En 2016, fui testigo del momento en que un cliente asesinó a mi amiga Paola Buenrostro. Todavía recuerdo el eco escalofriante de los tiros. El pavor que sentí esos días fue asfixiante.
CIUDAD DE MÉXICO, México — Sentada frente a la puerta del primer mausoleo para personas trans, sentí que el peso sobre mis hombros se aliviaba. Mis ojos trazaban las líneas del santuario donde mis hermanas podrían reposar finalmente descansar con dignidad. La textura de las paredes proyectaba paz.
Sin embargo, este mausoleo sigue arraigado a la tragedia. En 2016, fui testigo del momento en que un cliente asesinó a mi amiga Paola Buenrostro. Todavía recuerdo el eco escalofriante de los tiros. El pavor que sentí esos días fue asfixiante.
Me tomó siete años transformar mi pena en este espacio, honrando a las víctimas trans de la violencia. Una pintura con el rostro de Paola cuelga de la pared e ilumina el mausoleo.
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Con sólo nueve años, yo ya sabía que era una mujer trans y que me gustaban los niños, pero las normas sociales amordazaron mi verdad. Fui criado por mi abuela, que me dio amor y apoyo, pero cuando ella murió, quedé a cargo de mis hermanos. Ellos me violentaban permanentemente. Abrumada por la ira y la desesperación, me fui de casa y vagué por las calles hasta que perdí la consciencia del tiempo y el lugar.
Sentía que todo el mundo se me estaba viniendo encima a mí solita, y rogaba que la vida me diera una señal. Así fue: vi a una mujer trans caminando y todo cambió. “Quiero ser así”, me dije.
Empecé a trabajar sexualmente para pagarme la estadía en un hotel, donde paraban las demás mujeres trans, que me adoptaron a su manera y me aconsejaron. Durante un tiempo, la vida pareció estabilizarse, hasta que las drogas entraron en juego. Atormentada por la ira, el abandono y el resentimiento, me volví presa fácil del abuso de sustancias, una espiral descendente que me llevó de las calles a prisión.
Pasé poco más de una década, entre 2000 y 2011, encerrada en prisión. Mi vida dio un vuelco inesperado. En la prisión, el aire estaba cargado de un acre olor a antiséptico. El cemento frío y húmedo bajo mis pies reflejaba la desesperanza que muchos de nosotros sentíamos.
Compartí espacio con adictos y enfermos de VIH, como yo, y me topé con la misión de vida de otorgarles dignidad a las personas en sus últimos momentos. Recuerdo el primer momento inquietante en el que sostuve a un compañero en brazos mientras respiraba por última vez.
Mi corazón empezó a acelerarse violentamente. Sentí la escalofriante transformación de la muerte. Su cara perdió temperatura, su cuerpo se volvió más liviano mientras su vida se desvanecía delante de mis ojos. Esa experiencia crucial e inquietante encendió la llama del compromiso en mí. Desde ese momento, ardió el deseo de mi activismo, y eso alteró irreversiblemente la trayectoria de mi vida.
Al salir de prisión, pasé los siguientes años pensando en mis próximos pasos. No fue hasta la noche en que Paola murió que me di cuenta de la urgencia de mi llamado. Esa noche angustiante, la confronté por haber sido grosera con una compañera.
Recuerdo vívidamente su respuesta: “Ay, mamá, no hay que pelear. Esta noche está triste”, me dijo. Había algo raro en el ambiente, una sensación lúgubre nos rodeaba, presagiando la tragedia que se avecinaba. Paola se subió al auto de un cliente, que avanzó tres metros antes de detenerse abruptamente. Los gritos desesperados de auxilio de Paola retumbaron en la noche.
Mientras corría hasta la ventanilla del copiloto, escuché las detonaciones de un arma de fuego. Paola se dejó caer en los brazos de aquel sujeto, mientras él la aventaba al asiento del copiloto. Se me quedó viendo, levantó su arma y me apuntó. Todavía tengo la imagen del cañón apuntándome y su dedo en el gatillo. Por suerte, la bala se encasquilló y no salió.
Por un segundo, me congelé, pero el peso de la realidad me hizo reaccionar rápidamente. Comencé a palparme en busca de heridas. No podía creer que me hubiera salvado por poco de que me dispararan. Reaccioné y detuve al hombre hasta que llegaron los policías, alertados por los disparos. Al ver la vida de Paola pendiendo de un hilo, mi miedo dio paso a la desesperación y, luego, al duelo aplastante.
Antes de la muerte de Paola, la sociedad mexicana despreciaba a la comunidad trans. Nos tiraban naranjas al entrar al mercado, nos insultaban en la calle, se burlaban de nosotras. Con los años fui construyendo una coraza que me protegiera de todos esos ataques, aprendiendo a entender y perdonar, sin dejar de reclamar nuestro espacio y dignidad.
Pronto reconocí el poder de la visibilidad, y tomé medidas audaces en público para crear consciencia. En una ocasión, irrumpí en un hospital, cortando calles. Ya estaba cansada de las promesas vacías. Sin embargo, una pregunta me perseguía: “¿Qué pasa si fallo? ¿Dónde van a quedar los cuerpos de las víctimas trans?”. Esta inquietud me llevó a crear el primer mausoleo para personas trans en México.
[Fueron necesarios siete años para que el mausoleo se convirtiera en realidad. Con el apoyo de la Procuraduría General de Justicia de la ciudad de México y una donación de espacio por parte de la alcaldesa Clara Brugada, se colocó la primera piedra el 22 de mayo de 2023 y el espacio fue inaugurado el 14 de septiembre de 2023. El sitio albergará 149 cuerpos, algunos de los cuales serán exhumados del lugar donde se encuentran actualmente].
El día en que el sitio fue inaugurado, un profundo sentimiento de alivio me invadió. Mientras acariciaba las paredes, le agradecí a la vida por este triunfo. Leer el nombre de mi fundación, Casa de las Muñecas Tiresias, en la puerta de entrada me infló el pecho de orgullo. Esa puerta negra, con vidrios de colores vibrantes, refleja la alegría que persiste en nuestras vidas a pesar de las dificultades.
Caminé por los pasillos sagrados y experimenté una nueva sensación de paz. Mis hermanas finalmente encontraron el tipo de descanso que les negaron toda su vida.Nuestra mayor venganza será que todas seamos felices.