Nací con hiperplasia suprarrenal congénita perdedora de sal, una condición que alteró mis genitales externos. Soy una persona intersex, pero en 1981 los médicos y la sociedad no tenían suficiente información al respecto.
LA PLATA, Argentina — A medida que la noche se hacía más oscura, yo me preparaba para ir a una fiesta con mis amigas. Fui, como lo había hecho muchas veces antes, al escritorio de mi papá y abrí un cajón. Esta vez, una carpeta verde que decía “Candelaria – Salud” me llamó la atención. Adentro, una partida de nacimiento me mostró la verdad oculta: Al nacer me había llamado Esteban, y me lo escondieron durante 17 años.
En mi mente comenzaron a amontonarse preguntas que no tenían respuesta. Fue como si de repente a mi vida la rodeara un toldo y se oscureciera por completo. Todo cambió para siempre. La noticia me afectó tanto que me distancié de mis amigas, empecé a tener cortocircuitos con mi vieja. El nombre Esteban comenzó a perseguirme por todos lados, sentía asco cuando lo escuchaba. No se lo podía contar a nadie, me sentía un monstruo. Eso me aislaba del resto.
Lee más historias no binarias en Orato World Media
Nací con hiperplasia suprarrenal congénita perdedora de sal, una condición que alteró mis genitales externos. Soy una persona intersex, pero en 1981 los médicos y la sociedad no tenían suficiente información al respecto. Los médicos inicialmente me identificaron como varón, al confundir mi clítoris desarrollado con un pene. Y por eso llegaron todas las operaciones, lo que marcó el comienzo de una serie de intervenciones quirúrgicas.
Mi infancia fue súper feliz, no fui una niña criada entre cuatro paredes. Exploré y experimenté el mundo que me rodeaba. Tomaba una medicación que es de por vida, pero en ese momento creía que era sólo por un problema en los riñones. Fue lo que me dijeron, y es lo que repetí a todos los que preguntaran. No mentí, porque no sabía más que eso.
Las primeras intervenciones están borrosas en mi memoria. Sí me acuerdo de un estudio en particular, que implicaba dos extracciones de sangre, una en reposo y otra después de caminar durante una hora. Mi papá desarrolló una estrategia para mantenerme tranquila. Me dijo que, en cada kiosco que cruzáramos durante la caminata, me compraría un paquete de figuritas. Gracias a eso, siempre fueron un momento alegre, pura diversión, y no una experiencia agobiante.
A los doce años, volvieron a operarme en mis genitales. Todavía tengo presente la potencia del dolor que me produjo esa intervención. Tenía una sonda a través de la cual orinaba, pero me dolía mucho. Cada vez más. Me quejé tanto que vino un enfermero y la sacó de un tirón.
El movimiento repentino me produjo un dolor indescriptible, como si estuvieran quemándome por dentro. Salió pis acumulado y, también, unos guantes de látex que habían dejado en el canal vaginal para que no se cerrara la operación. Fue muy impactante ver y sentir todo eso. Todavía recuerdo los olores de esa habitación, la posición de mi cuerpo, la agonía insoportable. No entendía el sentido de todo eso. Simplemente soportaba el sufrimiento.
No podía hablarlo con nadie. Comencé a entender que había un secreto que guardar. Me visitaban familiares que venían desde distintas ciudades, pero nadie sabía por qué me operaban. Nadie preguntaba y mis padres no lo contaban. Los secretos fueron amontonándose, hasta formar un muro enorme que me encerraba. Era una época en la que las cosas no se hablaban tanto, simplemente se hacían, y el silencio prevalecía. No podía hablar de intersexualidad, ni siquiera sabía lo que era.
Desde muy chica fui lesbiana. Ya era para mí imposible contarles eso a los demás. Mucho menos podía animarme a contar que había nacido siendo niño, que me operaron los genitales varias veces para ajustarme a la norma binaria. Vivía cada día aturdida, como si sintiera un zumbido permanente, sin saber lo que pasaba ni cómo enfrentarlo. No conocía a nadie que hubiera pasado por algo similar.
A diferencia de la infancia, mi adolescencia fue muy traumática. El mismo año en que encontré la carpeta verde fue necesaria una última operación para resolver la incontinencia urinaria que provocó la anterior. Sentí una furia enorme contra el mundo, dirigida especialmente hacia mis padres. Deseé la muerte de mi mamá; mi papá ya había muerto, y no lo lamentaba. El enojo fue un mecanismo de supervivencia en el momento.
Ese enojo estaba cargado de un secreto que no comprendía. Me llevó casi diez años recurrir al psicoanálisis. En las sesiones pude armar mi propio rompecabezas, construir un discurso con el cual enfrentar a mi madre. Le dije que ya había descubierto todo y le pedí explicaciones, un paso crucial en mi proceso de sanación.
Recién ahí, conseguí reconciliarme con los motivos que tuvieron mis padres para ocultarme la verdad. En 1981, cuando nací, se encontraron con algo que desconocían, un diagnóstico que no habían escuchado nunca antes. Hicieron todo lo que estuvo a su alcance para darme la mejor calidad de vida posible. No buscaron mentirme, sino cuidarme. Actuaron por amor, con sus imperfecciones.
Hubo un momento crucial en el Encuentro Plurinacional de Mujeres de 2019, en La Plata, que cambió mi vida para siempre. Pude hablar por primera vez en público, en el primer taller de personas intersex. Fui muy nerviosa, pero decidida. Era un ámbito donde no recibiría cuestionamientos ni miradas inquisidoras. Escuchar otros testimonios me aplacó, disolvió el enojo y me salvó. Me liberé. Sentirme reflejada en otras historias me cambió la perspectiva. Pude empezar a hablar sin tener que esconderme.
A partir de ese momento, compartí mi historia con algunas personas cercanas, y comencé el proceso de escritura de mi libro. Primero, lo hice bajo un seudónimo, Vera, que simbolizaba la búsqueda de la verdad. Escribir como si hablara de otra persona y no de mí me permitió iniciar este camino. Con el tiempo, mi mamá enfermó de Alzheimer. En sus últimos momentos, me veía como si yo fuera un hombre. La primera vez que pasó fue un shock, pero inmediatamente pensé que, en algún lugar de su deterioro cognitivo, ella veía a Esteban. Si podía reconciliarse con ese pasado atroz que le tocó vivir, yo estaba feliz. No me lastimó, ni me confundió. Yo ya estaba en un proceso de escritura, amigada con mi historia.
De a poco fui incorporando a Esteban a mi vida. Hoy puedo nombrarlo con orgullo. Escribí mi historia con mi nombre real, dejando atrás al seudónimo. . Lo hice ya sin enojo. Escribí desde la tranquilidad, la paz, por haber exorcizado esas partes oscuras. Pude expresarlo de una manera amorosa y de retribución para mis papás.
Todavía siento que conseguí apropiarme de 90% de mi cuerpo. Hay un 10% que todavía me es ajeno. Sigo en shock postraumático, y hay lugares de mi cuerpo a los que no accedo ni yo, menos voy a dejar que acceda otra persona. Mi cuerpo fue intervenido de una manera violenta para hacerme encajar en esta sociedad. Fue un daño extraordinario e irreparable. Esa ajenidad corporal es la consecuencia de lo forzoso para entrar en el binomio hombre-mujer, negando la identidad intersexual.
Compartir mi historia sirve para que esto no suceda nunca más en otros niños y otras niñas. Es una voz para los padres que pasaron situaciones similares, como para poner en valor su ternura y fragilidad. Es la reivindicación de esa imperfección que nos constituye. Después de la primera entrevista que hice a causa del libro, me llamó una mujer diez años mayor que yo. Encontró consuelo y compañía, fue la primera vez que escuchó a alguien decir lo que a ella le había pasado. Si mis palabras pueden aliviar el silencio de otros y otras, valió la pena arriesgarme. Espero que los lectores encuentren un poco de luz y calma. Quizás tanto dolor y tanto sacrificio puedan servir para que otra persona se sienta un poquito mejor.