Aunque los médicos pueden realizar legalmente abortos en los hospitales públicos, la ley no ha calado en todo el país. En muchos lugares, la violencia contra las mujeres y la negación de sus derechos están institucionalizadas. Los médicos y el personal siguen estando intimidados.
TARTAGAL, Argentina – El 29 de diciembre de 2020, el Congreso de Argentina aprobó un proyecto de ley (Ley 27.610) para el acceso a la Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) – garantizando los abortos de hasta 14 semanas. Como proveedora de abortos, un día vino a verme una joven embarazada de 21 años que quería abortar. Llevamos a cabo el procedimiento y, días después, la familia de la chica presentó cargos penales contra mí.
La justicia me acusó de «forzar» un aborto sin consentimiento y me detuvo. Con la ayuda de mi abogado y de varias comunidades de mujeres, salí de la detención en comisaría, pero aún siguen los cargos.
La legalización del derecho al aborto me produce alegría y tranquilidad, y seguiré trabajando con las mujeres en la clínica. Seguiré haciéndoles saber que ejercer su derecho al aborto no es un delito.
A los nueve años soñaba con ser médica y dedicar mi vida a ayudar a la gente. Me gradué con honores y en 2020 entré a trabajar en el Hospital Santa Victoria. Mi rutina consiste en atender diversas consultas de salud cada día, excepto los lunes.
Los lunes voy al Hospital Juan Domingo Perón y atiendo a mujeres con embarazos no deseados que quieren abortar. En dos años, he atendido a más de 300 mujeres y el número sigue aumentando. Soy la única médica de la zona que no ha objetado por consciencia la realización de abortos (u embarazos no deseados).
Hay un procedimiento estándar para tratar a las pacientes en cada caso de aborto. Trabajo con un equipo interdisciplinar de expertos médicos. A la llegada de la paciente, seis especialistas estudian y discuten el mejor método de tratamiento para la paciente. Después de tomar la decisión final, firmamos el expediente clínico del caso.
Nos comprometemos a atender a las mujeres de Tartagal, una ciudad del norte de la provincia argentina de Salta con casi 190 mil habitantes. A pesar del tamaño de la población, hay muy poco profesionales que aseguran la implementación de abortos legales.
El día que la joven embarazada de 21 años acudió a la clínica, consultamos con el grupo de especialistas y decidimos llevar a cabo el procedimiento de interrupción voluntaria del embarazo. Le receté Misoprostol, un fármaco abortivo. Le pedí que se pusiera las pastillas bajo la lengua durante media hora antes de tragarlas. Tenía que repetirlo cada tres horas.
Días después, la familia de esta chica presentó una denuncia penal contra mí, incluyendo cargos de forzar el aborto sin consentimiento y de realizar una operación quirúrgica para extraer un feto vivo. Yo negué las acusaciones espurias.
Los policías me detuvieron poco después. Me detuvieron, pero nunca me especificaron cuál sería mi motivo, ni cómo cometí el delito. No creía lo que estaba viviendo. Nadie me explicó cómo había «obligado» a mi paciente a abortar.
Tras la consulta inicial, la joven volvió al día siguiente por voluntad propia a tomar las pastillas. Llevaba un registro médico de todo. Lamentablemente, ésta no fue la única información errónea que recogieron los fiscales. No entendía por qué se mantenían las acusaciones erróneas, cuando el derecho legal a realizar abortos debería haberme protegido. Entonces descubrí una historia más grande detrás de mis acusaciones. Había gente que intervino a modo de venganza. Volúmenes de desinformación se hicieron virales en los medios de comunicación.
Me pregunté: ¿cómo pasó de ser otro caso de aborto a que se me enjuicie y se me privase de libertad? En primer lugar, la tía de la chica se presentó como denunciante. Ella y el tío de la chica, que era policía, habían instado a la joven a no abortar. La amenazaron de no admitirla en casa, puesto a que la joven vive de allegada con ellos.
El caso llamó la atención de las iglesias y los grupos antiabortistas, y la información errónea recogida por la diputada provincial Christina Fiore y la concejala Claudia Subelza se extendió como un reguero de pólvora. Afirmaron que admitimos a la mujer en el quirófano contra su voluntad y asfixiamos al feto antes de tirarlo a la basura en una bolsa de plástico. Nunca ocurriría así.
Motivados por sus creencias religiosas, el intento les salió mal. Su fechoría provocó la indignación de la opinión pública. El Observatorio de la Violencia contra la Mujer dio un paso al frente y exigió que se sancionara a ambas por su mal proceder, ya que los procesos no deben estar sujetos a juicios de valor basados en creencias personales.
El último protagonista de la historia fue Marcelo Cornejo, el ginecólogo de guardia. Cornejo obligó al técnico de la plantilla a modificar los documentos de la historia clínica para decir que el feto estaba vivo cuando fue abortado. Era el mismo médico contra el que había presentado una denuncia cuando una paciente menor de edad le acusó de abusos sexuales.
Desde entonces ha sido acusado de «falsificación de instrumento público e incumplimiento de los deberes de funcionario público en un concurso real». El abogado del demandante en mi caso resulta ser la misma persona que defiende a Cornejo.
A pesar de los intentos de mis enemigos, recibí un amor y un apoyo increíbles de los compañeros de trabajo, de los pacientes de Tartagal y de todo el país. Hubo manifestaciones en toda Argentina. Los grupos de activistas se reunieron en todas partes, incluso en Capital Federal frente al Palacio de Tribunales.
El apoyo vino de grupos feministas, de Amnistía, de la Secretaría Nacional de Derechos Humanos y del movimiento de mujeres. Gracias al gran trabajo de defensa, mi abogado Óscar Guillén, logró que el fiscal desestimara la primera imputación en mi contra por el delito de aborto, es decir, la causal ya no está cuestionada. Pero continúa la caratula “sin consentimiento