.

Una entrada peligrosa

Los guías nos alejaron del puente y nos llevaron a un terreno baldío que colindaba con la frontera. Estos hombres pasaron nuestro equipaje hacia Venezuela a través del río que, afortunadamente, no estaba crecido. Primero pasó mi mamá, las dos niñas grandes y, por último, pasé yo con mi bebé en brazos. Empezamos a caminar por el bosque a través de angostos caminos de tierra. Oficialmente ya estábamos en Venezuela.

Llevábamos unos 15 minutos de caminata cuando alguien gritó que llegaban los “paracos” (paramilitares). Mi mamá, mis hijas y yo corrimos como pudimos. Los paramilitares venían a caballo, así que nos alcanzaron fácilmente. Nos exigieron 20.000 pesos colombianos, 5,50 dólares, por persona para dejarnos pasar. Yo no tenía esa cantidad de dinero, por lo que les di casi todo lo que tenía y la comida que traíamos de Bogotá. Nos hicieron correr y continuamos la caminata cuando perdimos de vista a los paramilitares.

Después de atravesar un pequeño puente, nos recibió la guerrilla. Aunque los “trocheros” me advirtieron que mintiera y no dijera que venía de Bogotá, decidí arriesgarme a decir la verdad. Tenía miedo de mentir y perder los nervios delante de esos hombres. Les dije que venía de Bogotá con mi familia y que ya nos habían quitado todo el dinero y la comida. No tenía más nada que darles.

En una hora que pareció una eternidad, nos mantuvieron custodiados hasta que llegó el jefe de los guerrilleros a darnos la “bienvenida” a Venezuela. Mi familia y yo estábamos muy asustadas, pero en realidad nos trataron bien. Nos dijeron que ellos nos cuidarían y le dieron agua de panela a los niños. También nos consiguieron una camioneta pick up y nos enviaron a todos a la terminal de buses en San Antonio del Táchira, la ciudad fronteriza más cercana a la frontera.

En la terminal había unas 600 personas. A mi familia y a mí, nos tomaron la temperatura y nos hicieron pruebas de Covid-19. Todos resultamos negativos. Allí pudimos darnos un muy breve baño y a las 5 de la tarde, nos llevaron el almuerzo. Era notable la diferencia entre la comida que nos dio la Acnur y la que recibimos del gobierno venezolano. Para nosotras cinco nos dieron apenas una taza de arroz blanco y dos cucharadas de pedacitos de pollo cocidos sin color ni sabor.

11 días en un refugio

A las 2:00 a.m. nos despertaron para montarnos en unos buses. Al principio, sentí alivió y pensé que por fin podría ir a mi ciudad, pero no fue así. Después de una hora y media de viaje nos llevaron a San Cristóbal, hasta la Universidad de los Andes, dónde improvisaron un refugio para los migrantes que volvían.

Allí nos recibió el alcalde de la ciudad. Él nos advirtió que llegábamos a esa hora de la madrugada porque la comunidad local rechazaba la presencia de viajeros. Todos tenían miedo del Covid-19.

Intenté descansar junto a mis hijas, pero el sueño no duraría mucho. En cuanto amaneció, los vecinos llegaron a las puertas de la universidad para gritar y lanzar piedras, lo que produjo un enfrentamiento entre migrantes y locales. Temblando de miedo, me encerré con las niñas y mi mamá en una de las aulas. Los guardias nacionales venezolanos se asustaron y nos dejaron solos en medio del conflicto.

Avanzada la mañana, logramos negociar con los vecinos y comprendieron que las autoridades nos tenían allí en contra de nuestra voluntad. La actitud de ellos cambió radicalmente. El problema es que mis hijas seguían sin comer. A las 6 de la tarde no soporté su llanto con hambre y, llena de impotencia, me acerqué a la valla de la universidad y le imploré por comida a una mujer que se encontraba a cerca. Ella volvió a los 20 minutos con seis panes rellenos de queso. En el aula en la que me encontraba, además de mis hijos había unos 8 niños más. ¿Cómo podía darle de comer a mis pequeñas y dejar con hambre a los demás? Repartí un pedacito de pan para todos los niños.

Pero los actos de generosidad continuaron: otros vecinos nos trajeron más comida. Como no había agua en la universidad, las autoridades llevaron cisternas y llenaron unos tanques. Esa era el agua que teníamos para beber y bañarnos. La misma señora que me dio los panes con queso, también me dio un balde para cargar el agua hasta el baño.

En ese refugio estuvimos 11 días y nunca nos permitieron salir. Apenas podía dormir, a veces sentía que estaba en una pesadilla. Apenas podía dormir. Era una pesadilla.

Mi hija enferma

La comida era poca y mala y mi bebé más pequeña se enfermó de diarrea. La veía perder fuerzas a medida que pasaban las horas y ninguno de los militares que estaba allí hacía nada a pesar de que les rogué por ayuda. Ni siquiera los médicos que iban a hacernos las pruebas se dignaron a atender a mi hija. Como tenía línea colombiana y en la universidad no había Wi-Fi, le rogué a los demás viajeros que me prestaran un celular con línea venezolana para llamar al papá de las niñas.

Entre los dos, logramos coordinar con viajeros que tuvieran pesos colombianos en efectivo, entonces él les depositó a esas personas y ellos me dieron el dinero. En toda la zona fronteriza ya no se utiliza el dinero venezolano.

Ya con el dinero y al borde de la desesperación, me vi obligada a recurrir a las bandas criminales que se organizaron en la universidad. Lamentablemente, entre los viajeros se encontraban personas de mala conducta. Ellos se unieron y capitalizaron la comida y enseres que los vecinos nos enviaban. Todo pasaba por sus manos y lo acaparaban, entonces uno debía comprarles a ellos lo que necesitábamos a precios exorbitantes.

Los 50.000 mil pesos que logré reunir, casi 14 dólares, se los entregué a esas personas por dos compotas, un paquete de galletas de soda y un jugo pequeño. No sé si es porque me vieron tan angustiada por la niña, pero esos mismos hombres me dieron un paquete de harina de maíz y aceite. Así le pude cocinar algo a mi hija en un fogón que instalamos en la zona externa de la universidad. Se recuperó casi completamente después de seis días, pero perdió mucho peso.

Cada noche rogaba que fuera la última. Cuando por fin llegó el último día, el alcalde llevó “pintacaritas” y perros calientes a los niños, solo para tomarse la foto con ellos. Así hacen campaña a costa de los migrantes.

En la noche antes de salir hacia nuestras ciudades, nos hicieron pruebas de Covid-19 y los resultados fueron negativos. También llegó la policía política del gobierno (Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional o Sebin). Me tomaron fotos con la cédula, así como también a los demás viajeros.

A las dos de tarde del día siguiente llegaron los autobuses que el gobierno designó para trasladarnos. El viaje, en general, dura unas 10 horas. Tardamos dos días en llegar por que los militares nos retenían hasta dos horas en cada punto de control. Prácticamente no nos permitieron bajar del autobús hasta que llegamos a nuestra ciudad. Incluso me vi obligada a taparme con sábanas para hacer mis necesidades en envases que luego lanzábamos por la ventana del bus.

Un nuevo refugio

Dos días después llegamos a Valencia, capital del estado de Carabobo. Estaba llorando con lágrimas de alegría, pero la alegría no duró demasiado. Nos llevaron hasta la Villa Olímpica de la ciudad convertida en refugio y allí me enteré de que debíamos pasar 15 días más de cuarentena en ese lugar. Las autoridades repitieron los exámenes y, de nuevo, el resultado fue negativo.

Como el personal no sabían que llegaríamos a esa hora, no tenían nada de comer para el grupo. A las 11 de la noche llegaron con un envase de carne con arroz para cada uno. Incluso, pudimos repetir comida. Por primera vez en días, mis hijas se acostaban con el estómago lleno.

Por fin nos permitieron subir a las habitaciones. Yo nunca había visto una habitación tan sucia, todo estaba lleno de polvo y de manchas. Los baños estaban inservibles. No me imaginaba viviendo 15 días más en ese estado deplorable con mis hijas. Ni siquiera nos pudimos bañar ni limpiar porque no había agua.

Al día siguiente, pedí otra llamada a mis compañeros de viaje y me comuniqué con el padre de las niñas que estaba en la ciudad para pedirle algo de comer y agua para beber, porque ya era casi mediodía y aun no nos traían comida. Él trató de localizarme para entregarme lo que le pedí, pero las autoridades no le permitieron hablar conmigo. Ni siquiera aceptaron recibir la comida de las niñas.

No tengo palabras para explicar la alegría inmensa que sentí cuando, a las 5 de la tarde ese día, las autoridades nos dijeron que recogiéramos todas nuestras maletas. Esperaban un grupo de personas contagiadas con Covid-19 que llegaban de Perú y Ecuador y no tenían espacio para recibirlas.

Hogar, dulce hogar

Como pude, guardé todo en las maletas y preparé a las niñas para irnos. Efectivamente, cuatro horas después nos organizaron por municipios y nos trasladaron en buses hasta zonas cercanas a nuestras casas. Me tocó caminar por 30 minutos para llegar a la casa de mi hermana.Es indescriptible la sensación de alivio, alegría y consuelo de saber que esa pesadilla había terminado. Lloramos todas juntas. Sabía que aun debía permanecer 15 días de cuarentena, pero al menos estaba en casa.

Me han preguntado si saldría nuevamente del país. La verdad es que no sé. Si me fuera, tendría que tener la seguridad de un trabajo estable, porque no quiero que mis hijas vuelvan a pasar por lo mismo. La situación en Venezuela es muy difícil, sí. Pero al menos aquí nadie las va a echar a la calle, porque están en su casa.

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