Muchos migrantes venezolanos han viajado a Colombia en busca de nuevas oportunidades. Sin embargo, la falta de empleo y las políticas de algunos gobiernos no han permitido que todos los inmigrantes sobrevivan.
BOGATÁ, Colombia – Salí de Caracas, Venezuela, a pie hace seis años. Llegué a Colombia lleno de ilusiones y sueños pero desde el principio ha sido muy difícil.
Durante los primeros 17 días, viví en la calle y sólo bebí agua. No he dormido ni comido bien. Pensé que migrar sería más fácil.
Todos los días, desearía poder regresar a mi tierra natal. La gente me hizo creer que podría tener una vida mejor fuera de mi país. Esa promesa nunca se hizo realidad.
Las promesas falsas llevan a los migrantes a la pobreza
Dadas las condiciones en Venezuela, decidí irme del país. Parecía la mejor opción para salir de la crisis.
Mis amigos, desde el exterior, decían que era un sueño hecho realidad, que vivían en el paraíso. Sus comentarios me alentaron a emprender este viaje.
La frontera estaba a ocho horas de Maracaibo o a catorce de San Cristóbal. Hice la caminata sin dinero. «Caminantes» se nos llama a los venezolanos que emigramos a pie por Sudamérica. Creí que era mi única opción y estaba decidido a llegar a Maicao.
Decidí empacar mi mochila y hacer el viaje con un par de amigos.
Mis conocidos me decían que en Colombia había empleo y una mejor calidad de vida.
Me tomó diecisiete días llegar a la frontera. Sin descanso, bajo el sol y la lluvia, tuve hambre y sed. El dolor asoló mis pies, pero mi objetivo permaneció intacto. Estaba decidido a dejar mi país. La caminata fue increíblemente agotadora, pero soy un hombre joven y soporté el viaje.
Crucé la frontera con un grupo de migrantes sin muchos problemas. Una vez en Colombia, pasé siete meses en Riohacha, una ciudad al norte del país donde el río Ranchería se une con el mar Caribe.
Es conocido por su pueblo nativo Wayúu.
Allí, dormí en la calle. Tenía frío y no tenía qué comer. Empecé a darme cuenta de que el sueño no era tan maravilloso como lo suponía. Nadie me ayudó y tuve que buscar comida en la basura para sobrevivir.
Las calles y el hambre, mi nueva forma de vida
Si quería tener un futuro, debería mudarme a una ciudad más grande, así que seguí caminando hasta Cartagena. Una vez más, enfrenté dificultades. Dormí mucho tiempo en la playa. Me entristece recordar esos momentos.
Pasé por muchos momentos difíciles a lo largo de mi viaje. La gente me negaba un plato de comida, me miraba mal y me echaba a patadas cuando pedía limosna.
Pronto salí de Cartagena y llegué a Bogotá. Estaba solo, pero tenía grandes esperanzas de poder salir adelante. Todavía era un soñador. Mis pequeños, mi esposa y mi familia me alentaban a continuar.
Pronto, llegué a comprender que la gente me engañaba a mi y hasta a ellos mismos. Me vendieron la premisa de que los venezolanos éramos bienvenidos, pero lo que experimenté fue diferente.
Las fotos que había visto en las redes sociales eran sólo una apariencia.
Tenía muchas ganas de traer a mi hermosa familia aquí, pero tuve que trabajar muy duro para sobrevivir. En Venezuela, he sido un vagabundo. Aprendí que nada en la vida es fácil; que para tener algo hay que trabajar duro para conseguirlo.
Convertirme en reciclador en Bogotá fue un nuevo comienzo para mí. Me permitió traer a mis hermanos y ellos ayudaron con el trabajo, por lo que fue menos estresante para mí. Finalmente, logramos traer a mis padres, esposa e hijos.
Después de unos meses, cuando estábamos todos juntos, tuvimos que redoblar nuestros esfuerzos.
Dejé de trabajar como reciclador y estaba decidido a ser vendedor ambulante. Todavía no sé si fue una buena idea; los resultados no han cumplido las expectativas. Nuestra meta diaria de ganancias es de 35.000 pesos (aproximadamente $ 9.33 USD) para garantizarnos un plato de comida.
En las calles, algunos vendedores son muy buenos y otros muy malos. Nuestro desafío es alimentar a los once miembros de la familia.
Por las mañanas, una amiga me da el desayuno y yo lo pago por la noche. En el almuerzo, tomo una sopa o espero llegar a casa para comer. En casa, sólo podemos comprar menudencias de pollo con arroz. Somos demasiados para permitirnos los lujos de comer carne o pollo.
Mi trabajo es pararme todos los días frente a un centro comercial para vender bolsas. Naturalmente, siento el desprecio del público. Veo las caras amargas y escucho sus respuestas e insultos, pero me permite tener algunas monedas al final del día.
No he tenido la oportunidad de estudiar. Con tanta mala suerte que en el camino, me robaron mi documento venezolano y no puedo recibir beneficios del gobierno colombiano. Soy un ilegal.
Dudo conseguir algún día un trabajo digno. No quiero vender bolsas el resto mi vida. Lo que necesito es un trabajo estable donde pueda trabajar duro. Deseo poder comerme una hamburguesa, comprar ropa, viajar y darles a mis hijos lo que nunca tuve en 26 años.
Cada día vendo menos y gasto más. La pandemia empeoró nuestra situación. Seguiré trabajando en las calles, pero mi corazón siempre estará en Venezuela.
Espero volver a casa algún día.