La primera vez que entré en la cueva, no se veía nada. Mantuve los brazos extendidos para sentir las paredes y las texturas. Mis sentidos estallaron. Ese mismo día, improvisé una puerta. A pesar de sus deficiencias, sentí cómo las olas me acunaban.
Punta Ballena, Uruguay – A los 55 años decidí irme a vivir a una cueva a orillas del Río de La Plata. Por ser artista plástica pude remodelarla y camuflarla entre las rocas; de hecho de afuera no se nota que es una casa y hoy forma parte de la estructura natural de la playa como patrimonio cultural de Uruguay, estamos hablando de Casa Escultura.
Hace 16 años mi mamá decidió vender la casa familiar que usábamos para veranear en Uruguay. La casa la habíamos comprado cuando yo era muy chica en un remate, o sea que toda la vida pasé en ese balcón que me llenaba el alma. La vista que tenía esa casa, me daba una razón para estar viva y a los 55 años, me estaban avisando que esa casa se iba a vender, que no iba a tener más ese refugio.
Pensaba que ese lugar estaba perdido para mí, no iba a poder volver a Punta Ballena porque mi situación económica en ese momento no era muy buena y sabía que no iba a regresar; pero como cada una de las situaciones difíciles o de desgracia, se cierra una puerta pero se abre una ventana: apareció la cueva en mi vida.
El día de la firma de la venta de la casa de mi mamá, me fui a orillas del Río a llorar y despedirme de ese acuñador abrazo que el Río me daba por última vez. En ese momento un pescador que me conocía de chica, me apoyó la mano en el hombro, y me preguntó qué me pasaba.
Entre lágrimas y sollozos, le dije: ‘No vengo más a este lugar, este sol, esta puesta…yo cierro los ojos y es lo que necesito cada vez que tengo una dificultad. La luz de mi vida’. Me miró, y sin mucho preámbulo me dijo que me vendía su cueva de pescador.
Me miró, y sin mucho preámbulo me dijo que me vendía su cueva de pescador. Y así fue, compré la cueva como quién compra el Obelisco de Argentina.
La primera vez que entré no se veía nada, no había luz, no había instalación de agua, ni de gas, no había puerta. Cuando ingresé, lo hice con los brazos extendidos porque no tenía idea de las proporciones del lugar, pero el resto de los sentidos se maximizaron.
El frío se sentía más intenso, los sonidos eran más agudos, los olores más fuertes y el tacto era más detallista; así que las dimensiones del espacio las fui calculando con las manos y pasos largos para no chocarme con nada, mientras mi cuerpo vivía una experiencia única.
Ese mismo día improvisé una puerta con una reja que había desechado una amiga, y un nailon para evitar que entre tanto viento. A pesar de las falencias, los primeros días sentí cómo las olas me acunaban y si bien, estaba desprovista de todo, fue maravilloso levantarme y tener esa vista que tan feliz me hacía.
Poco a poco, con cosas que mis amigos tiraban, porque hacían remodelaciones en sus casas, fui armando mi lugar. Eran muchas las consideraciones que tenía que tener en cuenta, por ejemplo que el río no oxidara todo el material, que no quería interrumpir la estructura real de la cueva, que las olas cuando rompieran contra las rocas no afectaran la construcción; mi ingenio tuvo que expandir sus horizontes y crear nuevas formas de adaptar el espacio sin alterar el orden natural.
Tuve el margen de un mes para poder hacer todos los arreglos sin necesariamente tener que dormir todas las noches ahí, porque la casa de mi mamá todavía no se había entregado. De a poco fuimos haciendo que la cueva se pareciera a un hogar.
Un día nos pasó que estábamos con Ricardo Mylberg, mi compañero, sentados en la cocina y empezamos a ver cómo el agua entraba por debajo de la puerta, sentí que podía quedarme atrapada, prisionera contra la pared. Entonces nos fuimos a la parte de arriba a pasar la noche. Al otro día nos dimos cuenta que las entradas a la planta baja estaban trabadas con rocas.
Hemos visto tormentas gigantescas, el cielo de golpe con fuegos artificiales con rayos que dibujaban cerebros; es realmente majestuoso tener el privilegio de vivenciar tamaña demostración de inmensidad. Así un día, el río me regaló el objeto más importante de toda la casa, que es una piedra con forma de corazón, que hoy acompaña la estructura original y me recuerda lo maravilloso de la naturaleza.
A los 9 años de estar viviendo en la cueva, nos llegó un cedulón de la intendencia pero teníamos un papel por los ‘derechos posesorios’ que firmamos el día que compramos la casa a 1.000 dólares, que daba garantías de que era en buena fe y que no queríamos quedarnos en propiedad, sólo queríamos poder disfrutarla. Ese ínfimo papel, hizo que la justicia dictamine, que la propiedad era de la intendencia, pero nosotros podíamos cuidarla y disfrutarla, en ‘comodato’.
El juicio duró diez años, pero actualmente aportamos a la cultura de Uruguay con talleres de arte, exposiciones de fotografía, pintura y escultura y recorridos por la casa para que la gente pueda disfrutar de esa maravillosa experiencia de sentir al río acunando sus cuerpos mientras se toman unos mates.
Otra vez, la vida me invita a los 71 años a pensar artísticamente nuevas formas de regalar momentos únicos a los visitantes de la playa de Punta Ballena y seguir aprovechando aquello que hace 16 años pensé que era la última vez que iba a ver.
Todas las fotos son cortesía de Sabrina Ramírez. Historia escrita por Carolina Ana Leguizamón.