Quedé hechizado por el lugar. La primera vez que vi un delfín, salimos muy temprano, como a las 5 de la mañana. El sol estaba recién asomando en el horizonte, la claridad era parcial, y neblina muy densa y baja cubría todo, como si fuera una película de terror. De pronto, un ruido ensordecedor parecía rodearnos y comenzaron a saltar frente al bote un montón de delfines.
PUERTO NARIÑO, Colombia – Llevo 37 años trabajando junto a los delfines rosados en el Amazonas colombiano. Son animales especiales, con los que tengo una conexión muy íntima desde que supe de su existencia. Luchando contra su extinción, al mismo tiempo lucho por detener el impacto negativo sobre la naturaleza de la región. Este año, me sorprendió que National Geographic me reconociera como Explorador del año por todo este trabajo.
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Un día, mientras trabajaba en mi oficina en Bogotá, recibí un mensaje de uno de los subdirectores de National Geographic. Me preguntaba si podíamos hacer una videollamada urgente. Como llevamos juntos un proyecto, llamado Perpetual Planet Amazon Expedition, creí que había ocurrido algún inconveniente. Jamás imaginé que, unos minutos más tarde, me diría que me habían elegido como Explorador del año.
El año pasado yo asistí a la ceremonia de ese mismo galardón, y soy consciente de que por allí ha pasado gente que ha dejado una huella grande. No me sentía a la altura y fue toda una sorpresa. En cuanto corté el llamado, me quedé pensando que me había imaginado todo. Recién un par de semanas más tarde, cuando alguien más de la organización llamó para felicitarme, confirmé que era real.
Mi idilio con la naturaleza comenzó cuando era niño. Mi abuelo solía llevarnos a un lugar el Orinoco, una zona fronteriza entre Colombia y Venezuela, llamado Puerto Carreño, donde interactuaba con la naturaleza. Junto a mis hermanos iba al río a nadar. Antes de tirarme al agua, tenía que tirar piedras para espantar a las pirañas y nos metíamos con un palo para ahuyentar a las rayas. Luego nadábamos tranquilos, jugábamos felices hasta que alguien gritaba “¡Toninas!” y todo el mundo salía corriendo.
Yo no entendía qué era ese animal al que todo el mundo le tenía tanto miedo. Era como un fantasma, era como un mito. Nunca vi una tonina hasta que varios años después, cuando estudiaba en la universidad, me enteré que era el delfín del Amazonas. Me resultó muy curioso de niño me hiciera salir corriendo del agua el animal que después me apasionaría tanto.
Al comenzar a estudiar Biología Marina, todos me decían que en Colombia no había delfines. Por casualidad, fui a una conferencia en la que estaba Jacques Cousteau, cuyos documentales habían influido mucho en mi infancia. Él iba camino al Amazonas en una de sus expediciones, y me dijo “Nadie está estudiando a los delfines en Amazonas”. Eso quedó resonando en mí.
A mis 19 años, cuando cursaba el sexto semestre de la universidad, junto a dos compañeros fuimos en un avión de carga al Amazonas a estudiar estos delfines. En cuanto llegué al Amazonas, me embargó un sentimiento sobrecogedor y de vulnerabilidad. A pesar de que toda mi vida vacacioné en sitios de naturaleza, estar en la selva tropical más grande del mundo se sentía abrumador. “¿En que me metí?”, fue lo primero que pensé. Llegamos de noche a un pequeño pueblito lleno de vegetación. Al día siguiente, cuando amaneció, descubrimos la belleza de Puerto Nariño, que ha sido como mi casa en los últimos 37 años.
Es un pueblo mayormente indígena, de indígenas ticunas, cocamas y yaguas, con algunas personas que han ido de otras partes del país y han fundado ahí sus tiendas, sus negocios. Es un pueblo que tiene prohibidas las bicicletas, los carros, las motos. Es un pueblo donde camina. Es muy bonito, no hay basura, está muy organizado y la gente se portó muy bien conmigo.
Quedé hechizado por el lugar. La primera vez que vi un delfín, salimos muy temprano, como a las 5 de la mañana. El sol estaba recién asomando en el horizonte, la claridad era parcial, y neblina muy densa y baja cubría todo, como si fuera una película de terror. De pronto, un ruido ensordecedor parecía rodearnos y comenzaron a saltar frente al bote un montón de delfines. Se perdían en la neblina y volvían a saltar. Era pura magia.
No quedaba en mí nada de aquel miedo infantil a las toninas. La fascinación desbloqueó todos los temores automáticamente. Hoy, después de tantos años, me sigo maravillando de ver un sitio donde hay guacamayas, tucanes, jaguares y delfines en el agua. Es un milagro. Cuando me meto al agua, siempre me digo a mí mismo “Estoy metiéndome en un nuevo reino, con espíritus a los que hay que darles las gracias por estar acá”. Y trato de conciliar una buena energía al meterme ahí, sin saber qué me voy a encontrar, porque puede haber anacondas, caimanes, y otros animales peligrosos.
Llevo muchos años en Amazonas, y aquí he sentido cosas que no he podido explicar desde el punto de vista científico. Pienso que, cuando uno está en las ciudades, los sentidos se atrofian y uno ya no mira hacia el cielo, tampoco hacia el suelo. Uno no huele, uno no está. Simplemente uno se mueve hacia las acciones futuras, pero no está en el presente. Cuando estás en el Amazonas, tus sentidos se despiertan. Y los indígenas me ayudaron mucho a esto, a ver al ave que sólo escuchaba y que no podía ver, cómo oler una serpiente, cómo estar atento a diferentes cosas. Es una exaltación mayor de los sentidos.
Hace unos 20 años, un día se me acercó una indígena y me dijo “Ustedes hacen un buen trabajo, pero no del todo completo”. Me invitó a su comunidad, en la frontera entre Perú y Colombia. Era una espiritista brasileña que curaba a través de un espíritu del agua. La parte mítica y espiritual es muy importante en las comunidades indígenas, algo realmente poderoso y vivo. Esta mujer me enseñó una canción de invocación de los delfines.
La mañana en que puse en práctica la canción, vinieron muchos delfines. Sentí un poco de temor, porque me pareció que estaba jugando con cosas que no entendía. Decidí no volverlo a hacer nunca jamás. Es una forma de respetar creencias y cosmogonías de la zona, sin apropiármelas. Todo el tiempo hago equilibrio para ver cómo construir desde mi posición. Tengo que integrar ese conocimiento cultural con mi conocimiento biológico científico.
A veces miro hacia atrás y no estoy seguro de que, en todo este tiempo de trabajo, las cosas hayan mejorado. Suelo decir que soy optimista en un 51%, es decir que tengo un 49% de pesimismo. El delfín es parte de una región sobre la que hay demasiados intereses y están ocurriendo demasiadas cosas a una velocidad que no nos damos cuenta. Cambió ese mundo indígena que en nuestro imaginario es la Amazonía.
Hay grandes ciudades emergentes, crimen organizado operando en la región en todos los países, responsables de la minería ilegal y parte de los procesos de deforestación, el tráfico de cocaína, de fauna y madera. El delfín es un ejemplo más de que la contaminación por mercurio, la sobrepesca y la deforestación están causando desequilibrios climáticos gravísimo.
El año pasado, el agua alcanzó una temperatura de 40 grados, algo que nunca había sucedido. Yo estaba en el Amazonas colombiano y escuché que en Brasil morían cientos de delfines. En mi zona comenzaron también a morir, y el dolor de ver que el trabajo intenso no es suficiente para salvarlos es enorme. Mi conexión con los delfines es muy profunda, pero al mismo tiempo son una herramienta, una excusa para poder abordar la conservación de los grandes ríos.
Nuestros esfuerzos no están orientados únicamente a conservar los delfines, sino a conservar los grandes humedales, los ríos, en beneficio de todos, de la gente que habita allá y las otras especies de biodiversidad que están en los mismos cuerpos de agua. Hoy, a mis 56 años, muchas veces mis colegas me preguntan hasta cuándo voy a seguir poniendo el cuerpo en trabajos de campo. Me dicen que ya debería delegar. Pero necesito estar en el frente, es lo que me mantiene vivo, con pasión. Si me quedara en las ciudades, en reuniones burocráticas, realmente ya habría tirado la toalla, ya habría dicho “Hasta aquí”. Después de tantos años de ver delfines, sigo emocionándome profundamente.