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Hace unos años vivía en una casa grande y confortable, con un amplio jardín, muchas comodidades y cuatro comidas diarias. Ahora lo único que conservo es la ropa que llevo puesta, que me fue regalada por organizaciones y personas de gran corazón.

Una tarde, sentado en una plaza, se me acercó un chico con quien me crucé en algunos comedores solidarios. Me preguntó cómo estaba. “Muerto de hambre» le dije. No había comido nada en todo el día. Él sólo tenía tres empanadas, pero me regaló una. Que una persona que pase una necesidad así me dé de lo que tiene para comer es el acto de bondad más grande que pueda encontrar.

  • 1 año ago
  • noviembre 5, 2023
14 min read
Representative image of an unhoused person sleeping on the street. | Photo courtesy of Jon Tyson on Unsplash Representative image of an unhoused person sleeping on the street. | Photo courtesy of Jon Tyson on Unsplash
PROTAGONISTA
Alejandro Heredia, de 53 años, es natural de Córdoba y se crió en Buenos Aires. Licenciado en Ciencias Ambientales, cuenta con una amplia experiencia en el sector privado, con cargos en los sectores del petróleo, las finanzas y el turismo. Su carrera ha sido geográficamente diversa, con una importante experiencia trabajando en el extranjero. Desde 2019, Alejandro se ha enfrentado a períodos de falta de vivienda entrelazados con fases de estabilidad financiera, mostrando una notable resiliencia a lo largo de su desafiante viaje.
CONTEXTO
Argentina se enfrenta a una crisis cada vez más profunda, con un 40,1 por ciento de la población de las principales zonas urbanas empobrecida, según datos del Indec para principios de 2023. La economía se enfrenta a un descenso previsto del PIB del 2% y a una inflación galopante del 124,4% anual, con una pobreza que afecta a 11,8 millones de argentinos en zonas urbanas. La ONG Corazón Azul responde activamente a estos retos proporcionando ayuda a los necesitados a través de donaciones y eventos.Para más detalles, visita la cobertura de France 24, el reporte del Indec y el Instagram de Corazón Azul aquí.

MORÓN, Argentina – En un vagón de tren, a oscuras y en soledad, acomodo mi cuerpo intentando encontrar una posición para dormir. El piso y los asientos son fríos y rígidos, pero al menos hay un techo sobre mi cabeza. Aunque mi estómago está lejos de la saciedad, me consuelo pensando en que al menos durante el día conseguí comer algo. La vida en la calle se construye día a día, y uno nunca sabe qué va a encontrar.

Siento que Argentina vive en una crisis económica permanente, que se deteriora año a año. Mi propia vida es un reflejo de ese declive. Hace unos años vivía en una casa grande y confortable, con un amplio jardín, muchas comodidades y cuatro comidas diarias. Ahora lo único que conservo es la ropa que llevo puesta, que me fue regalada por organizaciones y personas de gran corazón. Es todo lo que me queda.

Lee más artículos sobre la inflación en Argentina en Orato World Media

La educación y la cultura, aún en medio de nuestras carencias, era un pilar fundamental.

Tenía cuatro años cuando llegamos desde Córdoba a Buenos Aires junto a mi mamá y mis seis hermanos. A fines de los setenta, eran épocas turbulentas en lo político, y nosotros lo sufrimos mucho en lo económico. Mi mamá, policía retirada y profesora de teoría y solfeo de piano, hacía malabares, con tres trabajos, para mantenernos. Mi papá una tarde salió, dijo que volvería enseguida, y no volvimos a verlo.

Llevábamos una vida muy sencilla, pero no nos enfrentábamos a la falta de vivienda. Durante años no tuvimos energía eléctrica ni gas. Con madera, hacíamos fuego dentro del departamento para calentar una olla con guiso o el agua para el mate cocido. Mi mamá se las ingeniaba para que en la mesa cada día hubiera algo para comer, aunque sólo fuera pan. Yo veía ese esfuerzo, me dolía su cansancio, y sentía que debía hacer algo para ayudar.

A los siete años, salía de la escuela al mediodía y por las tardes caminaba las calles de la ciudad vendiendo huevos, lapiceras, o lo que fuera. Era mi manera de aportar en casa. Pero mi mamá, cada vez, me decía que la prioridad absoluta debía ser el estudio. Había, para nosotros, un futuro posible si nos formábamos. La educación y la cultura, aún en medio de nuestras carencias, era un pilar fundamental.

Mis días comenzaban con la voz suave y dulce de mamá entonando alguno de los conciertos de Las cuatro estaciones, de Antonio Vivaldi. La música era parte de nuestra cotidianeidad, y conocí las obras de Bach, Chopin y Schubert, entre otros. Con la luz de una vela, devoraba también un libro atrás de otro, desde que mamá me ofreció ese universo con historias de aventuras. Dostoievsky, Tolstoi, Herman Hesse y Edgar Allan Poe. Acompañaron largas jornadas y me abrieron la cabeza.

Después de alcanzar todos mis sueños, el peso cayó en picada.

Con el estudio y el trabajo, mi historia cambió. Comencé a trabajar para grandes empresas, fui supervisor y gerente regional. Me encantaba ver el progreso representado en una vida más sencilla y en darle a mi madre cosas que no pudo tener en su juventud. La llevé de vacaciones a la playa, y la observaba disfrutar del viento en su cara, de la arena en sus pies y el sonido acompasado de las olas rompiendo.

Me llenaba de satisfacción brindarle posibilidades, devolverle un poco del amor con el que me crió. Su muerte me devastó. Fue como si me arrancaran el corazón. El impacto se sintió tan fuerte que necesité alejarme de Argentina, y durante varios años continué mi vida en el exterior. En México, Panamá, Honduras y España, conseguí sanar mi alma y profundizar mi desarrollo personal. Conseguí buenos empleos, alcancé grandes ingresos y, en determinado momento, decidí que era hora de volver a mi país.

Con mis ahorros, compré una casa grande en una zona residencial. Era como vivir un sueño. Había alcanzado todo aquello que deseaba cuando era chico. El hambre, el frío, y la incertidumbre eran sólo un recuerdo. Pero, de un momento a otro, fue como si ingresara en una espiral descendente, una pendiente con un declive leve, pero continuo, que a cada instante le quitaba a mi vida una capa de solvencia. El precio del dólar es una preocupación constante en Argentina, y a partir de 2017 su cotización creció de forma imparable, afectando los costos de los insumos, los precios de los alimentos y todo lo demás.

En el lapso entre el momento en que presupuestaba un trabajo y su realización, el peso, la moneda local, se devaluaba. En ocasiones, trabajaba simplemente para cubrir los costos. A veces, directamente perdía dinero. Era desesperante ver cómo la empresa se convertía más en una carga que en una solución. Abrumado por las deudas, tuve que cerrarla.

La crisis económica y un incendio en mi casa me dejaron sin nada

Mis hijos ya eran grandes y la relación con mi pareja había terminado, así que les dejé la casa y alquilé otra. Sin embargo, cuando perdí la red de seguridad que tanto me había costado construir, hasta el alquiler se convirtió en un lujo. Ya no fui capaz de pagar el alquiler de la casa donde vivía, y me mudé a una más pequeña, alejada de la ciudad. Mi vida cotidiana se trastornó al ritmo de la economía.

A fines de 2019, quedé en la calle. Una tarde llegué a mi casa y no podía creer lo que tenía ante mis ojos: mi casa, por un problema eléctrico, se había incendiado. Sólo quedaban despojos de mis posesiones. Lo perdí todo. Con una mochila y un poco de carga en la tarjeta que uso para el transporte público, por primera vez experimenté lo que significa encontrarse en situación de calle. Es un sentimiento terrible, de abandono. No sabía qué hacer ni dónde ir. A mi alrededor, el mundo lucía normal, los autos iban y venían, la gente continuaba con sus tareas, pero mi vida había caído en un pozo y no entendía cómo recuperarla.

Voluntarios de una ONG local reparten café en el parque. | Foto cortesía de Gentileza Corazón Azul

Como si fuera un niño solitario, busqué seguridad en la guardia de un hospital cercano. En sus butacas pasé las noches de los dos siguientes meses. Era como un santuario en un mundo oscuro. En medio de las nubes negras que oscurecían mi mente, vino a mí el recuerdo de mi madre. Ella me inculcó, entre muchas otras cosas, que había que aceptar cada situación en la que uno se encuentre. “Cuando aceptás tu situación, podés avanzar”, me decía. “Si te quedás pensando en porqué te pasa a vos, retrocedés”. En la calle, la información sobre lugares para dormir o comer circula de forma fluida. Aprendí a elaborar estrategias para sortear mis dificultades, y conseguí ingresar a un parador nocturno, donde ingresaba por las tardes y me quedaba hasta las ocho de la mañana del día siguiente. El resto del día, distribuía mi curriculum vitae por todas partes, con la esperanza de conseguir un trabajo que me permitiera remontar mi situación. Estaba decidido a recuperar mi vida.

En plena pandemia, a pesar de las restricciones de circulación, conseguí un empleo. Pude resurgir y sacar la cabeza nuevamente. Volví a alquilar un departamento y a vivir por mi propia cuenta. Creí que la calle sería sólo un mal recuerdo, una experiencia que me dejaría enseñanzas y que ya no volvería a vivir. Pero la estabilidad, en Argentina, nunca está asegurada.

Siento que todos podemos caernos del sistema en cualquier momento.

Haberlo perdido todo dejó marcas indelebles en mí. La conciencia de que debía estar atento a mi situación me llevó a ser cuidadoso con cada uno de mis gastos, y a darle prioridad al trabajo por sobre cualquier otro asunto. Me alejé de mis hijos, a quienes no quise molestar en mis peores momentos. Ellos viven en otra ciudad, tienen su vida resuelta, y no quise convertirme en una carga. En diciembre de 2022, todo marchaba relativamente bien. En Argentina la inflación continuaba su escalada a toda velocidad, pero mis ingresos aumentaban a la par y conseguía cubrir mis costos de vida. Hasta que tuve un accidente en el trabajo y quedé un tiempo inhabilitado. A pesar de que seguí percibiendo mi sueldo, ya no contaba con los extras por presentismo y productividad.

Con intranquilidad, mes a mes observaba cómo mis ingresos quedaban desfasados respecto a los gastos, y comencé a atrasarme en el pago del alquiler. Me forcé a reintegrarme al trabajo, pero no alcanzó. El 21 de marzo de 2023 trabajé normalmente y, al salir, recibí el llamado de mi jefe. Al escuchar las palabras “Alejandro, estás despedido”, me temblaron las piernas. Al mismo tiempo, una foto del telegrama de despedido me llegaba por whatsapp. A partir de ahí, todo se aceleró. Busqué trabajo desesperadamente durante días y, una noche, aquella etapa de mi vida terminó. Mientras avanzaba hacia mi casa, observé a lo lejos algo extraño en la puerta. Al acercarme, me encontré con que una cadena y un candado me impedían la entrada. Todas mis cosas quedaron adentro. Se me vino el mundo abajo, y volvieron a rodearme todos los fantasmas que se habían disipado. Ya tengo 53 años, y una arritmia como consecuencia del covid que contraje hace unos años. Supe plenamente que las posibilidades de resurgir se reducían al mínimo.

De noche, sin casa ni trabajo, en medio de un barrio peligroso, nuevamente atiné a refugiarme en la guardia de un hospital. Al día siguiente, busqué ingresar al parador que me había salvado la vez anterior. Pero ahora éramos muchas personas más que antes en situación de calle, los paradores ya no tenían disponibilidad y los trámites para ingresar se hicieron más largos y engorrosos. La pobreza barrió con millones de personas, como un tsunami, y me arrastró también a mí. Me quedé en la calle. En situaciones así, mi corazón, ya defectuoso, se acelera a un punto en el que temo por mi vida. Las pulsaciones aumentan y tengo que buscar la manera de relajarme para estabilizarlas. Al mismo tiempo, me abrumaba la incógnita de cómo haría para comprar mi medicación y la comida de cada día. Al estar en la calle y recorrerla desesperadamente, en busca de soluciones, uno realmente mira la realidad.

Hacer cola para comer se convierte en mi trabajo

Aquellas personas que eran invisibles de repente adquieren entidad. Yo soy ahora una de ellas. Descubrí que hay un circuito amplio de solidaridad, el único amparo que nos queda a los sin casa. En un local de comidas rápidas, hay familias que pasan el día entero, resguardándose de la intemperie. Los empleados del lugar, compasivos, de tanto en tanto regalan un café o una comida. La primera vez que se acercaron a mí con una hamburguesa, al ver el hambre con el que comía un pequeño pedazo de pan, tuve que esforzarme por contener las lágrimas.

Los voluntarios llevan comida y bebida a los hombres, mujeres y niños afectados por la crisis económica argentina. | Foto cortesía de Gentileza Corazón Azul

Con el tiempo, desarrollé un esquema organizado para poder comer. De lunes a viernes, voy a un lugar donde ofrecen desayuno y almuerzo. Los sábados, me dirijo a otra localidad para obtener una merienda que como a medias, para guardarme algo para la cena. Los domingos, lo mismo, en otro distrito.

Me muevo permanentemente y, aunque casi nunca consigo saciar mi hambre por completo, todos los días puedo comer al menos algo. Buscar trabajo cuesta. No tengo impresora, ni acceso a internet, ni ropa elegante, pero me las arreglo para armar un curriculum vitae. Lo dejo sin demasiadas esperanzas: observando los tachos de basura en las calles, veo cientos de curriculums que fueron arrojados sin siquiera ser leídos. El mío, seguramente, corre la misma suerte la mayoría de las veces.

Siento más compasión de los compañeros de la calle que de mi gobierno

Una tarde, sentado en una plaza, se me acercó un chico con quien me crucé en algunos comedores solidarios. Me preguntó cómo estaba. “Muerto de hambre» le dije. No había comido nada en todo el día. Él sólo tenía tres empanadas, pero me regaló una. Que una persona que pase una necesidad así me dé de lo que tiene para comer es el acto de bondad más grande que pueda encontrar.

He sentido más bondad y gentileza por parte de chicos que están en situación de calle, con necesidades iguales o peores que la mía, que por parte del propio Estado. La gente de la calle comparte lo poco que tiene. Ese mismo chico me habló de Corazón azul, una organización no gubernamental que los sábados ofrece comida a personas como yo. Ellos también me ayudan con la compra de mis medicamentos.

Y me dan un hombro donde apoyarme, un oído para ser escuchado. | Foto cortesía de Gentileza Corazón Azul

Este grupo ofrecía algo más que sustento: una presencia de apoyo y un oído atento. Seis meses después de haber sido despedido de mi trabajo, pude obtener un seguro de desempleo. En estos momentos es de menos de 7 dólares, pero me alcanza para alquilar una habitación con baño en una pensión. Volver a dormir en una cama y tener acceso a un baño privado se sienten como grandes lujos en este momento de mi vida.

A veces percibo el desagrado con el que la gente mira a las personas que vivimos en la calle. Mientras hago la fila para obtener comida, escucho comentarios hirientes, sugiriendo que somos vagos que no queremos trabajar. Ni se sientan a preguntar qué es lo que nos está pasando. Es doloroso, pero intento no prestar atención. Prefiero enfocarme en la gente que me tiende una mano, al resto no le doy importancia. El resto lo descarto. Su juicio no tiene ningún valor para mí.

Rendirse no es una opción: «Encuentro razones para estar agradecido»

Actualmente vivo en el presente, sin poder proyectarme hacia el futuro. No sé lo que me deparará cada día. Aún así, mi vida no le pertenece a nadie, es solamente mía y siento que puedo decidir sobre ella. Mi vida va a ser lo que yo quiera que sea o lo que haga con ella. Mi mamá me dijo que mientras tenga dos brazos y dos piernas, y un cerebro, puedo trabajar, y eso es lo que voy a hacer. Rendirme no es una opción.

Sé que la situación está muy mal. Siento que hace 40 años que los gobernantes sólo quieren tener el poder, pero la situación se va deteriorando para todos. Veo a una familia con chicos dormir en un colchón en medio de la calle y siento furia de que el Estado no haga nada para cambiar eso. No puede seguir sucediendo.

No pienso “¿por qué a mí?”, porque hay casi diez millones de personas igual que yo hoy en Argentina. He visto chicos a los que les falta un brazo, una pierna, y grupos familiares completos deambulando por ahí. Una noche me crucé a una persona que se puso a llorar diciéndome que le duelen los huesos de dormir en la calle. Después, escucho a la clase política y entiendo a quienes quieren romper todo.

A pesar de todo, tengo razones para estar agradecido. Agradezco poder levantarme todos los días y ver el sol. Estar con gente, charlar, saber que todavía puedo caminar, puedo andar, que tengo salud. Hoy tengo un techo, y hace un mes no lo tenía. Por lo menos siento que Diosito no se está olvidando de mí. Me levanto a la mañana con una sonrisa y me acuesto con una sonrisa, haya comido o no. Es la mejor forma de alimentar la cabeza.

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