A veces, el peligro acecha a la vuelta de la esquina. Durante uno de esos incidentes, me aferré a unas piedras. Debajo de mí había un gran vacío. Gracias a Dios, no era la última persona de la fila. Alejandro vino detrás de mí y me agarró la mano. «Tienes que levantar la izquierda», me dijo. El peso de mi mochila me tiró hacia abajo. No tenía fuerzas.
SANTA ROSA DE CALAMUCHITA, Argentina ꟷ Como ama de casa, madre de cuatro niños y comerciante, nunca hice deporte. Luego, a los 54 años, me convertí en la primera mujer conocida en hacer la peligrosa caminata desde Punta de Vacas hasta Tunuyán.
Empecé a entrenar a los 47 años para la travesía, que no se había logrado en 40 años. Junto con mi entrenador Alejandro, me preparé para los senderos no marcados y para una oportunidad única en la vida. Mi logro me sorprendió.
Siempre soñé con vivir en las montañas y, a finales de los cuarenta, decidí mudarme de Lincoln, en la provincia de Buenos Aires, a Santa Rosa de Calamuchita. Mi pasión por la naturaleza me hizo sentir algo: que tenemos un lugar en este planeta. Siempre quise cruzar un lago a nado, así que empecé a entrenar. Allí encontré a un colega que me animó a entrenar para competir, y me compré una bicicleta.
A través del entrenamiento cruzado, surgió la oportunidad de una gran aventura. Cuando acepté entrenar para la travesía de Punta de Vacas a Tunuyán, inocentemente subestimé la tarea. No podía imaginar lo complicado que sería, pero mi falta de conocimientos de montañismo no me detuvo.
Cada día del viaje nos enfrentamos a retos difíciles. Un día subimos a Portezuelo. Nos quedamos sin agua desde las tres de la tarde hasta las diez de la mañana del día siguiente. A las diez y media encontramos agua para hacer el desayuno. No habíamos comido desde el día anterior. El hambre quedó eclipsada por la indescriptible sed. Sin embargo, la constante descarga de adrenalina te conmueve. No se detiene el cuerpo ni la mente. Las sensaciones que sientes y las maravillas que ves parecen inmensas.
A veces, el peligro acecha a la vuelta de la esquina. Recuerdo caídas feas y peligrosas. En una de ellas, me agarré a unas piedras. Debajo mío había un gran vacío. Gracias a Dios, no era la última persona de la fila. Alejandro vino detrás de mí y me agarró la mano. «Tenés que levantar la izquierda», me dijo. Estar colgada ya era un reto, pero el peso de mi mochila me tiraba hacia abajo. No tenía fuerzas.
«Dejame descansar un minuto y haré el esfuerzo», respondí. Me quedé allí, agarrada a las rocas, pidiéndole a Dios que me diera fuerzas para mover mis piernas. Lo hice y me puse a salvo. Fue un momento muy emocionante para mí.
El entorno parecía a menudo hostil. Caminando por un sendero sin señalizar, cualquier paso en falso podía hacerte resbalar y provocar una desgracia. Sin embargo, otros momentos me dejaron asombrado, como la inmensidad de las cascadas y el mágico sonido que producían.
La naturaleza, en cada esquina, invadía mi cuerpo. Las flores y los olores no se parecen a nada que se pueda encontrar en otro lugar del mundo. Aun así, el viaje me desafió. El camino se volvió frustrante a veces.
El cansancio y la deshidratación parecían a veces fatales. Por la noche, el frío aumentaba tanto que sólo nos quitábamos las botas, durmiendo con toda la ropa y las chaquetas puestas.
En los últimos días del viaje, sentí una increíble frustración y desesperación. Aunque veíamos el final a la vista, llegar a él resultaba difícil. El tiempo parecía más largo. Empecé a hacer todo tipo de concesiones con el cielo.
Sin embargo, yo lo logré. Perdí tres kilos y medio (casi ocho libras) en ocho días, pero lo hice. Completé una caminata que no se había hecho en 40 años. Sin ser escaladora ni haber hecho nunca deporte, me convertí en la primera mujer conocida en conseguirlo.
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