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Después de enseñar durante años en una gran ciudad, una maestra isleña cruza un río a pie, en autobús y en barco todos los días.

En cuanto llegué a la isla, tomé aire y noté que lo más se percibe allí es paz y tranquilidad. Las puertas de las casas están entreabiertas, sin llaves ni candados. Nadie teme que otra persona entre a robar. Tampoco hay calles, ni autos. Ante la ausencia de esos peligros, los chicos corren por todas partes, juegan sin temor. Eso es muy diferente a lo que pasa en Rosario, la ciudad donde vivo.

  • 4 semanas ago
  • agosto 20, 2024
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notas del periodista
Protagonista
Fabiana Rodríguez, de 55 años, es de Rosario, provincia de Santa Fe (Argentina). Es madre de dos hijos de 25 y 32 años. Con un fuerte compromiso con la educación, Fabiana ejerce como profesora y directora de escuela, aportando años de experiencia y liderazgo a su función.
Contexto
La Escuela Nº 1139 «Marcos Sastre» está ubicada en la Isla del Espinillo y ostenta la distinción de ser la única escuela de la provincia de Santa Fe situada en el delta. Las otras escuelas de la región, como las conocidas El Charigüé y Embudo, pertenecen a la provincia de Entre Ríos. Estas instituciones funcionan como escuelas secundarias donde muchos egresados de Marcos Sastre continúan su educación. Marcos Sastre es más que una escuela, es una comunidad unida que funciona como una familia.

EL ESPINILLO, Argentina – Cada día, para llegar a mi trabajo como directora y maestra de escuela, camino un par de cuadras a la madrugada, me subo a un colectivo, y después manejo la lancha que me compré especialmente para esto. Cruzo el río Paraná todas las mañanas para llegar a la isla El Espinillo, donde está mi escuela. Es un desafío profesional y personal muy grande y gratificante. La escuela no es solamente eso, sino que también es prácticamente el único vínculo con el Estado que tiene la comunidad isleña. Nunca imaginé que viviría una experiencia de este tipo, que me vincularía con espacios que antes me eran completamente ajenos. Pero aquí estoy, muy contenta por lo que me toca vivir.

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Aventurarse en lo desconocido: Un nuevo capítulo como docente en una isla

En 2019 acompañé a una amiga, que se presentaba a una posibilidad de acceder a un cargo directivo en una escuela. Yo trabajaba en una escuela de periferia y no tenía, hasta ese momento, intenciones de postularme a un cargo. Pero cuando llegué ahí, vi que tenía la oportunidad de tomar el puesto de directora en una escuela de isla, donde no sabía ni cómo se llegaba. Sentí, de repente, que era el momento de hacer un cambio en mi vida. Fue una locura, porque no evalué realmente nada, pero me lancé.

Salí de ahí y llamé a mi pareja para preguntarle, en broma, cómo estaban sus finanzas, porque a partir de ahora debía cruzar hacia la isla todos los días. Él no entendía de qué le hablaba. Lo mío fue un impulso, no hubo ningún plan. Corté el llamado y me comuniqué con una supervisora, para preguntar cómo se cruzaba.

A principios de 2020, en febrero, fui por primera vez a la escuela. Tuve que ir hasta la guardería del club Rosario Central, donde el portero de la escuela guardaba su bote. Me subí con cuidado, mientras se mecía en el agua. Era un día soleado, el río estaba crecido, pero calmo. Hacía calor. Se me acumulaban las emociones, sentía que en ese momento estaba haciendo un viaje trascendental para mi vida. Estaba muy emocionada. El trayecto sólo demora unos doce minutos, pero en ese sencillo viaje, dejé de ser una maestra de ciudad para convertirme en una maestra de isla.

La isla me pareció muy lejana y ajena, pero al mismo tiempo la sentí cercana a mí. Había una conexión que empezaba a establecerse. Aunque no sabía todavía todo lo que aquello significaba, sí me daba cuenta de que era un paso importante. Con el tiempo descubrí que es un cargo multifacético: soy maestra, directora, a veces portera, incluso en ocasiones ocupé el rol de cocinera.

De la ciudad a la isla: libertad y confianza

En cuanto llegué a la isla, tomé aire y noté que lo más se percibe allí es paz y tranquilidad. Las puertas de las casas están entreabiertas, sin llaves ni candados. Nadie teme que otra persona entre a robar. Tampoco hay calles, ni autos. Ante la ausencia de esos peligros, los chicos corren por todas partes, juegan sin temor. Eso es muy diferente a lo que pasa en Rosario, la ciudad donde vivo.

El lunes siguiente a mi llegada, vi la dinámica de la escuela, con los chicos allí, por primera vez. La ceremonia de izado de la bandera argentina es muy emocionante. Somos muy poquitos alrededor del mástil, observando cómo la bandera se eleva, y percibo en sus miradas la importancia que para ellos tiene ese momento. Es como si se conectaran con algo más, como si sintieran orgullo de pertenecer a algo que excede a su isla.

En el patio de la escuela, se la pasaban jugando, como en los caminitos de la isla. En la tierra, juegan agachados a las bolitas, las golpean unas con otras con gran destreza. También saltan a la rayuela, porque hay varias pintadas en el suelo del lugar. Al verlos, inevitablemente viajo en el tiempo hacia mi propia infancia, cuando vivíamos un poco más tranquilos que ahora en la ciudad.

En Rosario ahora tenemos mucho miedo, muchos cuidados. Uno no se da cuenta de que vive con esa tensión hasta que está en un lugar como la isla, donde todo aquello desaparece. A veces me detengo en el patio y observo hacia el río. De fondo, la ciudad se levanta, imponente, pero inofensiva a la distancia. El canto de los pájaros es la banda sonora de este ensueño que te envuelve. Disfrutar de esa calma es invaluable.

Cada madrugada, salgo de casa mientras está oscuro. Cargada de bolsos, con mi computadora en una mochila, camino apurada las cuadras que me separan de la avenida en la que tomo el colectivo. El miedo me acelera y me tensa, me penetra y me agobia, hasta que consigo llegar al bote. Antes, cada día me cruzaba el portero de la escuela, en su canoa precaria y chiquita, a la que deseaba poder detener un tiempo para hacerle arreglos. Con él manejando, yo podía relajarme mirando el río, sin tener la responsabilidad de conducir. Nos hicimos muy amigos

Travesías diarias por el río: transporte de profesores y suministros por mi cuenta

Tiempo después, enfermó del corazón. En febrero de 2022, falleció. Yo no sabía qué hacer, pero de alguna manera teníamos que seguir. Unos padres consiguieron un bote, y yo les pagaba el combustible a cambio de que me cruzaran todas las mañanas. Un día, una vecina de la isla me contó que su hijo tenía una embarcación que no utilizaba. Fui a verla y, como cuando asumí el cargo, no lo pensé demasiado. Teníamos una necesidad y ahí estaba la solución, no me detuve en pensar que no me correspondía a mí comprarla, sino que el Estado debía brindarme un modo de llegar hasta mi lugar de trabajo. A esa altura, la escuela era mucho más que eso para mí.

Volví a la ciudad y hablé con mi marido para que, entre los dos, compráramos un motor nuevo para esa canoa. Otra vez fui puro arrojo, porque tuve que aprender a manejar una embarcación. Hice los primeros viajes con miedo, tratando de descifrar al viento y al agua, para dominarlos o, al menos, no enfrentarme a ellos en una lucha desigual. Hoy cruzo de un margen del río al otro unas ocho veces, ida y vuelta, para llevar a otras maestras, a proveedores, o por lo que fuera.

Jamás hubiese pensado hacer todo lo que hice y hago. Antes no era muy cercana al río, no era un lugar que me atrajera tanto. Hoy, en cambio, estoy ahí y me encanta el lugar donde estoy, me encanta lo que elegí. Pienso “Qué bueno que ese día tuve la valentía para aventurarme”. Quizás, desde algún otro lugar pasó algo que me condujo aquí. Creo mucho en las energías del universo, y pienso que fueron las que me trajeron a este lugar. El río pasó a ser protagonista de mi vida.

Descargo de responsabilidad de traducción

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