Antes de Milei, veía la política como un escenario lleno de actores corruptos. Pero vi que Javier decía la verdad. En mí comenzó a crecer el compromiso de apoyarlo, de trabajar junto a él. Cuando decidí participar en política, fue en parte por aquel impulso. Me hizo ver luz al final del camino.
BUENOS AIRES, Argentina. El domingo 13 de agosto arriba del escenario del bunker de La Libertad Avanza [roughly translated it means The Freedom Advance], el espacio político que integro, las lágrimas brotaron de forma incontenible. Sentí las emociones más intensas de mi vida. Nos convertimos en el espacio más votado del país, quedamos cerca de gobernar Argentina.
[Ese día, el outsider político Javier Milei se impuso en las primarias presidenciales a los dos principales partidos del país, algo inaudito hasta entonces. La Libertad Avanza es un movimiento político ultraconservador de extrema derecha en Argentina que está arrebatando apoyos a los dos partidos tradicionales. Algunos comparan a Milei con el ex presidente estadounidense Donald Trump. Lilia, que trabaja como asesora de imagen de Milei, también anunció su candidatura a diputada nacional -una función similar a la del Congreso en Estados Unidos-].
Sentí la necesidad de procesar sola todo aquello y me fui sola a la habitación. Me senté en el sillón, con una sonrisa en la cara y el llanto que no cesaba. Miré los canales de televisión. Estaba deslumbrada por el asombro que nuestro triunfo provocó, y estaba exultante.
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La felicidad por ser primeros era lo principal Aunque también comenzaba a preocuparme que hubiera represalias hacia la gente que nos votó. Durante ese día, todo fue muy movilizante. Tuve la sensación de que el gobierno podría alterar los números oficiales, reducir el porcentaje de gente que nos apoyó. Y decidí salir a la calle, enfrentar a quienes esperaban noticias nuestras. Vi sus caras de ilusión, las mismas que nos acompañaron en todo este proceso. Y les dije que estábamos ganando. El festejo fue estruendoso, ese recuerdo es imborrable.
Es importante que me recuerde a mí misma por qué estoy haciendo esto. Desde que era chica sentí un gran rechazo hacia la clase política. Con siete años, acompañaba a mi mamá a hacer las compras y tuve mi primer choque con las consecuencias de los gobiernos en la vida de las personas. Tenía que sacar porcentajes y hacer cuentas complejas permanentemente, porque los precios subían todos los días. Había hiperinflación, una palabra extraña que estaba presente en nuestro día a día. Veía a mi mamá y su lucha cotidiana por ganarle a esa espiral de la que costaba salir.
Gracias a su trabajo, en casa estábamos bien. Pero a mí se me estrujaba el corazón al levantar la cabeza y ver a mi alrededor. Vivía al lado de una villa de emergencia, donde la gente sobrevivía como podía. Era terrible ser testigo de cómo alguien queda afuera de todo, incapaz de sostenerse. No puedo ser feliz si la gente a mi alrededor está mal. Muchos no tenían ni siquiera luz, y nadie tenía teléfono. Tomé consciencia de esas cuestiones. Y sigo siendo igual, con empatía.
Siento desde entonces que nuestros políticos no son empáticos. Yo tenía juguetes, una linda casa, no me faltaba comida, mi mamá trabajaba y mi papá también. Tenía abuela, perro, gato, y un árbol para treparme. Me pareció que esos líderes políticos, encerrados en sus pequeños mundos, se negaban a abordar los problemas obvios.
Soy combativa desde siempre. Fui a una escuela en la que éramos sólo tres chicas y más de treinta varones. Yo era el macho alfa: era grandota. Les jugaba carreras a los pibes y les ganaba. Me volví una especie de líder. El aspecto político de ese liderazgo surgió en séptimo curso. Una mañana, en séptimo grado, la directora de la escuela me pidió que leyera una poesía de Alfonsina Storni. [Storni was a famous poet in Argentina who criticized gender roles and spoke out about discrimination against women.]
Era el Día de la Bandera, y preferí hacer algo diferente. Escribí un discurso propio y lo leí sin pedirle autorización a nadie. Sentí cómo el corazón me latía del vértigo . Fue placentero experimentar la libertad de hacer lo que creí correcto. Estaba expresándome como quería yo y no como querían otros. Todos me aplaudieron. Después, supe que la libertad no siempre es bienvenida. Porque mis profesoras me reprendieron en privado. Mientras intentaban coartarme, yo sólo podía pensar “A mí no me van a decir qué hacer”.
Otras experiencias definieron también mi juventud. Siempre me gustaron los efectos especiales. Veía Star wars, Indiana Jones, Terminator. Me deslumbraba cómo alguien podía crear todos esos universos. El efectista es como el ilusionista del siglo XX. Siempre quise estar relacionada con ese mundo, aunque fue recién a los treinta cuando encontré la manera. Muchos años después, a la edad de 30 años, encontré mi punto de entrada. En un evento, vi a unas chicas haciendo cosplay y me fascinó. Fue como entrar a un universo diferente, de personas que se crean a sí mismas, una especie de juego tomado en serio, divertido, creativo, artístico.
Me metí de lleno a coser mis propios trajes, a participar en convenciones. La experiencia provocó una transformación. Lo convertí en un trabajo y cambié mi vida. Es rendirle culto a los personajes que uno ama. Estas habilidades también me llevaron a la asesoría de imagen y a trabajar con nuestro candidato presidencial.
En paralelo, me involucré en la batalla cultural a través de las redes sociales. Sentí que el marxismo cultural avanzaba en la sociedad a la fuerza, en beneficio de algunos grupos. [People use the phrase cultural Marxism to refer to perceived “radical” political ideology with the aim of “undermining western social and cultural institutions and imposing a progressive agenda.”]
Empecé a desesperarme y, en ese estado, decidí involucrarme. En redes sociales elijo un objetivo, planteo un tema y busco la manera de instalarlo fuertemente. Uso todos los recursos que tenga a mi alcance, no me importa pelearme con quien deba hacerlo. Quiero abrir un espacio que se fue cerrando para los liberales.
En una pizzería, cenando con mi exnovio y algunos amigos, escuché por primera vez el nombre de Javier Milei. Un adolescente de dieciséis lo mencionó, y también habló del minarquismo. Despertó mi curiosidad inmediatamente, quise saber más. Llegué a casa, a la noche, y lo primero que hice fue buscar información en YouTube. [La minarquía es un modelo de Estado limitado y mínimo, dependiente de la teoría libertaria]. En cuanto encontré a Milei, fue como si mi cabeza explotara.
Antes de Milei, veía la política como un escenario lleno de actores corruptos. Pero vi que Javier decía la verdad. En mí comenzó a crecer el compromiso de apoyarlo, de trabajar junto a él. Cuando decidí participar en política, fue en parte por aquel impulso. Me hizo ver luz al final del camino.
El cosplay fue la forma de acercarme a Javier. Le hice un traje de superhéroe, lo invité a un evento y le pregunté si se animaría a usarlo. Vi cómo se entusiasmó como un niño, los ojos le brillaron con la idea y aceptó inmediatamente.
Yo no lo sabía, pero era también un sueño para él, que tuvo un pasado como actor de teatro. Los niños se le acercaban, le pedían fotos. Aquello nos unió mucho, y por eso me convertí en su asesora de imagen.
Sólo yo puedo cortarle el pelo y soy quien sugiere cuestiones sobre su imagen. Durante la campaña presidencial, por ejemplo, se dejó crecer las patillas para parecerse a Wolverine por consejo mío. Estoy convencida de que va a ser el próximo presidente de Argentina. Y yo, como cosplayer, voy a asumir un nuevo rol. Voy a ser diputada en el Congreso Nacional. Me tocará disfrazarme de eso y aprenderlo como todos los demás trabajos que aprendí en mi vida.[Argentina’s version of Congress]
Lo vivo como un servicio para el pueblo. Voy a acompañar a Javier hasta las últimas consecuencias.