La persecución fue corta e intensa. En el camino, un hombre que estaba parado junto a su familia, con una pizza en la mano, esperando el colectivo, me ofreció su ayuda. Se subió al auto y me indicó dónde había escapado uno de los ladrones. Un par de cuadras más adelante, lo vimos. Él se tiró a atraparlo y yo bajé detrás suyo. Era pura adrenalina y furia.
RÍO CUARTO, Argentina. Era domingo, de noche, y yo estaba trabajando en mi comercio normalmente. Cansada, me preparaba para cerrar la jornada. De repente, en el grupo de whatsapp de comerciantes de la zona se encendió una alarma. Habían entrado a robar a un supermercado. Después, pasó en otro. Comenzó a circular la palabra “saqueos”.
Todavía no creía que pudieran robarme a mí, aunque en las calles el movimiento era extraño, el aire estaba tenso. Tomé recaudos. Bajé la reja metálica y esperé a que todo se calmara. Era una combinación extraña de sensaciones, como si intentara convencerme de que nada malo pasaría y, al mismo tiempo, supiera que era inevitable. No sentía miedo, ya me robaron nueve veces en mi vida. Tampoco estaba tranquila. A las once, cuando creí que todo había pasado, salí a la calle con el dinero de la recaudación del día.
Miré para todas partes. Cuando pensé que estaba todo en orden, comencé a caminar hacia mi auto. Di tres pasos e, inmediatamente, estaba rodeada. Tres hombres comenzaron a tironearme. Alcancé a decirles que no les iba a dar nada, pero cuando vi un cuchillo me quedé helada del miedo. Me arrancaron la campera, donde tenía mi celular y dinero, y se llevaron mi cartera, junto a una bolsa con medicamentos para mi madre.
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La adrenalina corría a través de mi cuerpo a toda velocidad y me puso en marcha. Cuando se asomó un vecino por la ventana, le dije que llamara a la policía. Pero yo ya no esperaría más. Me subí a mi auto, y comencé a perseguirlos. No pensaba en los riesgos. En mi mente lo único que había era que había pasado todo el día trabajando y no merecía que se llevaran lo que es mío.
La persecución fue corta e intensa. En el camino, un hombre que estaba parado junto a su familia, con una pizza en la mano, esperando el colectivo, me ofreció su ayuda. Se subió al auto y me indicó dónde había escapado uno de los ladrones. Un par de cuadras más adelante, lo vimos. Él se tiró a atraparlo y yo bajé detrás suyo. Era pura adrenalina y furia. Le exigí que me devolviera todo, pero sólo tenía mi celular. El resto lo perdí. Nunca me sentí tan alterada en mi vida.
Con la cabeza funcionando a mil por hora, me costó dormirme cuando llegué a casa. A la mañana siguiente, abrí de nuevo mi negocio. Para cuidarme, atendí a los clientes desde la puerta, sin quitar las rejas. No quería arriesgar más de la cuenta.
De repente, un número desconocido llamó a mi celular. Era uno de los periodistas más conocidos del país, Jorge Lanata. En vivo en su programa de radio pude descargar todo lo que pensaba y sentía, incluyendo mis críticas al gobierno de turno. La llamada terminó, pero el silencio de mi teléfono duró poco.
Corté y, un par de minutos después, mi teléfono volvió a sonar. Una persona se presentó como Anibal Fernandez, el ministro de Seguridad de la Nación. Yo no le creía, me parecía irreal que un funcionario de ese nivel de importancia me llamara a mí. Terminé la llamada pensando que se trataba de una broma. Escribí un mensaje diciéndole “Ojalá esto fuera cierto”. Entonces me hizo una videollamada, en la que mis dudas se despejaron por completo. No logré procesar por completo la conversación cuando, nuevamente, mi teléfono sonó. Esta vez, del otro lado estaba el presidente.
De un momento a otro mi vida se trastornó por el robo, la magnitud que tomó la entrevista que di y la presencia de funcionarios del gobierno. Mi teléfono no paró de sonar durante días, con nuevos llamados del presidente y el ministro para confirmar si la ayuda que me ofrecieron había llegado. Mientras tanto, muchos otros periodistas y políticos intentaban dilucidar por qué mi caso había tomado tanta importancia.
urante un tiempo, sola en mi casa visualizaba las escenas de esa noche. El momento en que me atacaron volvía a mi mente. Viví cosas peores en mi vida y pude superarlas, pero aún así cierro los ojos y vuelvo a este robo. Intento recordar las caras de quienes me robaron, para poder reconocerlos, pero se esfuman. Todo pasó muy rápido, no consigo atrapar ninguna imagen clara.
Aquella noche resultó ser un caos borroso que nubló mi claridad, y los recuerdos no hacen sino reflejar lo rápido que sucedió todo. No pude avanzar, me quedé estancada en el momento del robo, hasta que finalmente recibí la ayuda económica que me permitió saldar mis deudas.
En el medio, por grupos de Whatsapp y Facebook, comenzaron a surgir rumores de nuevos saqueos. La incertidumbre es grande, y la asocio a una época de elecciones en las que nunca se sabe quién incita a que esto suceda. Hace más de veinte años, en Argentina, hubo una serie de saqueos que uno siempre recuerda en casos así. Es como un fantasma que aparece cada tanto. Yo ya no vivo tranquila, siento que los delincuentes podrían volver en cualquier momento. Y creo que no se trata sólo de una necesidad impulsada por la crisis, sino que hay algo más. Me da impotencia.