A veces estoy en la calle, o viendo una película o serie en la televisión, y se cruza un chico. En ese momento, vuelve a mí la pregunta de hasta qué momento podré acompañar a mi hijo. Afortunadamente, el 99% del tiempo predomina el placer que me da verlo crecer, cómo aprende palabras nuevas, cómo se llena de mundo.
BUENOS AIRES, Argentina – El año pasado, a mis 83 años, fui papá por tercera vez junto a Estefi, mi esposa, que tiene cuarenta y ocho años menos que yo. Yo nunca registré mi edad, nunca pensé en cuántos años tengo. Desde que estoy en pareja con ella comenzaron a hacérmela notar más seguido, y eso se incrementó a partir de que decidimos ser padres.
Hasta los veinte años, uno cree que es inmortal; a los treinta, sabés que sos rompible, pero todavía sos inmortal; a los cuarenta, sabés que no sos inmortal; a los ochenta, sabés que sos rompible y mortal, y que hay una cuenta regresiva.
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Tuve cáncer dos veces, tuve caídas, golpes, y tengo temores como cualquier persona. Pero no miedos. Nada de eso me interfiere. Estefi y yo pensamospensamos mucho acerca de tener un hijo, decisión sobre la que no tuvimos dudas, y de la que estamos felices por haberla tomado.
El día que nació Emilio, fuimos con su mamá al sanatorio creyendo que se trataba de una falsa alarma. Cuando midieron la fuerza y la progresión de las contracciones, nos informaron que el trabajo de parto había comenzado. Yo estaba relajado, tengo mucha confianza en los médicos, mis colegas. Estaba más preocupado por la reacción de Estefi, por cómo se podría sentir. Ella podría haber tenido dificultades con un parto natural, así que preferimos la cesárea.
Pusieron una especie de mampara entre su vientre y nuestros rostros, yo estaba junto a ella, pegado a su cara. Le di la mano, conversamos y traté de transmitirle tranquilidad, aunque, a esa altura, también estaba un poco nervioso. Sacaron a mi hijo, nos tomaron una foto y yo lo acompañé en todos los procedimientos que siguieron.
Pusieron una especie de mampara entre su vientre y nuestros rostros, yo estaba junto a ella, pegado a su cara. Le di la mano, conversamos y traté de transmitirle tranquilidad, aunque, a esa altura, también estaba un poco nervioso. Sacaron a mi hijo, nos tomaron una foto y yo lo acompañé en todos los procedimientos que siguieron.
La primera vez que fui padre fue hace 55 años, cuando nació mi hija Reneé. Son demasiados años de diferencia, nada se parece entre un momento y otro. Antes, el padre salía a trabajar, la mujer era ama de casa y se encargaba de los cuidados de los hijos. Los hijos, a su vez, trataban a los padres de usted. Cuando yo era chico, y cuando mis hijos mayores eran chicos, si hacías un berrinche, te decían basta y era suficiente.
Hoy, si un niño tiene un berrinche, uno trata de entretenerlo con otras cosas, de ayudarlo a comprender los procesos que transita su cabeza para poder calmarlo. Antes era más vertical la cosa.
Yo aprendí a cambiar pañales a los ochenta y tres años, con Emilio. No lo había hecho con mis anteriores hijos. Con él comparto, sobre todo, los fines de semana, en los que puedo encargarme de prepararle el desayuno y entretenernos mutuamente. Mis amigos no tienen hijos chicos, por lo que converso sobre crianza con compañeros de trabajo, mucho más jóvenes que yo.
En mis últimas vacaciones estuve una semana rodeado de padres de niños chiquitos y aproveché. Ellos, como soy médico, me preguntaban muchas cosas, pero era más lo que yo les preguntaba a ellos sobre sus experiencias. Aprendí cuestiones relacionadas al chupete, la noche, la cama, los berrinches, las palabras.
El llanto de Emilio me duele siempre, pero no me desespera cuando responde a alguna cuestión situacional y no se trata de hambre, frío, calor o dolor. A veces estoy cansado a la noche y él no quiere dormir, eso es un poco difícil de manejar, pero a esta altura de mi vida tengo la paciencia suficiente para acompañarlo.
Yo me levanto a las cuatro de la mañana todos los días, para leer antes de salir a trabajar. Termino temprano, a las siete de la tarde ya estoy sentado cenando en casa, y después de eso nos vamos a la cama. Mientras mi mujer termina de hacer algunas cosas con su teléfono, Emilio me elige para treparse a mí, meterme el dedo en la oreja, en la boca, pararse, hacer equilibrio arriba mío y sentarse. Yo juego con él, le hago upa, que estando acostado me resulta mucho más fácil que parado. A él le gusta. Durante una hora estamos entre nosotros.
El cierre del día es el momento más especial para mí, porque durante el día no lo veo más que por una videollamada al mediodía.
La llegada de Emilio, de cualquier hijo, es una responsabilidad que te acompaña de por vida. En mi caso, eso se hace más intenso, porque sé que sólo voy a acompañarlo durante un tiempo. Un tiempo menor al que la mayoría de los chicos comparte junto a sus padres. Eso es algo que tuvimos en cuenta cuando tomamos la decisión de ser padres. Sabíamos que sería así y lo preferimos de todos modos.
A veces estoy en la calle, o viendo una película o serie en la televisión, y se cruza un chico. En ese momento, vuelve a mí la pregunta de hasta qué momento podré acompañar a mi hijo. Afortunadamente, el 99% del tiempo predomina el placer que me da verlo crecer, cómo aprende palabras nuevas, cómo se llena de mundo.
Estoy haciendo un curso que se llama “Cómo vivir 104 años”. Es la edad a la que me gustaría llegar, porque yo calculo que él se va a recibir de algo, y quiero estar ahí para darle el diploma. Es mi objetivo, pero nadie tiene garantizado nada.
Yo estaba bien, pero el año pasado me agarró un cáncer de riñón, que me lo detectaron con suerte, fue un hallazgo. Después, tuve una fiebre de origen desconocido, que me tuvo dos meses al borde de la muerte. Puede estar todo bien, pero no tenés comprada ni la vida ni la salud.
Escribo cosas para Emilio. Grabo videos, algunos los envío por whatsapp a un teléfono que será suyo, y otros los guardo en un pendrive, con la idea de que los vea cuando sea grande, conmigo o sin mí.