Vi colchones tirados en el suelo, y mugre humana, además de cigarrillos desperdigados y ceniceros rebalsando de cenizas. Había ropa por todos lados, tirada, y caloventores encendidos. También cinta de color separando espacios, y sosteniendo lonas oscuras sobre las ventanas, para que la luz no ingresara.
LONDRES, Reino Unido – Hace años, desde que dejé Londres para vivir nuevamente en Estados Unidos, pongo mi casa en alquiler. A fines de junio del año pasado, la casa llevaba dos meses vacía, ya que los anteriores inquilinos se mudaron luego de finalizado el contrato. Junto a mi esposa, teníamos cierto apuro por volver a alquilarla. Justo en ese momento, recibimos un mensaje de una inmobiliaria que desconocíamos, ofreciéndonos una familia que estaba interesada en ser nuestra inquilina. Aceptaron sin negociar el precio que les pedimos, así que el trato se cerró rápidamente. Todo lo hicimos a distancia, estando nosotros en Nueva York.
Pasaron meses sin cobrar el alquiler, y nuestros correos electrónicos y llamadas quedaron sin respuesta. Frustrado y preocupado, volví a Londres para conseguir una orden judicial de embargo de mi antigua casa. No me imaginaba que encontraría un metro de suciedad cubriendo lo que una vez fue mi dormitorio y plantas de marihuana por todas partes. Quien había alquilado nuestra casa la había destruido e intentado convertirla en una granja de marihuana.
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Pasó el primer mes y no recibimos el pago del alquiler. Nos molestó, pero decidimos ser flexibles. Con el segundo mes sin recibir el pago, intentamos contactarnos con la inmobiliaria, y ahí comenzamos a percibir que algo extraño sucedía. Era casi imposible recibir una respuesta de su parte, no atendían llamados ni contestaban emails. Poco a poco, el tema, que era muy secundario en mi vida, comenzó a ganar espacio y a intranquilizarme cada vez más.
En algunas oportunidades esporádicas, llegaba una respuesta de su parte, y yo dejaba todo lo que estuviera haciendo para aprovechar el momento y avanzar con mi reclamo. Todavía trataba de solucionar el inconveniente amablemente, sin mayores problemas. Pero luego dejaban de contestarme otra vez. Comenzamos a desesperarnos.
En Nueva York, mi esposa investigaba en internet sobre la agencia, intentando armar las piezas del rompecabezas de quién era esta gente. Ni se nos ocurrió pensar que estaban cultivando cannabis en nuestra casa.
Por las noches, dejé de dormir como antes. El insomnio se instaló en mi vida. Me despertaba a mitad de la madrugada y, en penumbras, rumiaba la furia que sentía. “Se están aprovechando de mí”, pensaba. Al día siguiente, en el trabajo, continuaba con mis tareas de forma automática, pero mi mente estaba muy lejos de las consolas y los instrumentos. Sólo podía pensar en qué estaba sucediendo en mi casa en Londres.
En un momento, decidimos contratar a un investigador privado. Me sentía inmerso en una película, realizando acciones que jamás imaginé que realizaría, y lidiando con una situación completamente inesperada. En casa, el único tema del que hablábamos era este, y nuestro enojo llenaba el ambiente. Mi hija percibió todo, y estoy seguro de que incluso el perro sabía que las cosas estaban mal por la forma en la que nos comportábamos. Siento que hablar de esto todo el tiempo era una estrategia que elaboramos para evitar confrontar los sentimientos que nos generaba que alguien pudiera usurpar la casa en la que pasamos años muy felices.
A fines de diciembre de 2023, me llega una citación a una audiencia en Londres, para el 19 de enero. Inmediatamente saqué los pasajes y reservé un hotel. Cuando llegó el día, me subí al avión, lleno de nervios, enojo y teorías acerca de lo que estaba pasando. Pensaba en múltiples escenarios, pero nunca realmente creí que me encontraría lo que finalmente vi.
En la audiencia, junto a mis abogados y frente a una representante de estos falsos inquilinos, el funcionario judicial me dijo “La propiedad es suya, usted tiene poder de recuperar la posesión”. Sin embargo, me pedían que esperara algunas semanas para acudir al lugar junto a un oficial de policía. Yo no podía esperar más, mi vuelo de regreso era el lunes siguiente y quería cerrar esta historia, así que fui a la casa y me paré en la vereda de enfrente.
Era pleno invierno en Londres, y el frío me calaba los huesos, pero me quedé horas observando el movimiento del lugar. Quería ver qué luces se encendían, qué señales me daban los habitantes para poder prepararme para el día siguiente, cuando finalmente recuperaría mi casa.
Volví al día siguiente a las 8 de la mañana, me acerqué a la puerta y pegué mi oído a la madera para escuchar si había algún movimiento. Entonces, empecé a golpear fuertemente. Nadie me abría, pero yo sabía que había gente, así que no me detuve. Una hora después, un hombre finalmente abrió. Yo llevaba una cámara GoPro en el bolsillo de mi camisa para poder filmar todo. “Soy el dueño de esta casa y tengo una orden judicial que dice que ustedes se tienen que ir, o vengo con la policía para que los saque a la fuerza”, les dije. Estaba enfurecido, y eso se notaba en mi rostro. Supongo que se dio cuenta de que no bromeaba y que llevaría todo hasta las últimas consecuencias. El hombre cerró la puerta y, después de un rato, salió junto a otras personas, trabó los candados, y se fueron.
Llamé a un herrero conocido para poder cortar los candados. Lo esperé durante otra hora, aterido por el frío. No pensaba alejarme ni un segundo de esa puerta. Cuando el herrero llegó, junto a un ayudante, se puso a trabajar intensamente para abrir la puerta. Les llevó dos horas conseguirlo.
Al mediodía, los candados cayeron pesadamente sobre el suelo y pude abrir la puerta. El calor fue lo primero que me golpeó. Contrastaba notoriamente con el exterior. Inmediatamente después, sentí un olor a marihuana muy penetrante.
Donde mirara, sólo había desorden y suciedad. Me extrañó ver una especie de sistema de cableado que subía por las escaleras, y que pasaba por huecos que habían realizado en las paredes. No podía comprender qué es lo que estaba pasando.
Avancé un poco, hasta un desnivel de la casa donde hay dos habitaciones. Vi colchones tirados en el suelo, y mugre humana, además de cigarrillos desperdigados y ceniceros rebalsando de cenizas. Había ropa por todos lados, tirada, y caloventores encendidos. También cinta de color separando espacios, y sosteniendo lonas oscuras sobre las ventanas, para que la luz no ingresara.
Al subir las escaleras, me di cuenta de lo que realmente estaba pasando. La puerta de la que antes fue la habitación de mi hija estaba cubierta con una lona. Al abrir, me encandilaron las luces potentes. En cuanto mi vista se adaptó al lugar, vi que estaba lleno de plantas de cannabis por todo el suelo. Giré y fui hacia la que había sido mi habitación, contigua a esta, y me topé con tierra cubriendo todo el suelo, hasta una altura de un metro. Llamé a la policía inmediatamente. Sin tocar nada, comencé a mirar alrededor. Era claro que estaban en proceso de convertir toda la casa en una granja de marihuana.
Todo lo que veía era real y desolador, pero una parte de mí esperaba que se tratara de alguna especie de show televisivo, que apareciera alguien a decirme que todo era una broma pesada. Pero eso no ocurrió. La realidad era demasiado extraña y confusa como para asimilarla.
Mi enojo inicial quedó tapado por la sorpresa. Luego, me invadió un sentimiento triste. En esa casa viví junto a mi familia cuando mi hija tenía cuatro años. Y siento que ese hogar que recordé siempre con tanto amor fue absolutamente violado. Me fui de la casa sin entender cómo pudo suceder algo así, y con un dolor intenso.
Un tiempo después, refaccionamos la casa. Hubo que hacer arreglos en todos los ambientes, casi desde los cimientos. Me rompió el corazón quitar el empapelado de tulipanes que decoraba la habitación de mi hija. Todo el proceso me fue alejando de ese lugar. Volví hace poco, para conocer a los nuevos inquilinos, ya que ahora quiero ver en persona a quienes ingresen al lugar. Cuando entré a la casa, me sentí absolutamente desconectado de ese espacio. Se siente como algo ajeno, ya no es más mi hogar. Siento que perdí algo ahí. Aunque sabía que no era así, me parecía que todavía podía percibir el olor a marihuana y a tierra que sentí en enero.
Es algo que emocionalmente me aleja de esa casa. No sé si en algún momento volvería a vivir ahí. Sé que es mía, pero de alguna manera ya no me pertenece. Yo también cambié en este largo proceso. Siento que envejecí, que tengo más ojeras por el insomnio, del que todavía no terminé de recuperarme. Poco a poco intento dormir mejor, retomar el ritmo de mi vida, pero todavía estoy afectado por lo sucedido.