Recorriendo mi imagen lentamente, veo a una mujer elegante y bella. Vieja, sí, porque acepto mis años. Pero hay un semblante distinto en mí. Hay mucha vida vivida y también mucha vida por vivir.
VITERBO, Italia – A mis 95 años, sigo aprendiendo y deleitándome con nuevas posibilidades. En mi juventud renuncié a todo. Por el trabajo, por mi hija. Las ocupaciones de la casa tomaban todo mi tiempo y mi energía. No pensé que las redes sociales serían un espacio para alguien como yo, pero siento que me resucitaron. Me siento más libre que nunca.
La vida no deja de sorprenderme, incluso cuando pensé que ya no tenía más nada para ofrecerme. Las redes sociales me hicieron sentirme útil otra vez. El contacto con la gente le dio un sentido renovado a mi existencia.
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Tuve una vida dura, marcada por una infancia transcurrida durante la Segunda Guerra Mundial. La muerte y la escasez fueron el contexto en el que crecí, y eso forjó mi carácter. En la adultez, recibí un golpe del que me costó reponerme, cuando murió mi hija. No hay palabras para describir lo que se siente en un momento así. Me apoyé mucho en Aldo, mi esposo, mi gran compañero de vida. A su lado, los días tenían un brillo distinto. Nos entendíamos sólo con mirarnos, y saber que estaba cerca de mí era motivo suficiente para estar en paz.
Cuando su salud comenzó a deteriorarse, sentí que yo me apagaba con él. El día que murió, internado en un hospital, para mí todo había terminado. En ese lugar impersonal, en una cama ajena, su cuerpo yacía en la camilla. Verlo era desolador, y el corazón se me estrujó. Aunque estaba rodeada por mi familia, me sentí profundamente sola.
Por primera vez en más de sesenta años, Aldo ya no estaría conmigo. Sentí que ingresaba en un túnel oscuro, alejándome del mundo. Y que nada podría sacarme de allí.
Al volver a casa, la tristeza se hizo aún más profunda. Todo me recordaba a él. Cada uno de los objetos y ambientes pertenecía a los dos. Esa casa solía albergar a una pareja feliz. Pero ahora yo era una anciana solitaria. Comencé a pensar que no había motivos para seguir viviendo, no sentía ganas de nada. Los días se repetían de forma monótona. A la mañana, al despertarme, me sentaba en la cama y me obligaba a intentarlo. Pero, luego del desayuno, el desánimo podía más que mi voluntad, y volvía a la cama.
Pasaba acostada la mayor parte del tiempo. Cerrando fuerte los ojos y deseando que no volvieran a abrirse. Me sentía una carga para mi familia y para la sociedad. Pensé que ya era mi momento de irme, que ya había hecho en mi vida todo lo que tenía por hacer. Un día, mientras preparaba una masa en la cocina, se acercó mi nieto Emanuele.
Y me dijo “Nonna, mira, tengo esta cámara nueva». «Quiero hacerte una fotografía, ¿te gustaría?” Con una enorme sonrisa. En sus ojos noté la ilusión de animarme de alguna manera. “¿Te parece que es momento para fotos?”, le respondí. Pero insistió y logró convencerme.
Su entusiasmo me contagió poco a poco, y terminé sonriendo junto a él. En cuanto me mostró las imágenes, me emocioné. Porque que quedaba en mí un brillo que yo ignoraba. Mi nieto lo veía. Supo que yo no estaba lista para irme, que no me había apagado. Y con esas fotos hizo que yo también lo notara. Pero la magia no finalizó allí. Sin avisarme, creó una cuenta de Instagram para mí y subió la imagen.
Llegaron muchos comentarios. Y Emanuele vino a mí contento para mostrármelos. Me los leyó uno por uno. Y sentí como vida volvía a expandirse e iluminarse. Un puñado de letras en una pantalla tenía un significado enorme para mí. Me quedé sin palabras. Los elogios de la gente me emocionaron hasta las lágrimas, y sus pedidos de consejos me hicieron sentirme útil otra vez. Viví ese momento como una señal de que todavía no había llegado mi hora de partir. Aquello fue como la primera ficha de un juego de dominó que comienza a empujar a las demás, porque reorganizó mi vida.
Al despertarme, ya no pensaba en volver inmediatamente a la cama. Al contrario, desde aquel día amanezco con ansias de leer los mensajes de las personas. Me despertaba, me vestía y rápidamente le tocaba la puerta a mi nieto Emanuele para que me leyera todos los mensajes. Con su ayuda, respondo los que puedo. A cada seguidor y seguidora le digo nieto o nieta. Son una especie de familia extendida.
También comencé a pensar más en mi imagen, a elegir con cuidado cada mañana la manera de vestirme. En mi cabeza está presente la rutina de ser fotografiada para que el mundo me vea, y quiero que sea radiante. Comencé a mirarme al espejo con otra mirada.
Recorriendo mi imagen lentamente, veo a una mujer elegante y bella. Vieja, sí, porque acepto mis años. Pero hay un semblante distinto en mí. Hay mucha vida vivida y también mucha vida por vivir. Al cambiarme, peinarme y pintarme siento que estoy diciéndole al mundo lo mucho que me gusta estar en él. Siento que encontré mi lugar, ya no pienso que soy una carga para nadie.
Con frecuencia me siento en mi jardin. Mientras observo el verde que me rodea y las plantas hermosas que florecen en la primavera italiana. Y me dejo acariciar por la brisa que llega desde el mar. En esos momentos, me pongo a pensar en el sentido de la vida y en la vejez. Espero que todas las personas de mi edad encuentren, como yo, alguna forma de aferrarse a las cosas lindas. Soy una vieja feliz, encontré mi lugar en el mundo y, desde allí, puedo ayudar a otras personas a sentirse mejor. Mi salud, lógicamente, es más delicada que antes por mi edad. Hace poco tuve que estar internada por un tiempo, pero seguí en contacto con la gente y preparada para seguir adelante. No le tengo miedo a la muerte, aunque sé que anda cerca de mí. Alguna vez vino a visitarme, me extendió su mano, pero no le hice caso. Cada noche, cuando voy al baño, me perfumo, para que me encuentre así, lista y en paz. Cuando llegue mi momento, le agradeceré y me iré feliz con ella.