En algunas viviendas, un metro y medio de fango tapaba cada hueco donde alguien podría intentar sobrevivir. En lugares así, no tengo nada para hacer. Conforme pasaban las horas, crecía la certeza de que no rescataría a nadie.
DERNA, Libia — Tan sólo un día atrás caminaba por mi ciudad, Valencia, cuando comenzaron a llegarme notificaciones al grupo de whatsapp de bomberos rescatistas. Libia había librado una alerta internacional por la inundación. Rápidamente, con la adrenalina ya corriendo a toda velocidad por mis venas, reuní un grupo que estuviera dispuesto a viajar de inmediato y organicé mis asuntos personales para ir yo también. Cada miembro del equipo se sentía lleno de esperanza y de inquietud.
Lo primero que percibí al llegar a Derna fue que no había ambulancias, ni policías, a pesar de estar en medio de una catástrofe. Sólo estaban los vecinos del lugar. En sus rostros, había una mezcla rara de emociones, y la desesperación parecía estar dejándole paso a la resignación.
Lo primero que pensé fue “Cuando encontremos un superviviente, no entiendo cómo lo llevaremos a un hospital”. El contraste entre mi bulliciosa ciudad natal y este paisaje desesperado agudizó mi atención, intensificando lo que estaba en juego en nuestra misión.
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En Bengasi percibí que algo andaba mal. El entorno gritaba desesperadamente advertencias de peligro. Desde allí nos quedaban todavía ocho horas por tierra hasta Derna. La ansiedad por comenzar a trabajar crecía a cada instante, de la mano de la certeza de que cada hora complicaría más nuestra tarea.
Durante el viaje, intentamos distendernos, no pensar demasiado en lo que encontraríamos después. Por las ventanillas, veíamos pasar paisajes normales, que no presagiaban aún lo que nos esperaba en Derna. Parecía como si incluso las colinas bañadas por el sol contuvieran la respiración, ocultando el horror que nos esperaba.
La magnitud de la catástrofe recién la experimentamos cuando llegamos al lugar. El agua que inundó la ciudad ya no estaba: en un palmo, en el centro del río, quedaban apenas cuarenta centímetros de agua. La potencia del sol y el calor abrasador secaron todo rápidamente, dejando al descubierto las ruinas. La visión era apocalíptica. La ciudad estaba destrozada. El agua, con su fuerza, llevó un auto hasta la terraza de un primer piso. El asfalto de las calles y el cemento de las aceras fueron arrancados por la corriente.
Primero avanzan los perros rescatistas. Los veo inspeccionar en distintos rincones, esperando que den alguna señal de que encontraron vida. Mi corazón se desplomó; esto no era como un terremoto con focos de refugio. En algunas viviendas, un metro y medio de fango tapaba cada hueco donde alguien podría intentar sobrevivir. En lugares así, no tengo nada para hacer. Conforme pasaban las horas, crecía la certeza de que no rescataría a nadie.
Entré a una vivienda familiar. La televisión permanecía en su lugar, había detalles que denotaban el paso de una familia viviendo una vida normal y corriente allí. Pero esa vida ya no existía más. Todo se había perdido. En la cocina, los muebles y electrodomésticos atoraban la puerta, haciendo imposible el acceso. Otros muebles fueron arrastrados hacia las calles. Es triste, aunque por mi trabajo intento anular las emociones.
La sensación de barro frío y pesado bajo mis botas me inquietó mientras avanzaba por la casa. En algunas viviendas, un metro y medio de fango tapaba cada hueco donde alguien podría intentar sobrevivir. En lugares así, no tengo nada para hacer. Mi trabajo es detectar supervivientes, no retirar cadáveres. Nadie intentó sostenerse de las paredes, ni consiguió aferrarse a algo. El agua simplemente arrastró rápido cualquier posibilidad de vida humana. Vimos algunos cadáveres, pero la mayoría estaban tapados por el fango o muy lejos de allí, en el mar.
Conforme pasaban las horas, crecía la certeza de que no rescataría a nadie. Nos reunimos entre los jefes de las diferentes ONGs que estábamos colaborando en la zona y el intérprete local para tomar la decisión de regresar a nuestros países. ue duro hacer el camino inverso y observar los rostros de los vecinos, que seguían rondándonos, esperando noticias positivas que ya no llegarían. Caminé esos pasos intentando sobreponerme al mal ánimo por no haber podido brindar la ayuda que deseaba. Fui a rescatar supervivientes y no conseguí encontrar ninguno. Me consolé con la certeza de que intenté todo lo posible. A veces la tragedia escapa a las posibilidades humanas, y no tenemos cómo morigerarla.
El caos era grande, y nadie sabía bien cómo organizar los siguientes movimientos. Pasamos algunas noches en el aeropuerto desde donde deberíamos haber volado hacia España, agotados, frustrados y ya sin nada de aquella adrenalina y entusiasmo que nos impulsaba al inicio. Finalmente, nos trasladaron a Trípoli y, desde allí, volvimos hacia nuestro país.
Yo me convertí en bombero a mis treinta años. Cuando decidí hacerlo, me lancé a un cambio de vida vertiginoso, atendiendo a una vocación de servicio que latía en mí desde chico, pero a la cual no había podido darle espacio antes. Cuando decidí hacerlo, me lancé a un cambio de vida vertiginoso, atendiendo a una vocación de servicio que latía en mí desde chico, pero a la cual no había podido darle espacio antes. Hace aproximadamente siete años que montamos la ONG Bomber pel Mon, y este grupo de salidas a catástrofes, para extender esta ayuda a países que lo necesitan. Sé que pongo en riesgo mi vida en cada intervención, pero soy así.
Después de lo de Libia, volví a mi casa y sentí cómo decantaba en mi interior esta experiencia. Aunque no conseguí el objetivo por el que viajé, siento que haber estado allí me dio todavía más fuerzas para seguir adelante. Estoy aún más dispuesto a ir a otro sitio cuando me requieran. Aprendí a discernir bien entre las emociones que provoca una tragedia y mi vida cotidiana. Pero es inevitable que, de vez en cuando, algunas imágenes de todo lo vivido vengan a mi cabeza. Pienso, sobre todo, cómo continuará viviendo toda esa gente, qué harán ahora que sus vidas se rompieron, cómo conseguirán juntar los pedazos para poder seguir adelante.