Quince minutos después de haber ingresado al refugio, escuchamos el estallido de los vidrios de una ventana que da al patio de la casa. Inmediatamente, el aire se llenó con gritos en árabe, destrozando nuestra seguridad. El sonido inconfundible de disparos resonó en nuestra propia casa, seguido por un forcejeo en la puerta de la habitación.
EIN HA-SHLOSHA, Israel – El sábado 7 de octubre de 2023 me desperté al sentir que las paredes de mi habitación retumbaban. Escuché algunas explosiones, sin entender todavía si eran parte de mi sueño o si en verdad estaban sucediendo. Cuando la sirena chirrió alertando el ataque de misiles, todas las dudas se disiparon. El altoparlante del kibutz repetía “¡Alerta roja! ¡Alerta roja!”. Somnoliento, fui a la habitación de mis padres, que es el refugio antimisiles de la casa.
Me esperaban mi papá, mi mamá y mi hermana menor, ya acostumbrados a esta experiencia. Cada año, alrededor de diez veces escuchamos esas sirenas y tenemos que ingresar al refugio. Viviendo a pocos kilómetros de Gaza, sabemos cómo actuar cuando suenan las sirenas. Me senté en la cama de mis padres, preguntándome “¿Será una alerta corta esta vez?”. Quería volver a mi habitación y planificar mis actividades de la semana. Al día siguiente tenía que comenzar las clases en la universidad.
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Hay algo de rutinario en todo esto, tanto que en el primer momento el miedo no está presente. Simplemente seguimos el protocolo, no nos volvemos locos ni nos asustamos. Sólo tomamos las medidas necesarias. Generalmente, cuando escuchamos el impacto de un misil, esperamos diez minutos más y salimos del refugio para retomar nuestras actividades, con la precaución de mantenernos cerca. Pero esta vez fue diferente.
Dentro del refugio, me conecté a las redes sociales, aún con la poca señal de internet que se recibía, y leí que había ataques en ciudades cercanas. En el grupo de whatsapp que tenemos junto a otros vecinos ya se hablaba de infiltraciones de Hamas en los kibutz. La intranquilidad comenzaba a crecer. Se sentía anormal.
La habitación de mis padres, a simple vista, es como cualquier otra, pero tiene diferencias clave que la transforman de un lugar de descanso a un refugio antibombas. Un material específico reviste las paredes, las ventanas tienen tres tipos de cerramientos. La puerta blindada es de cuarenta centímetros de espesor. Por primera vez, miré todo eso y pensé “¿La estructura va a aguantar cuando llegara el momento?”. La naturalidad dio paso al temor.
Quince minutos después de haber ingresado al refugio, escuchamos el estallido de los vidrios de una ventana que da al patio de la casa. Quince minutos después de haber ingresado al refugio, escuchamos el estallido de los vidrios de una ventana que da al patio de la casa. El sonido inconfundible de disparos resonó en nuestra propia casa, seguido por un forcejeo en la puerta de la habitación.
Una angustia total me consumía, mientras intentaba consolar a mi hermana, que lloraba inconteniblemente. Temía que los terroristas la escucharan, necesitábamos que creyeran que no había nadie en casa. Mi madre llamó a los servicios de emergencia, en voz muy baja, y ellos le dijeron que la ayuda estaba en camino. Mi padre y yo sujetábamos la puerta del refugio, mientras rezábamos.
Agarré la puerta con todas mis fuerzas, mientras los terroristas tironeaban desde el otro lado, haciendo sonar el mecanismo que la mantenía trabada. La puerta se movió y se estremeció, y yo rogaba que aguantara. Sentía que se me desvanecían las fuerzas. La tensión era insoportable, y el miedo también. Me convencí de que todo era en vano, que nuestra historia llegaba hasta ahí.
Con el corazón estrujado, de repente sentí la necesidad de despedirme. Agarré el celular y, entre lágrimas, escribí a mi familia y amigos: “Están en mi casa. Si me llega a pasar algo, sepan que los quiero”. Abracé a mi mamá, a mi papá y a mi hermana, les dije todo lo que los quería. Me preparé para irme en paz en caso de que la puerta se abriera. Pero la puerta resistió.
De un momento a otro, los forcejeos cesaron, y no hubo más ruidos en la casa. Pero no nos animábamos a salir del refugio. “Están haciendo silencio para que nos confiáramos y pudieran atraparnos”, pensamos. Los nervios corrían por mi cuerpo a tanta velocidad que era incapaz de quedarme quieto. Caminaba de un lado a otro por la habitación, y sólo me detenía para abrazar a mi familia. De repente, vimos soldados por la ventana. Decían nuestros nombres.
Abrimos un poco la ventana para ver mejor y observamos a varios vecinos caminando por la calle. Sus rostros se veían desencajados, pero los soldados habían llegado a rescatarnos. Sobrevivimos, pero muchos otros no lo hicieron. Se mezclaron muchas emociones: la alegría y el alivio por seguir vivos, y el enojo y la tristeza por los que murieron.
Abrazamos a los soldados fuertemente, les agradecimos y también les reprochamos la demora. Fue un alivio, pero no un festejo. No podíamos festejar mientras escuchábamos que algunos conocidos habían sido brutalmente asesinados. Miré mi casa y la recorrí, sin reconocerla del todo. Todo se había vuelto un caos. Hamas prendió fuego algunas partes de la casa, y se robó nuestras cosas. Se llevaron objetos que no les servirían para nada, pero cuyo valor afectivo y simbólico para nosotros era altísimo. Nacimos en Argentina, y ellos se llevaron nuestros recuerdos del país.
El dolor en ese momento fue enorme. El fruto del trabajo de años (nuestra casa y nuestras posesiones) estaba reducido a escombros. Pero, al fin y al cabo, nosotros cuatro estábamos bien. Todos sobrevivimos. Aunque el frenesí emocional me llevaba hacia lo más profundo de la tristeza, inmediatamente sentía la satisfacción de valorar la vida.
En las calles había un horror aún más grande. La aniquilación ocupaba cada centímetro. Miré alrededor y sólo había autos quemados, casas rotas, gente absorta y soldados corriendo. El convoy del ejército tomó el control de la situación. De fondo, seguían sonando las sirenas, porque la amenaza de misiles seguía acechando.
A lo lejos, todavía se escuchaban disparos, porque los combates continuaban en comunidades cercanas. En el cielo gris por el humo, sobrevolaban helicópteros. Estaba parado en un campo de batalla. Quise creer que todo era una pesadilla, que en realidad todavía estaba durmiendo en mi cama y que en cuanto abriera los ojos todo terminaría. Me sentía muy confundido, no sabía para dónde ir ni qué hacer.
Atiné a acomodar algunos de los destrozos en mi casa. En cuanto los soldados terminaron de organizar nuestra evacuación, armamos una valija con pocas cosas. Mi papá se puso al volante en el auto, yo me senté a su lado. Mi mamá y mi hermana, en el asiento trasero. Todos los sobrevivientes avanzamos en una caravana escoltada por camiones y tanques blindados del ejército.
Al costado de la ruta, vi la magnitud del ataque que se extendía a nuestro alrededor. Vi campos quemados, vehículos destrozados y cadáveres humanos por todas partes. Fue como salir de una pesadilla para ingresar en otra. Todo lo que veía me hubiera resultado inimaginable tan sólo un día atrás.
Viajamos conteniendo el aire, sin poder todavía liberar las tensiones y llorar como hubiéramos deseado. Era como si el nerviosismo nos anestesiara. Mis papás intentaron un par de veces decirnos algo esperanzador, pero al final todos nos quedamos sin palabras. Entendimos que lo mejor era hacer silencio.
Llegamos a las tres de la mañana del viernes a Eilat, en medio del desierto del Neguev. Nos instalamos en un complejo de casas que nos dio el ejército temporalmente. Por el resto de la noche, con la mente agitada, no pude dormir. Frenético, buscaba y leía noticias de lo que estaba pasando y veía videos horrorosos. Intentaba comprender la magnitud de los hechos.
Volví a comunicarme con mis amigos, les conté lo que pasé, les dije que ya estaba bien, en un lugar seguro. Durante los primeros días me costó comer. La angustia me cerró la garganta y anuló mi apetito. Desde que me despierto hasta que vuelvo a dormirme pienso en lo que pasó. En todo lo que vi.
Desde que me enteré que Hamas asesinó brutalmente a algunos de mis amigos, no puedo parar de llorar cuando pienso en ellos. Es como si mis emociones estuvieran a flor de piel y cualquier estímulo desencadenara el llanto. Siento que ayuda, de todos modos, descargar un poco. Todavía no encuentro palabras para describir lo que pasamos y lo que siento, pero lo intento. En la comunidad empezamos a contar con ayuda psicológica para poder sacar esto de adentro nuestro. El dolor, las imágenes, los olores, los ruidos de disparos, todo se impregna y carcome por dentro. Nunca imaginé que venir a Israel implicaría vivir un momento así.
Nací y me crié en Buenos Aires y, aunque con mi familia llevamos una vida secular, nuestra conexión con la comunidad judía siempre estuvo presente. El sionismo (el movimiento para restablecer una nación judía en Israel) caló hondo en mí desde chico, y crecí anhelando vivir aquí. Hace cuatro años, nos reunimos en la mesa familiar y decidimos mudarnos a Ein Ha-shlosha, alejarnos del tráfico y el ruido de la gran ciudad.
Me entusiasmaba dejar atrás el incesante movimiento de personas y el bullicio permanente para llevar una vida más apacible y conectada con la tierra y nuestras raíces. Estos últimos años, el kibutz me rodeó de naturaleza. Suelo pasar tiempo mirando el campo, con el canto de los pájaros musicalizando el momento, bajo un cielo muy celeste. Es una vida muy pacífica, en un espacio en el que nos conocemos bien entre todos. El sentimiento de pertenencia es muy fuerte. Somos todos parte de una comunidad y hacemos que todo funcione.
Estoy en el último año de la universidad, estudiando la carrera de Ciencias Políticas. También trabajo ahí, como ayudante de cátedra. Los sábados, a los que llamamos Shabbat, son el día más tranquilo de la semana. Hay pocos autos en la calle y nadie trabaja. Nos despertamos con guerras y sirenas, con asesinatos y caos. Los terroristas nos quitaron nuestro día sagrado, la paz y la tranquilidad de la naturaleza y del barrio, y lo convirtieron en un campo de guerra.
Hoy estoy tratando de retomar la calma y la tranquilidad. Después de que toda la adrenalina y el temor se disolvieron, los días parecen eternos. Se estiran una y otra vez, y me pregunto “¿Cuándo vamos a poder retomar nuestras vidas cotidianas?”.
Intento consolar a las familias de personas que fueron asesinadas, y busco formas de mantenerme ocupado. Siento que mi vida fue cortada de una forma tajante, y todavía no pude unir los pedazos. Son sensaciones muy extrañas que nunca pensé que iba a vivir y que todavía me cuesta interpretar.
Todavía no se sabe lo que va a pasar, cuándo podremos volver a casa, si es que volvemos. Pueden pasar semanas o meses. Llegamos a pensar en volver a Argentina si la situación se vuelve insostenible, aunque nuestras vidas están acá, en Israel. Sería muy difícil empezar desde cero una vez más.
Me levanto cada mañana agradecido por poder verle la cara a mi familia; estamos todos bien. Aunque también me levanto y vuelvo a recordar toda la pesadilla. Es un proceso que va a llevar mucho tiempo. Es un duelo que muchos tenemos que hacer, cada uno a su manera.
Estoy seguro de que el tiempo nos va a ayudar a sanar, pero no logro entender por qué pasó lo que pasó, ni por qué nos salvamos. La imagen de esa puerta bendita viene constantemente a mi mente. Le voy a estar eternamente agradecido. Sólo se me ocurre pensar que ese día no nos tocaba a nosotros. No era nuestro día para morir.