Perdimos el conocimiento en medio del Mar Caribe. Cuando abrí los ojos, todo lo que podía ver eran palmeras, arena y agua.
EL MAR CARIBE, Cuba – Pasé los días más largos de mi vida varada en una isla desierta.
Después de planear mi viaje de ensueño con dos amigos, nuestro barco naufragó.
Perdimos el conocimiento en medio del Mar Caribe. Cuando abrí los ojos, todo lo que podía ver eran palmeras, arena y agua.
Después de que nuestro barco se hundió, mis amigos y yo nadamos por el mar, casi inconscientes, hasta que llegamos a tierra firme.
Mi grito de ayuda retumbó en el eco.
Allí estábamos, sólo nosotros tres, varados en una isla. Poco a poco, mis amigos fueron abriendo los ojos.
La desesperanza se instaló de inmediato. No había forma de comunicarse con nadie ya que sólo nos teníamos el uno al otro.
No sabíamos dónde estábamos y nos faltaba comida, ropa y suministros, así que tuvimos que improvisar para sobrevivir. Los primeros días fueron los peores y, a medida que se acercaba la noche, ansiábamos despertarnos en casa con un plato de comida y una ducha caliente.
Hoy, valoramos esos momentos.
Mis amigos y yo éramos los únicos habitantes de la isla, con suelo rocoso, palmeras y arbustos.
Me sorprendió la cantidad de ideas que nos vinieron a la mente para ayudarnos a sobrevivir.
En la isla, apenas había días de lluvia, por lo que no pudimos recoger demasiada agua. Los cocos fueron nuestra salvación ya que se convirtieron en nuestra única fuente de hidratación.
Con el paso de los días, nuestra boca se fue secando poco a poco y nuestra piel empezó a escamarse. Nuestro menú incluía ratas y caracoles. Suena asqueroso, pero para nosotros era un manjar, porque era el único alimento que entraba en nuestro estómago.
Recogimos hojas para atrapas las escasas gotas de lluvia y nos sumergimos en las aguas saladas para asearnos. Creamos diferentes armas de protección con ramas gruesas que aplastamos con piedras gigantes.
Estas actividades fueron nuestro pasatiempo.
Mientras tanto, nos acostumbramos a estar ahí. A veces, pensábamos que nadie nos salvaría jamás, que viviríamos para siempre en esa isla desierta. Esta mentalidad negativa trajo más problemas.
A uno de mis amigos le dio fiebre y no tuvimos más remedio que ser creativos. Inventamos un remedio y, poco a poco, le bajó la temperatura.
A medida que pasaban los días, nos enfermábamos, cambiaba nuestro estado de ánimo y nuestros cuerpos se volvían cada vez más débiles.
Sin energía, todo se volvió un desafío mayor aún.
Escribimos «AYUDA» en la arena tal como en las películas, sólo que esto era la vida real. Recordarlo todavía me emociona.
Cada letra que escribíamos expresaba nuestro deseo de que alguien nos viera. Era nuestra única esperanza.
Las letras eran gigantescas. Todas las mañanas y tardes, las rodeábamos saludando al cielo.
«Alguien tiene que vernos», pensábamos. Al instante, mi mente repetía: «No estás destinada a quedarte en esta isla para siempre, Julia. Todavía hay esperanza».
Extrañaba a mi familia, ir a la universidad y el trabajo, y me olvidé de mi rutina, mi cama, mi silla y el olor de la deliciosa comida que preparaba mi pareja.
Todo lo que quería era volver a esos días y deseaba no haber estado nunca en ese barco. Pasaban las horas sin pena ni gloria.
Antes de la isla, solía mirar el reloj cada cinco minutos. Ahora no tenía noción del tiempo. Nos despertábamos, comíamos caracoles, nos hidratábamos con agua de coco y lo repetíamos una y otra vez.
Nos moríamos de frío, hambre y sed. Nos dolían los pies de tanto andar descalzos. El dolor y la angustia estaban en nuestros rostros, estábamos devastados.
Los días seguían pasando y nos estábamos quedando sin ideas. Nuestras llamadas de ayuda parecían en vano; no sabíamos qué más hacer. Las esperanzas que teníamos se agotaron con el tiempo y todo parecía ser inútil.
A medida que las defensas de mi cuerpo disminuían, iba perdiendo las fuerzas. No podía estar de pie, ni mucho menos pensar. Cuando los días se volvieron críticos, hasta se me dificultaba hablar. Balbuceábamos, pero nos entendiamos.
El momento más triste fue cuando, ya sin fuerzas, nos dimos por vencidos. Estábamos entre la vida y la muerte.
Una mañana abrimos los ojos y no sabíamos que todo estaba por cambiar.
Repetimos nuestra rutina típica. Abrimos un par de cocos y nos hidratamos. Por lo que se sintió como la milésima vez, escribimos la palabra «AYUDA», que cada vez era más y más grande.
Nos quedamos gritando sin parar hasta que nos quedamos sin voz. Hicimos movimientos con nuestras manos mientras miramos hacia el cielo. Nuestros ojos estában vidriosos, queríamos llorar.
Entonces, de repente, apareció un ángel entre las nubes, un salvador. Un avión de la Guardia Costera nos vio junto con nuestra palabra, «AYUDA». Les gritamos que bajaran y nos sacaran de allí.
No podíamos creer que estuviera sucediendo. Un revoltijo de sensaciones nos inundó y estábamos extasiados. Había llegado nuestro momento. Saldríamos de allí.
En ese momento, la Guardia Costera nos arrojó una bolsa con provisiones y una radio para que pudiéramos comunicarnos. Después de eso, todo fue una celebración.
Recibimos la alerta de que nos recogerían en los próximos días. Vivimos esos días como ningún otro. Regresó la felicidad. Nuestro insomnio, nuestros mil intentos de gritar pidiendo ayuda, cada momento en la isla para sobrevivir había dado sus frutos.
Con la comida que dejaron, ya estábamos mejor físicamente. Todavía hacía mucho frío, estábamos sucios y nuestras defensas estaban bajas, pero todo estaba a punto de cambiar.
Por fin, esa pesadilla llegó a su fin. Cuando tocamos tierra firme, estábamos muy emocionados.
La Guardia Costera nos trasladó al Centro Médico de Lower Keys en Florida en los Estados Unidos.
Escuché a uno de los pilotos decir que fue fantástico que pudiéramos sobrevivir tantos días en una isla desierta; fue casi un milagro.
Treinta y tres días en la isla fueron una eternidad para nosotros.
El rescate fue un sueño y estábamos asombrados, relajados y tranquilos. Gracias al destino, viví para contar la historia.