Mi escenario ideal, cuando muera, sería estar junto a mis amigos más cercanos, Laura (la hija de mi marido) y mi nieta, escuchando bossa nova, como hacíamos con Hugo.[when I die] Pero va a ser imposible… No obstante, sigo buscando opciones para morir aquí, y luchando para que salga una ley que permita hacerlo de forma más accesible para quien lo desee.
BUENOS AIRES, Argentina — Estoy prisionera de mi propio cuerpo. Mi cerebro funciona, pero está atrapado. Tengo esclerosis lateral amiotrófica (ELA) desde hace cinco años..
Mi muerte inminente se acerca y, si no hago algo antes, va a ser una experiencia horrible. El dolor físico no es insoportable, pero el dolor psíquico que tengo es trágico. Noto en mi cuerpo el avance de la enfermedad día a día. A veces, minuto a minuto. Tengo una vida indigna. Por eso, quiero la eutanasia.
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Hasta mis sesenta y cinco años tuve una vida plena, saludable. Andaba mucho en bicicleta, viajaba y nadaba con mucho entusiasmo Un día, durante una clase de aquagym, comencé a sentir un acartonamiento en la planta de los pies. Fue la primera señal que me dio el cuerpo.
Al poco tiempo, mi equilibrio comenzó a fallar. Me caí treinta y tres veces hacia atrás, sin motivo alguno, en un año. Un día estaba lavándome las manos y, unos segundos después, estaba tirada en la bañera, por haberme caído hacia atrás. Sentía que ya no tenía control sobre mis propios movimientos. Eso me aterró, y tuve los peores pensamientos posibles.
Busqué ayuda, consulté a varios traumatólogos, pero ninguno daba pie con bola. Yo me di cuenta de que había algo raro. Con mi experiencia como antropóloga y en la ciencia, comencé a investigar por mi cuenta.
Leí papers relevantes sobre ELA en revistas científicas nacionales e internacionales. A medida que profundizaba, noté que sumaba cada vez más síntomas entre los 10 típicamente asociados a la enfermedad. Tuve una mezcla de angustia y asombro. Estaba perdiendo el control de mi propio cuerpo y no había nada que pudiera hacer.
Nunca antes en mi vida estuve enferma. Ni estuve confinada a una cama de hospital. Mi marido, Hugo, se ponía nervioso al ver que me quedaba hasta la madrugada leyendo papers. Él se sentía mal, trataba de preservarme de esa tarea que creía angustiosa. Para mí no lo era, yo tenía avidez por saber qué me ocurría.
Todos los casos documentados con ELA terminaron implacablemente en muerte. No hay algún porcentaje de enfermos que se salven. Sé que no voy a ser la excepción. Al comprender esta realidad, sólo pude preguntarme “¿Por qué me pasó a mí?”. Por desgracia, es algo que no tiene respuesta.
Vengo de una familia muy atea. Yo también lo soy. Dentro de mi sistema de creencias, incorporé la vertiente evolutiva a través de la antropología, así que no me asusta la muerte. Sí me asusta el dolor. My psychological pain feels overwhelming. Mi dolor psíquico es abrumador. Dependo de otros para absolutamente todo.
Mi propio padre, que fue médico, sufrió lentamente al Alzheimer a partir de sus 65 años. Vivió así diez años. Habló con colegas suyos para que, cuando llegara a un estadío terminal, lo sedaran. Mi mamá y yo lo supimos y estuvimos de acuerdo. Él ya estaba con problemas renales, vesicales, y muy ausente de todo. Murió en su habitación.
Mamá y yo nos acostamos con él, una a cada lado. Él estaba muy agitado, hasta que sus amigos lo sedaron. Entonces, comenzó a aliviarse y murió plácidamente. Nunca, desde 1993, tuve ningún remordimiento. Fue lo que él quiso y necesitó, y siento que fue lo correcto.
Actualmente tengo siete cuidadoras. En mi confinamiento hogareño hay, permanentemente, al menos dos personas a mi lado. Me asisten para higienizarme, me acompañan al baño. Las cuidadoras me sostienen los libros que leo, me cocinan, y atienden casi todos los aspectos de mi vida diaria.
A pesar de mis limitaciones físicas, yo sigo trabajando, investigando, y uso mucha bibliografía. Sé dónde está cada libro de mi biblioteca, pero me angustia ser dependiente para buscarlos. Me cuesta verbalizar la posición. Y me supera la situación. Tengo mucha bronca interna por no poder ser autosuficiente.
Con el tiempo, fui desarrollando una economía en el habla, porque me demanda mucho esfuerzo. Prefiero guardarme las palabras, pensando en la sabiduría de los anacoretas de no hablar sólo por hablar. Ya no me involucro en esa cosa dinámica de la conversación con otras personas. Eso a veces es percibido como una incapacidad de hablar.
A pesar de todo, conservo las ganas de hacer cosas. El instinto del eros, creo, se mantiene hasta los últimos momentos. Pero, cuando veo la imposibilidad de realización, la frustración es muy grande. Muchas veces, es abrumadora. Esta enfermedad es un proceso de momificación, se marchitan gradualmente las células que impulsan las neuronas, que impulsan la actividad motora no cognitiva.
El simple acto de levantarme de la cama, con la ayuda de dos personas, me toma unas tres horas. Yo sola no puedo ni girar en la cama. Con masajes y ejercicios kinesiológicos, logran girarme y levantarme.
Mis síntomas comenzaron en 2018, y fui diagnosticada en 2020. Pero creo que mi vida terminó en 2021, cuando murió Hugo, mi marido. Fue como recibir dos bombas atómicas sobre mi cuerpo. Él me daba un sentido para vivir. En ese momento, la enfermedad no estaba tan avanzada, y me sentía más independiente. Con él en mi vida había juego, apoyo, compañerismo y amor. Su partida me rompió el corazón.
Mi única familia es la hija de Hugo, Laura, y su hija, que me visitan a veces. Pensé en ir a Suiza, donde la eutanasia es legal. Pero no me gusta la idea de morir en otro país, lejos de la gente que me quiere y que yo quiero. Mi escenario ideal, en estas condiciones, sería junto a mis amigos más cercanos, Laura y mi nieta, escuchando bossa nova, como hacíamos con Hugo. Pero va a ser imposible.
Hace unos meses, cuando pude haber sido sedada, los médicos solicitaron la presencia de un familiar. Laura no quiso participar, porque lo considera un delito. No quiere involucrarse en algo así en Argentina. Pienso que está en su derecho, son sus principios.
No obstante, sigo buscando opciones para morir aquí, y luchando para que salga una ley que permita hacerlo de forma más accesible para quien lo desee. No me queda mucho tiempo. El tiempo no está de mi lado, lamentablemente. Mi enfermedad continúa avanzando a un ritmo lento, pero implacable.