Mi esposo, 10 años mayor, me golpeaba con su cinturón y me echaba de la casa. Otras veces, me agarraba del pelo, me tiraba al suelo, se ponía encima de mí y me estrangulaba.
Nueva Delhi, INDIA – Tenía 15 años y acababa de aprobar mis exámenes de octavo grado cuando mi padre me ordenó que me casara con el hombre que eligió para mí.
De niña, no podía tomar mis propias decisiones. Tampoco preparada para tener un marido, ya que ni siquiera sabía lo que implicaba el matrimonio: el sexo o el parto. Sin embargo, lo soporté todo. Me robaron la oportunidad de aprender y de crecer.
Cuando me mudé a la casa de mis suegros después de la boda, me sometieron a una tortura física y mental insoportable cuando dijeron que no había pagado una dote adecuada.
Le habían pedido a mi padre 70 gramos de oro. Les pagó el equivalente en 25.000 INR (rupias indias, o $ 333 USD) más 20 gramos de oro. Eso no fue suficiente. No fui suficiente.
Para mí. estaba claro que no necesitaban una nuera. Simplemente necesitaban dinero.
Mi esposo, 10 años mayor, me golpeaba con su cinturón y me echaba de la casa. Otras veces, me agarraba del pelo, me tiraba al suelo, se ponía encima de mí y me estrangulaba.
Siempre que hablaba de separación, me amenazaba con matarme a mí y a mi único hermano, y me golpeaba aún más fuerte.
Comencé a cuestionar mi autoestima y pensé en suicidarme muchas veces. La vergüenza me abrumaba e impedía compartir lo que me estaba pasando.
Mis sollozos de cada noche nunca fueron escuchados. Cubría los moretones de mi cuerpo, pero mi rostro también tenía las marcas de la violencia, por lo que no se me permitió salir.
Era esencialmente una esclava. No tenía más remedio que tolerar el abuso todos los días. Sufría en silencio.
Ahora tengo tres hijos que nacieron producto de violaciones maritales, no del amor.
Todos los sentimientos de afecto estaban ausentes entre mi esposo y yo. A menudo, me obligaba a tener sexo. Me trataba como si fuera de su propiedad. A él no le importaba tener mi consentimiento.
Mi mundo estaba lleno de oscuridad, agonía, ansiedad, miedo e impotencia. Todo lo que podía hacer era rezar.
No encontré apoyo ni simpatía por parte de mi propia familia.
Cada vez que mi esposo me golpeaba brutalmente, se los contaba a mis padres. En lugar de apoyarme, me decían que aguantara, que siguiera viviendo con él y que tolerara el abuso. Dijeron que esto sucede en todos los hogares y que era mi deber trabajar en el matrimonio.
No podía soportarlo más. Me estaba matando. Pero no tenía adónde ir. ¿Quién alimentaría a una mujer con tres hijos?
Un día, cuando mi esposo me arrojó contra una pared, decidí irme para siempre.
Me pidió que le diera dinero a mi padre como dote adicional. Cuando no volví con él, apareció en la casa de mis padres. Me negué a ir con él, diciéndole que mi padre no tenía los medios para pagar y que regresaría cuando pudiera enviar el dinero.
Durante unos cinco meses, me quedé en casa de mis padres pero los jefes de la aldea intervinieron para ayudarnos a llegar a un compromiso. Finalmente, mi esposo prometió portarse bien; dijo todo lo que los demás querían escuchar para que yo volviera a su casa. Le creí y decidí darle otra oportunidad.
Mi esposo se convirtió en el mismo monstruo de siempre en menos de un mes. También dejó de trabajar y me obligó a hacerlo a mi.
Nunca podré olvidar esos días. Trabajé como obrera de la construcción haciendo tareas manuales agotadoras. Mis deberes incluían remover escombros de concreto, cargar material pesado de construcción en mi cabeza y ayudar a mover equipos pesados. Ampollas dolorosas florecieron en mis palmas y pies. Eso no detuvo el abuso en casa.
Un día, mi hijo se ensució los pantalones. Mi esposo me llamó al trabajo para que volviera a limpiarlo. Corrí a casa inmediatamente para cuidar a mi bebé, pero no tuve tiempo de cambiarle la ropa. Como castigo, mi esposo me sostuvo el cabello y me abofeteó hasta que me desmayé. Traté de tomar represalias, pero era demasiado fuerte. Regresé al trabajo con moretones en la cara.
Finalmente, mi familia se enteró de que trabajaba en la obra. Mi primo fue el que se enteró y me dijo que yo era una mancha para la familia por tener un trabajo de tan baja categoría. Me pidió que fuera con él, pero me negué porque a ellos sólo les preocupaba la imagen familiar, no el calvario que estaba viviendo.
No querían ayudar a una víctima de violencia doméstica, pero me ayudarían a dejar el trabajo, ya que les traía vergüenza social.
Cuando mi primo vio que era inflexible, prometió darme el respeto que me merecía. Le advertí que me llevara a casa de mis padres o me quedaría en la obra. Él acepto. Así dejé a mi marido para siempre.
Mi padre llegó al día siguiente. Fuimos a la comisaría para presentar una denuncia formal. Cuando llamaron a mi marido, me volvió a pedir compromiso. Lo rechacé. Estaba en mi límite, no me quedaban fuerzas para soportar el abuso.
Para mi horror, la señora policía me abofeteó dos veces por no estar de acuerdo con la oferta de mi marido. Ella me dijo que debía someterme a sus pedidos y que «era sólo un caso de violencia doméstica».
Me obligaron a firmar los papeles de compromiso. Pero en el momento en que salí de la comisaría, corrí hacia mi casa. Mi esposo me detuvo a mitad de camino y trató de agarrarme del cabello. Esta vez, afortunadamente, mis primos, vecinos y mi padre se apresuraron a salvarme la vida.
Se encontró frente a la multitud solo y me dejó ir. Esa fue la última vez que mis hijos o yo lo vimos. Nos separamos definitivamente en febrero de 2009.
Estaba en una encrucijada: las mujer divorciadas son un tabú en la sociedad india. Aunque quería ser independiente, mi falta de educación paralizó mis perspectivas. Por casualidad, un familiar me sugirió que me uniera a Khabar Lahariya, un colectivo de mujeres periodistas rurales.
En momentos de desesperación, todo lo que se necesita es un poco de esperanza. Mi vida mejoró después de que Khabar Lahariya me recibió con los brazos abiertos.
Inicialmente, cubrí historias de crímenes y temas relacionados con las mujeres. Enfrenté todo tipo de amenazas y acoso. Muchos intentaron sobornarme para que no revelara sus actos criminales. Pero no me detuve, no tenía nada que perder.
Empecé a trabajar como periodista para demostrar mi fortaleza. Si ganaba mi propio dinero, sabía que podía empoderarme y vivir una vida feliz. En India, las mujeres como yo, que viven con sus padres y sin suegros que las mantengan, se consideran una carga.
A la fecha, han sido 12 años de libertad y empoderamiento. Aunque terminé mi traumático matrimonio, todavía lucho contra las expectativas de la sociedad y el pensamiento obsoleto.
Cuando salgo al pueblo, recibo comentarios como «pobre mujer» y «qué mal, anda sola». Preguntan sobre mi estado civil. Algunos se compadecen de mí cuando digo que me he divorciado, otros se ofenden conmigo por haber dejado a mi marido. Me juzgan mi carácter y mi forma de vestir.
Sin embargo, lo atesoro como una victoria: he cambiado la forma en que mi familia pensaba de mí, de las mujeres en general, y de su percepción de una mujer casada y trabajadora.
Mi padre se molestó cuando me uní a Khabar Lahariya, dijo que no era necesario porque él podía mantenerme. Se enfrentó a mi madre por «malcriarme» y no me habló durante días. Pero cuando leyó mi nombre por primera vez en el periódico, cambió de opinión.
Es difícil romper las cadenas del patriarcado en la India, ya sean sus propios padres o suegros, pero demuestro todos los días que es posible.