El guardia sacó a mi hermano del autobús por la fuerza y lo tiró al suelo. Lo golpearon sin ninguna explicación. El autobús siguió su camino. Nunca más supe de él.
SAN VICENTE, El Salvador – Desde May. 2,1980 dejé de ver a mi hermano. Fue víctima de desapariciones forzadas durante el conflicto armado de El Salvador.
Crecí en Verapaz, un municipio de El Salvador muy pequeño del departamento de San Vicente. Nuestra condición siempre fue de bajos recursos, pero mis padres me enseñaron que la pobreza no te quita los derechos y siempre fue así.
A mis 37 años conocí el término desaparición forzada porque nunca más volví a ver a mi hermano aquella tarde de mayo.
Juan Francisco Hernández era catequista y fue perseguido por la Guardia Nacional de mi país por ser considerado revoltoso. Días antes a su desaparición, alrededor de las 10:00 de la mañana, me avisaron que iban a llegar a catear nuestra casa.
Mandé a una hermana mía a que le avisara para que saliera de Verapaz y no lo encontraran. Él huyó y logró escapar. Nunca supimos a dónde se fue o con quién estaba, pero todos los días seguíamos sufriendo el asedio de la Guardia y tuvimos que salir de nuestro hogar.
Volví a saber de Juan hasta las 3:00 p.m. del 2 de mayo. Un conocido de él llegó a decirnos que la Guardia se había llevado a Juan. A la 1:00 p.m. el bus que se conducía de Guadalupe a Tepetitá paró. Un retén con alrededor de 20 militares detuvo el bus. Subieron cinco de ellos y se dirigieron directamente con Juan.
Le tomaron a la fuerza y lo bajaron del bus. Le tiraron al suelo y comenzaron a golpearlo sin mediar palabras. El bus arrancó y siguió su camino. Nunca más volví a saber de él.
El chofer tuvo que saber que mi hermano iba a ir en ese viaje. Nunca supe el nombre, pero sin pruebas más que las que me contaron, sé que él lo entregó. Este conocido dijo que el bus tomó otro rumbo y justo llegó a ese retén; a ese lugar donde lo esperaba uno de los muchos verdugos que querían ver a mi hermano muerto. Al siguiente día, May. 3, desde las primeras horas de la mañana, comenzamos a buscarlo.
Me contaron que lo vieron tirado en un río y cuando fui no pude reconocer ninguno de los cuerpos, porque estaban desnudos y cortados totalmente de su rostro. Cada cuerpo que veía era irreconocible.
Unos meses después pude ver de frente a uno de los tantos que buscaron a mi hermano y riéndose frente a mi me dijo que se dieron gusto golpeándolo y torturándolo antes de matarlo. Me advirtió que si quería saber a dónde estaba que regresara a Verapaz y que con gusto podía llevarme a donde estaba. Nunca acepté ni volví a verlo.
Visité hospitales, morgues, cárceles, pero nunca tuve información. Tampoco pude regresar a mi natal Verapaz porque firmaba mi sentencia de muerte. Mi familia y yo también éramos perseguidos.
Tengo 79 años de edad y 42 años esperando justicia. De mi familia sufrí la desaparición de mis dos hermanos ese mismo año y el asesinato de mi esposo por la Guarda y Defensa Nacional de mi país. También años después, luego del exilio que tuve que padecer, me capturaron y sufrí ofensas, maltrato y encarcelamiento hasta que logré mi liberación.
Soy católica y Romeriana[2] que siempre dije – “Porque si en el árbol verde hacen estas cosas, en el seco, ¿qué no sé qué harán?” (Lucas 23:31) – refiriéndome a que el asesinato de San Oscar Romero fue premeditado con tal de callar sus denuncias en público, cómo no iban a querer hacerlo con mi hermano que era uno más de los salvadoreños desaparecidos forzadamente antes y durante el conflicto armado.
La Comisión de la Verdad registró (denuncias) 5 mil desapariciones; sin embargo, las organizaciones defensoras de derechos humanos contabilizan más de 9 mil antes y durante del conflicto armado. Nunca me cansaré de buscar a mi hermano y soy una de más de mil voces de madres que perdimos al menos un familiar. Soy el fruto de los que ellos nos ven como “árboles secos”.