Todos los días volvía del colegio caminando con un grupo de compañeros y compañeras. Una en especial era mi mejor amiga. Yo venía cargando recuerdos, y un día sentí que tenía que contarlo. Ella fue la primera a quien se lo dije. Después se enteraron los demás, y para mí fue raro, chocante. Más o menos en esa época, un fin de semana, mientras mi mamá limpiaba la casa y escuchaba música, yo comencé a llorar desconsoladamente. Exploté. Era la primera vez que ella me vio así. Ella les avisó a mis tías, para que estuvieran atentas a mis primos.
Advertencia: Esta historia contiene temas que pueden ser difíciles para algunos lectores, incluyendo temas de abuso, autolesión y suicidio.
LOMAS DE ZAMORA , BUENOS AIRES, Argentina – Cuando tenía cuatro o cinco años, mi abuelo abusó de mí. Me tomó un tiempo asumirlo y mucho más poder procesarlo. Durante años, el mundo me repugnó. Me sentía como una extraña en mi propia piel. Me lastimé y quise suicidarme, pero encontré algunas salidas. Finalmente, logré encontrar una forma de sobrellevarlo.
Durante un tiempo, fue el atletismo; ahora es la música. Después de todo, estoy impulsando mi propio proyecto, que se llama La Negra Azul. Escribo mis canciones y trabajo en mi primer disco.
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Siempre fui pobre. De muy chica, vivíamos en la casa de mis abuelos, todos amontonados. Mis hermanos iban al colegio, mis papás y mi abuela a trabajar, y mi abuelo se encargaba de buscarme del jardín de infantes al mediodía. Nos quedábamos solos en casa todo el día.
Nos quedábamos solos y él abusaba de mí. Los primeros recuerdos que tengo de vida son los abusos. Nadie me había explicado que lo que pasaba estaba mal. Yo creía que era normal jugar así con un abuelo De alguna manera, buscaba escapar de lo que pasaba con mi imaginación.
No mucho después, los vecinos comenzaron a hablar, y nos mudamos de la casa. Porque creció en el barrio la sospecha de que mi abuelo había abusado de otra nena. Yo sabía de eso, porque él, con su mentalidad enferma, la usaba para darme celos o algo así. La situación continuó siendo increíblemente enfermiza. Algunos vecinos amenazaron con quemarle la casa. Finalmente, no pasó nada.
La sospecha quedó en eso y el tema se diluyó. Un día en que fuimos a visitarlo a él y a mi abuela. Él intentó acercarse como antes, tocarme la pierna. Pero esta vez pude sacarle la mano y alejarme.
No lo hablamos, ni tampoco se lo conté a nadie, pero no volvió a hacerlo. Mi abuela, de quien sospecho que siempre supo todo, me cuestionó que estuviera con una pollera corta. Según su criterio, yo, una nena de siete años, lo estaba provocando. Comencé a sentir una culpa que tardaría muchos años en irse.
A mis siete años, mi abuelo murió. Fuimos en familia a visitarlo a la clínica. Pero cuando llegamos ya había muerto. Aunque era demasiado joven para comprenderlo por completo, cuando vi a mi abuela llorar, supe que él había fallecido. Lo recuerdo como un día feliz. En el que nos juntamos en familia con todos mis primos y primas, y compartimos un fin de semana en la villa. Lo viví como un alivio, aunque al mismo tiempo sentía culpa. Porque veía que algunos de mis primos estaban sufriendo. Yo no entendía por qué no estaba tan triste como ellos.
A esa altura, yo dudaba de lo que había pasado con él. Creía, casi como si intentara convencerme a mí misma, que todo había sido un sueño. Intenté reprimirlo durante años, lo que solo perjudicó mi salud. Tuve algunos episodios de convulsiones, y otros en los que me quedaba paralizada por completo. Mis papás me relataron que ellos se sentían desesperados. Que me hablaban, se acercaban a mí y yo no reaccionaba. Yo no reaccionaba Lo extraño es que yo lo recuerdo exactamente al revés. Yo llorando y ellos sin escucharme.
Una de mis tías escribía poesías. A veces las publicaba en Facebook, o me mostraba sus cuadernos. Yo no entendía nada, pero me llamó la atención. A los once, comencé a escribir yo también. Mi casa era muy chica, sólo tenía dos habitaciones. O una, dividida así nomás. De un lado, dormían en una cama de dos pisos mis hermanos; del otro, mis papás en una cama y yo en otra más chica, pegada a la suya. Cuando necesitaba espacio personal, me iba a un sillón que quedaba a una pared de distancia.
A mis once años, ya estaba dándome cuenta de que lo que me pasó no había sido un sueño. A la noche sufría de insomnio, la angustia no me dejaba dormir. La constante angustia que sentía me impedía dormir. Lloraba mucho. Ahí decidí escribir para descargar lo que sentía, mientras los demás dormían. Al mismo tiempo, comencé a lastimarme.
Me cortaba los brazos. Eso funcionaba como un modo de liberación. La culpa, en ese momento, ya no era por pensar mal de mi abuelo, sino por no haber podido defenderme, por no haberles avisado a mis papás. Casi todas las noches, llenaba páginas de mi cuaderno con mucha furia. Escribía con mucha furia. Algunas de esas cosas las rompí, intentando soltar. Otra las publiqué en Facebook Entré en una época muy depresiva. Salía a la calle y buscaba cómo terminar mi vida. Ya no quería vivir. Si estaba en las vías del tren, pensaba en tirarme. Lo mismo en cada calle. El suicidio era un pensamiento constante, sólo quería morirme. Lo único bueno que había en mi vida era escribir.
Todos los días volvía del colegio caminando con un grupo de compañeros y compañeras. Una en especial era mi mejor amiga. Yo venía cargando recuerdos, y un día sentí que tenía que contarlo. Ella fue la primera a quien se lo dije. Después se enteraron los demás, y para mí fue raro, chocante. Más o menos en esa época, un fin de semana, mientras mi mamá limpiaba la casa y escuchaba música, yo comencé a llorar desconsoladamente. Exploté. Era la primera vez que ella me vio así. Ella les avisó a mis tías, para que estuvieran atentas a mis primos.
Pronto, toda la familia lo supo, y me apoyaron. No me lo contó, pero supe que ella también fue abusada. Ahí entendí muchas cuestiones suyas. Vivía con pesadillas y un montón de malestares inentendibles para nosotros. Hubo mucho encubrimiento durante años en mi familia. Mi abuelo abusó de sus siete hijas, incluyendo a mi mamá. No me enojé con ellas por no hablar. Es una de las cosas más difíciles que cualquier víctima puede hacer.
En el colegio, en clases de educación física, hacíamos atletismo. Sentía que me liberaba al correr. Tenía condiciones, y un entrenador me vio. Comenzó a trabajar conmigo y competí a nivel nacional. Llegué a estar entre las diez más rápidas de Argentina para mi edad en los 100 y 200 metros. Me hacía re feliz correr. El atletismo comenzó a terminarse para mí porque mi entrenador, un hombre treinta años mayor que yo, era manipulador y además constantemente se me insinuaba.
Yo lo veía como un padre, en ese momento estaba muy ausente de mi propia figura paterna y me aferraba. Aunque me iba re bien, sentía mucha exigencia para la edad que tenía. Tomaba como cinco pastillas por día, entrenaba en doble turno, y él me decía que estaba gorda. Me cansé y lo dejé. Competí un tiempo más junto a una entrenadora, pero con la llegada de la pandemia abandoné por completo.
Una amiga trabajaba así, pero no lo contaba. Con el resto del grupo la veíamos que se manejaba habitualmente con plata. Ella decía que era niñera, pero la historia no cerraba. Hasta que no pudo sostenerlo más y nos contó. Mientras contaba la manera en que lo hacía, a mí me parecía que no había nada de malo. Lo hacía de manera independiente. En cuanto supe cuánto ganaba, me decidí a probarlo. Había estado mil veces con tipos que no me satisfacían para nada, entonces pensé “¿Por qué no cobro y decido con quién estar?”. Una de nuestras amigas se alejó por no estar de acuerdo con el trabajo que elegimos.
Me promocioné con otro nombre. Algunas compañeras que empecé a hacer a través del trabajo, de forma virtual, me recomendaban. Me iba muy bien, más que nada, con el contenido erótico. En ese momento no había tantas chicas en Onlyfans. Las primeras veces sentí algo de nervios, era todo nuevo para mí. Arreglaba con un chabón. Nos encontrábamos en un hotel, y listo. No me molestaba, lo hice siempre sólo por la plata. Cuando mi familia se enteró, se pudrió todo. Empezaron a flashear que yo era víctima de trata, que me estaban explotando, que trabajaba para alguien. Toda una secuencia terrible. El único mundo que conocía del trabajo sexual era el que frecuenté, independiente, sin todas esas situaciones que los demás imaginaban.
Mi mamá estaba totalmente en contra de lo que hacía. Durante un tiempo estuvimos enojadas, sin hablarnos. Yo compartía todo el tiempo posts en Facebook diciendo que el trabajo sexual es trabajo Ella compartía posts que decían que estaba mal. Era como una lucha que tuvimos entre las dos. Hoy ya lo entiende. Yo en mi cuenta personal lo cuento abiertamente, ella me sigue. Sabe que trabajo de esto, y está todo más naturalizado. De chica no pude decidir sobre mi cuerpo. Pero cuando comencé a hacerlo el mundo me atacó.
No sé si me gusta este trabajo. Si ganara lo mismo haciendo otra cosa, haría otra cosa. Entre todas las opciones, prefiero esta. Si me ofrecieran ir de moza ocho horas de lunes a sábados, respondería que prefiero ser puta. Mil veces. Lo que más me gusta es la independencia. Que yo decido cuándo puedo y quiero trabajar, Manejo mi tiempo y mi plata.
Siempre me encantó cantar. Sentía que podía volcar todas mis emociones en la música, y me quedaba sintiéndome en paz después de cada canción. Mi otra abuela, la mamá de mi papá, siempre organizó eventos antirracistas en Lomas de Zamora, y yo más de una vez leí poesías en ellos. Hasta que me animé a escribir y grabar una canción especialmente para eso. Junto a mi hermano grabamos algo muy precario, con una pista de YouTube. De nombre, le puse El kilombo. Es una cumbia, estilo RKT, en la que expongo cómo me ve la sociedad, cómo me veo yo, y exijo que me dejen vivir a mi manera. La primera vez que la canté estaba muy nerviosa. En un evento organizado en el Teatro Lomas, un montón de otros artistas y yo estábamos programados para actuar. Una chica que bailó una danza afro, antes de hacer su show contó que había sido abusada. Antes de cada presentación, cada uno hablaba, decía algo. Al escucharla, yo me puse a llorar mal.
Lo viví como una oportunidad, porque iba a estar mi familia, mis papás y mis hermanos. Antes de cantar, recité una poesía que hablaba del trabajo sexual, de que yo estaba orgullosa de lo que hacía. En un momento muy de lucha, en el que estaban enojados conmigo, quería decirles eso a la cara. Pretendían que yo me avergonzara y lo dejara de hacer por ellos. Pero me paré delante de todos para decirles “No, esto no tiene nada de malo y lo voy a seguir haciendo”. Mientra cantaba, sentía que perdía el aire, estaba muy agitada. A mucha gente le sorprendió que hablara de antirracismo en un género como el RKT.
Nadie más lo estaba haciendo. Además de sufrir abuso, experimenté mucho racismo cuando era niña. No entendía por qué estaba mal ser como era, yo no me sentía una persona mala. Si bien el abuso y el racismo me lastimaron mientras crecía, hoy me siento más fuerte. Sigo sintiéndome orgullosa de quien soy. Si bien me llevó mucho tiempo sanar, ahora me siento más cerca de mi verdadero yo que nunca antes.