El olor a cloro parecía desvanecerse, sustituido por el crudo olor de la competición. Mis músculos, preparados y listos, recibieron el mensaje de mi cerebro: es la hora. Desaté una explosión de velocidad.
FUKUOKA, Japón – En el momento en que atravesé la superficie del agua en Fukuoka, lancé un grito de triunfo que electrizó el estadio. Mis ojos captaron el brillo de mi nombre junto al codiciado número uno en el marcador, y una oleada de alegría me invadió, estremeciéndome los nervios.
Cuando mis compañeros me abrazaron, el calor de sus abrazos y gritos de alegría confirmaron la realidad de mi victoria. Con los oídos aún zumbándome por sus entusiastas afirmaciones, me giré para mirar a la multitud. Allí, un enorme caleidoscopio de banderas argentinas ondeaba en el aire, cada trozo de tela sincronizándose con el eufórico rugido como un himno de triunfo.
Para mí, el agua es algo más que un medio: es mi santuario.
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Subí a mi primer podio a los cuatro años, guiada por un profesor de natación local. A partir de ese día, me comprometí a nadar. De niña soñaba con los Juegos Olímpicos. Declaré con valentía: «Quiero nadar», y eso es exactamente lo que hice.
Durante mis primeros años de esplendor, dominé la piscina como nadie. En el Campeonato Sudamericano de 1994, celebrado en Perú, acaparé los focos por ser la única nadadora que consiguió ocho medallas de oro. Ocho años más tarde, en 2002, marqué otro hito al convertirme en la única argentina en conseguir 15 oros en un Campeonato Nacional. El agua se sentía como en casa, y la emoción de la victoria era eufórica.
Después, la vida presentó otro tipo de reto: criar a tres hijos. Durante una década, la piscina pasó a un segundo plano mientras me dedicaba a la maternidad. No fue hasta que mi hijo pequeño cumplió cuatro años cuando volví a sentir la atracción del agua. Con la vista puesta en la competición de nivel master, me sumergí de nuevo en un riguroso régimen de entrenamiento que iba más allá de las simples vueltas en la piscina. Implicaba sesiones de CrossFit, ejercicios especializados de salto y reacción, e incontables horas de perfeccionamiento de mis brazadas.
Avanzamos rápidamente hasta el Campeonato del Mundo de Maestros de Fukuoka. En los 100 metros libres, la tensión era palpable mientras tomábamos nuestras marcas. El agua brillaba bajo las luces del estadio, esperando la avalancha de extremidades agitadas. Me zambullí, absorta por el fresco abrazo de la piscina, cada brazada me impulsaba hacia delante.
A medida que se acercaban los últimos 30 metros, mis sentidos se agudizaban. Los gritos lejanos de la multitud se funden en una única y rugiente ola de sonido. Sentía el agua como una pista líquida debajo de mí. El olor a cloro parecía desaparecer, sustituido por el crudo olor de la competición. Mis músculos, preparados y listos, recibieron el mensaje de mi cerebro: es la hora. Liberé una explosión de velocidad. Mis brazos atraviesan el agua con precisión. En esos momentos electrizantes, me disparé del cuarto al primer puesto. Al llegar a la meta, el público estalló en aplausos
Fue un triunfo mental monumental. Ese final de infarto fue el reflejo de años de perfeccionamiento. Desarrollé la capacidad de gestionar mi resistencia física y emocional bajo una presión intensa. Mi actuación en Fukuoka fue un capítulo decisivo. Conseguí el primer puesto en los 100 metros libres y en los 50 metros mariposa, batiendo récords nacionales y continentales.
También logré un reñido segundo puesto en los 50 metros libres y fui una pieza clave en nuestros equipos de relevos, que batieron récords. En los 100 metros libres, mi tiempo de 1m02s05 superó a otros 59 nadadores. Esto recordaba mi anterior triunfo en los Juegos Panamericanos, cuando sólo tenía 16 años.
Me viene a la mente un poderoso recuerdo de la pandemia de COVID-19. Cuando las piscinas estaban prohibidas, me sentía como un león encerrado en una jaula. Anhelaba sentir el agua contra mi piel, y la ausencia forzada hizo que mi conexión con la natación se intensificara.
En mi carrera he cosechado algo más que medallas de oro y récords batidos. Por el camino, he forjado amistades tan duraderas como las vueltas que he nadado. Y lo que es más importante, he llegado a comprender la intrincada relación que existe entre el deporte y la salud. Esta revelación se ha convertido en mi estrella guía. Desde la niña que soñaba con la gloria olímpica hasta la atleta consumada que soy hoy, cada carrera es un peldaño.
La oleada de apoyo mundial amplifica mi impulso como ninguna otra cosa. Mensajes, fotos y relatos de familias enteras viendo mi carrera han inundado mi bandeja de entrada. Visualizo sus rostros, llenos de emoción y enmarcados por banderas argentinas ondeantes, y esta visión no sólo me reconforta, sino que me llena de un renovado deseo de superación.
Ahora, mientras estoy sentada, aferrada a mis medallas, retrocedo en el tiempo hasta mi primera victoria: Veo a mi yo de cuatro años, de pie en ese podio, con una mezcla de asombro y euforia en los ojos. Es un momento de introspección. He escalado las cumbres que me propuse conquistar, luciendo con orgullo el título de campeón del mundo. ¿Cuál es el siguiente capítulo de esta extraordinaria saga? La respuesta es muy clara: como siempre, mis ojos están puestos en cumbres aún más altas.