Las noches parecían negras como el carbón mientras caminábamos por pueblos fantasma. Poco a poco, sabemos que las autoridades aparecerán para ayudar a las víctimas, trayendo maquinaria y equipos, pero nunca podré borrar la imagen de caminar con el agua hasta la cintura para tender la mano a la persona aterrorizada que tengo delante.
BIOBÍO, Chile ꟷ Desde junio, la región chilena del Maule se enfrenta a las lluvias más intensas de los últimos 30 años. El Presidente Boric declaró estado de catástrofe desde O’Higgins hasta Biobío, 500 kilómetros al sur de la capital. Un sentimiento amargo me consumía mientras las comunidades sufrían la pérdida de hogares y pertenencias. Años de trabajo arrastrados por la lluvia.
El desbordamiento de las aguas costeras, canales y ríos nos conmocionó. Mientras los anuncios alarmantes apuntaban a un sistema frontal extremo que venía hacia nosotros, sentí terror. La gente sabía que algo dramático estaba a punto de suceder, pero nunca imaginamos el impacto total. Los torrentes de agua erosionaron la tierra, destruyeron postes de luz y árboles, y cortaron puentes.
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Según el Servicio Nacional de Prevención y Respuesta ante Desastres, 34.000 personas fueron evacuadas, 26.000 permanecieron aisladas y 38.000 se quedaron sin electricidad. Al desplazarnos por la zona, nos encontramos con autoridades que emitían advertencias y planes de evacuación. La desesperación se reflejaba en los rostros de la gente.
Como periodista, contemplando el paisaje apocalíptico, me puse en marcha para cubrir el acontecimiento. La incredulidad se convirtió en el sentimiento dominante que experimenté al contemplar las carreteras llenas de piedras y las corrientes de agua que destruían todo a su paso. Mientras avanzaba sigilosamente en mi vehículo, de repente y sin tiempo para reaccionar, el agua empezó a inundar mi camioneta con tracción a las cuatro ruedas.
A pesar de su robustez, mi camión no pudo resistir la furiosa tormenta, pero seguimos avanzando. A mi alrededor, vi gente flotando y agua entrando en los edificios. Los residentes subieron a los puntos más altos y quedaron atrapados, a la espera de ayuda. Gritaban y nos gritaban, extendiendo las manos como si suplicaran que les rescatáramos.
Los animales muertos flotaban a la deriva entre los escombros sobre el agua. Las casas se derrumbaron al disolverse la tierra bajo ellas en las inundaciones. En un momento llegué hasta Los Maitenes, en la sexta región de Santa Cruz. La villa, compuesta por 53 casas, había quedado devastada. Peor aún fue la forma en que el desbordamiento de la costa se mezcló con el agua hervida de la depuradora y entró en las casas.
Mientras sus casas se inundaban, la ropa de los residentes se secaba con el calor de sus cuerpos. Cuando los vi, llevaban cuatro días esperando el rescate y sus gritos reflejaban su angustia. Cuando fui a hablar con ellos, la gente gritaba: «Nos han dejado solos aquí». No existía ningún plan de contingencia para ayudar a estas personas en caso de emergencia. Su ubicación se hizo prácticamente inaccesible.
Escuché la aterradora noticia de un bombero que murió en Cañete durante un rescate. Otro ciudadano perdió la vida tras el brutal desplome de un árbol en BioBío, que provocó un accidente de tráfico. La incesante lluvia dejó cinco zonas rurales completamente aisladas por los cortes de carretera. Más de 300 escuelas suspendieron las clases.
Mientras el sistema de salud general del país permanecía intacto, un centro de salud familiar en la comuna de Vichuquén cayó en desuso y el Hospital de Constitución quedó inquietantemente vacío tras las evacuaciones. El desastre me dejó sin palabras. Mientras viajábamos por la antaño vibrante campiña, vi carreteras tan invadidas por el agua que parecían más un lago que algo por lo que conducir.
Los catastróficos bloqueos dejaron a la población del sur, hacia las montañas y la costa, totalmente aislada. Los puentes ferroviarios dañados fueron el colofón final de la catástrofe, impidiendo el paso de los vagones que tanto se necesitaban. Una angustia absoluta llenaba mi cuerpo.
Con el tiempo, entre las calles que parecían ríos, el personal de rescate empezó a buscar personas atrapadas y animales varados. Empezaron a despejar las carreteras, pero tuvieron que luchar contra el reflujo del agua hacia los canales.
Las noches parecían negras como el carbón mientras caminábamos por pueblos fantasma. Poco a poco, sabemos que las autoridades aparecerán para ayudar a las víctimas, trayendo maquinaria y equipos, pero nunca podré borrar la imagen de caminar con el agua hasta la cintura para tender la mano a la persona aterrorizada que tengo delante.
Ahora me doy cuenta de que estos fenómenos climáticos serán cada vez más frecuentes. Temperaturas inusualmente altas azotaron la cima de los Andes, donde suele nevar. Las lluvias resultantes provocaron una rápida erosión y aumentaron el caudal de los ríos. Obviamente, nuestra situación se ve agravada por el cambio climático.
En lugar de reaccionar, debemos adaptarnos. Debemos cambiar sustancialmente nuestra forma de entender el territorio. De lo contrario, la gente no sobrevivirá.