Dejé todo atrás y potencialmente me expuse al virus para llevar comida a quienes más la necesitan.
Soy un futbolista que entendió que la solidaridad del ser humano nos sostiene como sociedad y que lo material no tiene sentido si no podemos ayudar a los demás.
La pandemia me conectó con mis raíces y me movilizó a ayudar a los más necesitados.
Dejé todo atrás y potencialmente me expuse al virus para llevar comida a quienes más la necesitan.
Pensé que era mi momento de devolver un poquito de todo lo que la vida me dio.
Incluso hoy, mis ojos se llenan de lágrimas cuando recuerdo a todos los que vinieron y me agradecieron por un plato de comida.
COVID es un virus altamente contagioso. Está acabando con la vida de muchos seres queridos.
Provocó el cierre de muchas empresas y, con ellas, el desempleo creció.
Caminando por las calles de mi barrio, noté la falta de gente.
Todos los días descubría que alguien más estaba perdiendo su trabajo, no podía comer lo suficiente e incluso le faltaban elementos esenciales para desinfectarse y protegerse del virus.
No podía quedarme de brazos cruzados mientras mis primeros pasos en el fútbol habían sido allí.
Soy quien soy gracias a la gente de mi barrio, gracias a mis amigos y vecinos. Le debo a esta gente. Mis recuerdos me dieron el puntapié inicial para ayudar a quienes no lo estaban pasando bien.
Estaba angustiado, a veces excesivamente, pero algo en mi cabeza se iluminó: tenía que ayudarlos.
En ese momento, tenía contrato con el club Ferrocarril Midland, de la cuarta división del fútbol argentino.
Mirando esta situación y lo grave que era el problema, pensé que era mi momento de devolver un poco de todo lo que la vida me había dado.
Hablé con un grupo de amigos del barrio.
Se nos ocurrió juntar algo de dinero para cocinar en el club y alimentar a quienes más lo necesitaban.
Poco a poco, el proyecto se fue haciendo realidad.
Empezamos a recaudar dinero y, después de algunas conversaciones con los dueños del club, logramos abrir un pequeño espacio para entregar comida gratis.
Las primeras veces, se acercaron unas 20 personas, en su mayoría conocidos. Era por ellos que estábamos allí.
Esas cenas eran una fiesta. No importaba cuál fuera el menú. Para ellos, era una fiesta.
Ese espíritu familiar trascendió a los pocos comensales que asistieron.
Estaba orgulloso y feliz con lo que estábamos haciendo para ayudar a la sociedad.
De un día para otro, comenzamos a alimentar a unas 200 personas por noche.
La sociedad entendió que necesitaban más ayuda. Por eso, comenzamos a recibir ropa, colchones e incluso artículos de higiene.
Nos quedamos impactados. Habíamos logrado más de lo que habíamos soñado.
Detrás de las donaciones, habíamos despertado la empatía de un barrio apagado por COVID.
Incluso hoy, mis ojos se llenan de lágrimas cuando recuerdo a todos los que vinieron y me agradecieron por un plato de comida.
Se sintieron reconocidos y acompañados en este trágico momento.
Mayores, jóvenes, adultos y niños me brindaron todo su agradecimiento.
Comprendí que nada había sido en vano: el esfuerzo de recolectar cada uno de los ingredientes e ir a buscar donaciones a pesar de la distancia y el sacrificio que hicimos valió la pena.
El brillo de sus miradas funcionó como una caricia para cada uno de nosotros en cada cena que preparábamos.
Ahora entiendo que el fútbol también es esto: barrio y solidaridad.
En el campo de juego, aprendí a ser humilde y solidario.
El trabajo en equipo siempre es más poderoso y los resultados son visibles.