Con porras, palos, cables eléctricos y látigos me golpearon en los muslos, espalda, hombros y cara, e incluso, me rompieron la mano derecha. Mi boca rezumaba sangre y los moretones cubrían mi cuerpo. Cuando rogaba por mi liberación, simplemente me golpeaban más fuerte.
KABUL, Afganistán – Mujeres y estudiantes de mi país marcharon por Kabul el 8 de septiembre, un día después de que los talibanes anunciaran el gobierno interino exclusivamente masculino, exigiendo la igualdad de derechos y roles de toma de decisiones para las mujeres afganas.
Creo que los hombres tienen un papel esencial en la promoción y defensa de los derechos económicos y la independencia de las mujeres, así que me uní a los manifestantes en su desafío público y audaz al gobierno de los talibanes.
Mi vida cambió para siempre ese día.
En las calles, las mujeres corearon «viva las mujeres de Afganistán». Los combatientes talibanes las golpearon con látigos y palos y les dijeron que se fueran a casa y aceptaran al gobierno talibán.
Luego, los combatientes atacaron y detuvieron a manifestantes masculinos y a varios periodistas. Uno de los pistoleros me golpeó con un rifle y me empujó al piso.
Nos trasladaron a una comisaría, donde seis o siete hombres armados me esposaron, me empujaron al suelo y me golpearon brutalmente.
Con porras, palos, cables eléctricos y látigos me golpearon en los muslos, espalda, hombros y cara, e incluso, me rompieron la mano derecha. Mi boca rezumaba sangre y los moretones cubrían mi cuerpo.
El dolor me envolvió. Cuando rogaba por mi liberación, simplemente me golpeaban más fuerte. Aunque intentaron sostenerme, seguí cayendo. Uno de los combatientes talibanes me dio una patada en la cabeza y dijo: «Tienes suerte de que no te hayan decapitado».
Me llamaron kafir, o no creyente, por ir en contra del Islam. Me dijeron que tenían derecho a torturarme y a matarme.
Como otros, gritaba de dolor. Pero los talibanes no detenían la tortura. No podía huir. En mi interior, me entregué silenciosamente a mi destino.
Perdí el conocimiento. Aproximadamente una hora después, los combatientes me llevaron a una habitación sucia donde estaban torturando también a varios periodistas. Nos obligaron a mirar. Tal fue la impresión, que me volví a desmayar.
Unos minutos más tarde, me desperté con los combatientes talibanes salpicándome la cara con agua fría. Me obligaron a cambiarme los jeans y la camisa manchados de sangre y a ponerme la ropa tradicional afgana.
En total, me detuvieron durante tres horas. Temí por mi vida todo el tiempo. Pero, sorprendentemente, me dejaron ir. Antes de liberarme, forzaron mi huella digital en un papel garabateado con algo.
Sin saberlo, había dado mi consentimiento para que los talibanes me decapitaran si continuaba protestando contra su gobierno.
Los talibanes dicen que los activistas como yo somos kafirs porque exigimos la igualdad de género, lo que va en contra de la ley Sharia de los talibanes. Dicen que como no respeto a Alá, ellos tienen derecho a detenerme por la fuerza, incluso a matarme.
«Se nos permite matar kafirs como tú», me advirtieron.
Desesperado e inmerso en la incertidumbre
Temo por mi vida y me he encerrado en mi casa. No puedo expresar libremente mis opiniones ni en las redes sociales. Esta no es una sociedad civil, es una prisión.
Constantemente busco una manera de escapar de este país y volver a mis estudios en la Universidad del Sur de Asia, pero estoy varado. No sé si alguna vez lo lograré. Cuando pienso en los talibanes, la amargura se apodera de mí.
Ahora no hay mujeres que caminen por las calles de Kabul. Recuerdo que la ciudad estaba llena de mujeres, hasta hace sólo unas semanas, y apenas puedo creer lo que estamos viviendo.
De 1996 a 2001, los talibanes reprimieron severamente a las mujeres en Afganistán. Ese momento, donde todos los aspectos de la vida de una mujer estaban controlados, contenidos y confinados, ha vuelto.