Una noche, un par de voluntarios regresaron en silencio. Sin embargo, la sombra en sus ojos era lo que más pesaba. Al cabo de un rato, la mujer se derrumbó, sus lágrimas liberaron el dolor que guardaba en su interior. Vadearon casas en ruinas durante horas, esquivando muebles flotantes. Lo que encontraron les destrozó: cadáveres de animales enredados entre los escombros, una familia de gatos ahogados y una mujer aferrada a su perro sin vida.
VALENCIA, España – El miércoles 30 de octubre de 2024, el grupo de WhatsApp del equipo de fútbol del barrio pasó de los planes del partido a las actualizaciones urgentes. Imágenes impactantes de las inundaciones mostraban carreteras sumergidas, pueblos anegados y familias aferradas a los tejados con sus mascotas. Un vídeo me obsesionó especialmente: una familia se aferraba a su perro mientras la corriente consumía los restos de su casa. Esa desgarradora escena me impulsó a actuar.
Lea más historias sobre medio ambiente en Orato Wolrd Media.
Tras presenciar las devastadoras inundaciones, propuse transformar el Campito -nuestro humilde campo de fútbol- en un centro logístico para ayudar a los necesitados. En cuestión de horas, el lugar que antes resonaba con goles y risas se convirtió en un refugio.
El barro lo cubría todo: la hierba, las porterías, nuestras manos. Se nos metió en el alma. Convertimos las porterías en comederos y forramos los bordes del campo con jaulas improvisadas. En medio del caos, encontramos un propósito: curar, alimentar y ofrecer cobijo, aunque sólo fuera por un momento. Cada animal que llegaba tenía su propia historia de supervivencia y pérdida.
El rescate trajo una mezcla de alegría y dolor. Aparecieron perros cubiertos de barro, temblando de miedo; llegaron gatos que apenas se movían del frío. Un momento quedó grabado en mi memoria para siempre: llegó una familia con su perrita en brazos, la única superviviente de su casa. Me la entregaron con lágrimas en los ojos, su dolor lo decía todo. En ese instante, me di cuenta de que no sólo estábamos salvando animales, sino que estábamos dando cobijo a personas que intentaban sobrevivir.
Lo que empezó como una pequeña iniciativa se convirtió en algo mucho mayor de lo que imaginábamos. Llegaron voluntarios de las zonas vecinas cargados de alimentos, medicinas y mantas. Personas que antes sólo intercambiaban miradas de pasada en los supermercados ahora trabajaban codo con codo. La tragedia dio origen a una inesperada red de solidaridad, que nos unió por encima de edades y diferencias.
Pronto, animales y familias llenaron el Campito. Organizamos estaciones: un rincón para el triaje veterinario, otro para la comida donada y un espacio compartido donde dueños y mascotas encontraban consuelo juntos. Nunca olvidaré cuando sequé a un perro tembloroso rescatado de una casa inundada. Mientras lo envolvía en una toalla prestada, sus ojos se encontraron con los míos, reflejando a la vez miedo y profunda gratitud.
Aunque carecíamos de experiencia y recursos, seguimos adelante con determinación. Los vestuarios se convirtieron en almacenes, las porterías en puntos de encuentro y el césped en una red de vidas interconectadas. Entre los ladridos, los llantos y la lluvia incesante que golpeaba las lonas, construimos algo inesperado: un santuario.
La gente caminaba penosamente por el barro, a veces hasta las rodillas, cargando con lo que podían salvar. La lluvia no cesaba, y el ensordecedor rugido del agua tragándose casas llenaba el aire. Recuerdo a una mujer abrazada a su perro, con lágrimas en los ojos mientras susurraba: «Es todo lo que me queda». Los rostros marcados por la desesperación se mezclaban en una coreografía silenciosa de tragedia que se negaba a ser ignorada.
Las historias de angustia se extendieron rápidamente por el campo. Un caso aún me persigue: una perra preñada, atrapada en una perrera ilegal inundada por la DANA. Medio sumergida en el agua y el barro, yacía paralizada por el miedo, con síntomas de hipotermia. Un voluntario se le acercó suavemente, susurrándole palabras tranquilizadoras mientras acariciaba su cuerpo tembloroso. Después de lo que pareció una eternidad, se ganó su confianza, la ató lentamente y la sacó de la pesadilla en la que había estado atrapada. La pusimos a salvo en uno de los refugios que habíamos conseguido montar.
En medio de la devastación, el barro se convirtió en un enemigo invisible que lo consumía todo a su paso. Nunca olvidaré el momento en que un voluntario entró corriendo en el campo con un Rottweiler. La respiración agitada del perro retumbaba en el aire, y su hocico destrozado mostraba cicatrices indescriptibles. Intercambiamos una mirada, sin necesidad de palabras. Sabíamos que teníamos que actuar, y teníamos que hacerlo rápido.
El equipo llevó urgentemente al perro al hospital veterinario. Sus ojos vidriosos y apagados revelaban algo que me impresionó profundamente, como una súplica silenciosa de esperanza. En el hospital, los veterinarios empezaron inmediatamente a atenderla con precisión. Mientras le daban un pronóstico reservado, sus ojos empezaron a brillar de nuevo con vida, como si se diera cuenta de que ya no estaba luchando sola.
Horas más tarde, cuando cogí mi teléfono para comprobar si había novedades, vi un mensaje del hospital veterinario: «Está fuera de peligro. Ha respondido bien al tratamiento». Las palabras iluminaron la pantalla mientras los ojos se me llenaban de lágrimas. Incapaz de contenerme, pedí más detalles. «Está descansando, pero se encuentra bien. Necesitará cuidados, pero la expresión de su cara lo dice todo: tiene ganas de vivir», me aseguró la voz al otro lado de la línea. Escuché en silencio, dejando que me invadieran oleadas de emoción.
Fuera, el caos se transformó en pesadilla. El barro lo cubría todo y se extendía como una alfombra mortal. Los árboles caídos bloqueaban los caminos, las casas destruidas se convertían en escombros y los coches se amontonaban en montones retorcidos. Los postes de la luz se inclinaban precariamente, los cables colgaban amenazadores y los escombros se amontonaban en cada esquina. Mientras los gritos desesperados de la gente que buscaba a sus seres queridos rompían el silencio, el aire pesado, saturado de humedad, se pegaba a nuestra piel. Cada respiración y cada mirada nos recordaban que la catástrofe continuaba y que el horror acechaba en cada rincón sombrío.
Los voluntarios lloraron al enfrentarse a los horrores que encontraron. Encontraron cadáveres de animales y personas, descubrieron tiendas de mascotas cerradas con criaturas sin vida en su interior y fueron testigos de sueños tragados por el barro. La noche se cernió sobre el campamento con un hechizo espeluznante. Los voluntarios guardaron silencio, incapaces de describir el inmenso peso de las tragedias del día.
Incluso en medio de esta oscuridad, surgieron pequeños milagros. Un perro volvió a confiar en los humanos tras horas de cuidados. Una familia se reunió con su querida mascota. Estos momentos atravesaron la interminable noche, recordándonos que, incluso en la tragedia, sigue mereciendo la pena luchar por algo.
Poco a poco, convertimos la colaboración con otras organizaciones en nuestro salvavidas. En esos primeros días críticos, colectivos como Support Mutu y pequeños refugios se unieron a nosotros para atender a animales y personas por igual. Rastreamos donaciones, coordinamos el acceso a zonas imposibles y afrontamos las emergencias de frente. Además, rescatamos animales atrapados y suministramos medicamentos a personas desamparadas. Esas redes impulsaron cada paso, garantizando que nuestros esfuerzos lograran resultados significativos.
En Valencia, la desolación y el barro transformaron las calles en un tétrico mosaico. En medio del caos, Sandra Cervera, una actriz local, se alejó de los focos y las cámaras para enfrentarse a la devastación de la tormenta. Atrapada en la ciudad, se lanzó sin dudarlo a las labores de rescate. Sandra inspiró a todo el mundo al pasar de estrella de cine a socorrista. Extendió mapas sobre una mesa improvisada y trazó zonas inundadas con dedos firmes. Señaló los puntos calientes y dirigió al equipo con claridad y confianza.
Poco después, Sandra repartió las tareas entre los voluntarios. «Grupo uno, preparad los transportes y los botiquines», ordenó con firmeza, su voz infundía confianza a todos los que la rodeaban. Su teléfono no dejaba de sonar mientras comunicaba «Sí, ya tenemos un equipo en camino. Necesitamos drones para evaluar el perímetro, ¿pueden ayudarnos?». La determinación brillaba en sus ojos, que mostraban que ninguna zona era demasiado remota ni ninguna esperanza demasiado lejana para ella.
En los pueblos arrasados, la destrucción convirtió caminos familiares en laberintos donde los animales y sus dueños se buscaban desesperadamente. Sin embargo, entre las ruinas surgieron momentos mágicos. Recuerdo que vi a un perro aullar de alegría cuando vio a su dueño. Ese sonido, puro y sin filtrar, atravesó la desesperación y, por primera vez en días, sonreí.
Una noche, Sandra llegó al campamento cubierta de barro, con los ojos vidriosos fijos en la nada. Había pasado horas intentando liberar a un caballo atrapado en un lodo espeso que se lo había tragado hasta el pecho. Se quitó el abrigo empapado y susurró, con la voz quebrada: «Teníamos la grúa preparada; íbamos a conseguirlo».
Entre sollozos, relató la lucha. Atravesaron la noche en caravanas improvisadas, con los faros atravesando los charcos y la oscuridad. Cuando llegaron al caballo, éste jadeaba, con los ojos muy abiertos por el terror. Sin dudarlo, se sumergieron en el barro con cuerdas y palas, luchando por abrirse paso. Sandra lo describió como una lucha contra una bestia invisible, con las manos temblorosas mientras hablaba. Entonces la lluvia arreció. Los minutos convirtieron el suelo en una trampa implacable, deshaciendo todos los esfuerzos. Al amanecer llegó la noticia: el caballo no había sobrevivido.
Sandra estaba sentada en silencio en un banco, con las manos temblorosas mientras tanteaba los cordones de sus botas llenos de barro. Me arrodillé a su lado y se los desaté con cuidado. Las lágrimas se derramaron por sus mejillas y lloramos juntas, con una pena más pesada que el barro que teníamos debajo. Cuando se levantó y regresó al cobertizo, me di cuenta de algo: no se trataba de ganar o perder. Se trataba de presentarse, intentarlo y seguir adelante, incluso cuando el resultado nos destrozaba.
Una tarde recibimos una llamada urgente. La voz de una mujer se quebraba al otro lado de la línea, consumida por el dolor. Entre sollozos, nos dijo que su marido y su hijo habían muerto, atrapados en su casa, y que sólo quedaba con vida su perro. En cuanto nos comunicó su ubicación, rodeada de barro y escombros, organizamos un equipo de rescate para llegar hasta ella. Inmediatamente, dos voluntarios cargaron un coche con cuerdas y se pusieron en marcha. Sin embargo, a pocos kilómetros, el coche se quedó atascado. La carretera se inundó y el barro, implacable como una bestia, se tragó las ruedas. Los voluntarios no lo dudaron y decidieron continuar a pie.
Cuando se acercaban, un grupo de vecinos les detuvo. «Es imposible llegar», dijeron. «No hay carretera. Es demasiado peligroso». Sus palabras golpearon como un puñetazo en el pecho, paralizando de impotencia a los voluntarios. Desde el campamento, les guiamos y buscamos una ruta alternativa, pero todas las opciones se cerraban ante nosotros. Me sentía asfixiada, incapaz de avanzar.
Lamentablemente, los voluntarios regresaron con el corazón encogido por el fracaso. Esa noche, el campamento se sumió en un espeso silencio. Nadie habló mucho. La imagen de la mujer, su perro y su interminable desesperación persistía, persiguiéndonos como una sombra implacable. Intentamos llamarla de nuevo, pero la comunicación falló. El vacío se lo tragó todo. La inundación continuaba, inflexible, pesando sobre todos nosotros.
En aquella oscuridad, me di cuenta de algo vital: el peso de estas historias no podía medirse en cifras o estadísticas. La mujer, su hijo fallecido, su marido perdido y su perro se fundían en una tormenta de impotencia. Nos sentimos desolados al no poder convertirnos en el puente que necesitaban desesperadamente.
Una tarde, una familia llegó al campamento con los rostros marcados por el cansancio y el dolor. La inundación lo había arrasado todo: su casa, sus recuerdos y su sensación de estabilidad. Pero lo que más les importaba no era lo que habían perdido, sino lo que aún podían encontrar: su terrier.
La mujer, con las manos juntas como en oración, temblaba mientras esperaban noticias. Cuando por fin lo localizamos, el terrier estaba acurrucado en un rincón, cubierto de barro seco pero vivo. Cuando lo llevamos a la zona de reunión, el perro atravesó la puerta, desatando un torrente de emociones. El perro reconoció inmediatamente a su dueño. Con un ladrido agudo, corrió hacia ellos como una flecha.
Cuando el perro saltó hacia ella, la mujer cayó de rodillas, llorando, mientras él le lamía la cara. Mientras toda la familia se abrazaba, sus lágrimas fluían libremente. Mientras lloraban, algunos intentaron ocultar sus emociones, pero la mayoría no lo hizo. En ese momento me di cuenta de por qué seguíamos adelante a pesar del agotamiento, el barro y la desesperanza. Sin duda, no era sólo por los animales, sino por momentos como éste, en los que aún podíamos devolver algo.
A medida que avanzaba la noche, el sonido del agua resonaba en todas direcciones. Los equipos organizaron misiones para llegar a las zonas rurales más devastadas, y cada vehículo llevaba linternas, mapas rotos y una esperanza obstinada. Un grupo llegó a una carretera secundaria que conducía a un almacén parcialmente inundado. Recuerdo su llamada por radio: «Hay jaulas con animales vivos y muertos. Necesitamos refuerzos». Sus voces eran apagadas, incapaces de expresar el horror que encontraron.
Al entrar en las zonas rurales, el olor a muerte y humedad les golpeó como un mazazo. Las linternas revelaron hileras de jaulas, algunas medio sumergidas en el agua. La visión rompió corazones: animales sin vida en sus jaulas y otros retorciéndose de dolor, con los ojos muy abiertos por el miedo y el agotamiento. La realidad me golpeó con fuerza al darme cuenta de que el desastre no era sólo natural; los humanos también lo habían creado.
Una noche, un par de voluntarios regresaron en silencio. Sin embargo, la sombra en sus ojos era lo que más pesaba. Al cabo de un rato, la mujer se derrumbó, sus lágrimas liberaron el dolor que guardaba en su interior. Vadearon casas en ruinas durante horas, esquivando muebles flotantes. Lo que encontraron les destrozó: cadáveres de animales enredados entre los escombros, una familia de gatos ahogados y una mujer aferrada a su perro sin vida.
Cada puerta que abrían los voluntarios revelaba más sufrimiento: familias desesperadas, animales atrapados y recuerdos empapados. «El olor no se iba», añadió la mujer, mirando al suelo. Aquella noche, mientras el campo se sumía en el silencio, me pregunté cuánto tiempo podríamos soportar esta impotencia sin derrumbarnos. La pareja no volvió a hablar de su experiencia, pero su silencio lo decía todo. En el fondo, me di cuenta de que el dolor no terminaba con el rescate; se transformaba y se quedaba con nosotros.
El campamento parecía un sueño de terror mientras amontonábamos jaulas, colocábamos mantas mojadas en cada rincón y veíamos la tenue luz parpadear en la brisa. Nos pasamos el día navegando por el barro, organizando rescates, consolando a familias que lo habían perdido todo. Con el cansancio pesando, alguien llegó inesperadamente con café caliente. En el momento de dolor, sentimos el simple gesto como un lujo.
Al principio, el silencio nos rodeaba, sólo roto por el tintineo de tazas y cucharas. Poco a poco, empezamos a compartir historias. Un voluntario describió el hallazgo de un perro atrapado en un sótano, con los ojos vidriosos pero aún vivo cuando lo vio. Otro habló de un pequeño gato que había salvado días antes. Las palabras se rompían en fragmentos, interrumpidas por el silencio, el miedo, la impotencia y la incertidumbre sobre cuánto tiempo podríamos continuar.
En ese pequeño círculo, bajo una lona rasgada, compartimos una risa, aunque sólo fuera por un momento. Sin embargo, todos sabíamos, en el fondo, que aquello no podía durar. El campamento no era más que un refugio temporal. Pero aquella noche, cuando el olor del café se mezcló con el del barro, algo se encendió en nosotros. Rodeados de jaulas y recuerdos de nuestras pérdidas, encontramos un breve respiro. No era suficiente, pero era todo lo que teníamos.
Tras semanas de incansable voluntariado, por fin salí del campo de fútbol y me enfrenté a una Valencia irreconocible. La ciudad yacía enterrada bajo una gruesa capa de barro y silencio, como si las aguas hubieran atrapado su esencia. El aire olía a humedad estancada, madera podrida y desesperanza, pesado y denso.
Viajando a Madrid por trabajo durante tres días, sentí que entraba en un mundo diferente. Allí no oí la palabra «barro» ni una sola vez. Todo parecía más ligero, menos roto. Paseaba por calles vírgenes, participaba en conversaciones triviales. Pero cuando volví a Valencia, me golpeó con fuerza. Nada más bajar del tren, la palabra volvió a inundarme. En la cola, otros la repetían, como un eco, negándose a desvanecerse: «Barro, barro». Esa palabra se filtró en todo, como una sombra de la que no podía desprenderme.
De vuelta a las calles, el barro me rodeaba. Se pegaba a las aceras, salpicaba las paredes de las casas y permanecía en el aire que respiraba. Pasaron los días, pero el barro se negaba a irse. No se limitaba a las calles: se colaba en mis manos, en mis recuerdos y en cada rincón de mi mente. Sin embargo, entre tanta ruina, surgieron destellos de resurrección. Las pequeñas victorias se convirtieron en el frágil equilibrio que nos hizo seguir adelante.
Nadie nos preparó para este desastre. No había protocolos ni instrucciones que seguir. Aun así, nos convertimos en voluntarios: vecinos y desconocidos formamos una red por pura necesidad. En esas primeras horas, el Estado permaneció ausente. Sin orientación, la catástrofe cayó en nuestras manos inexpertas pero decididas.
La frustración crecía mientras las instituciones observaban desde la barrera. Abandonados a nuestra suerte, improvisamos y creamos una respuesta nacida de la desesperación y el sentido común. Veterinarios voluntarios, educadores, conductores, familias de acogida y pequeños refugios se unieron para rescatar y cuidar a más de 600 animales. Lo que empezó como un refugio improvisado se transformó en un salvavidas, una red plenamente funcional forjada gracias a la voluntad colectiva.
La emergencia inmediata ha pasado, pero el dolor persiste. Las familias que acogieron a los animales ahora piden prórrogas, incapaces de volver a casa. Para muchos, estos animales son lo único que les queda. Nos esforzamos por financiar la atención veterinaria y la alimentación, esperando a que el Estado reconozca e institucionalice nuestros esfuerzos.
Caminando por la ciudad, mis botas crujen contra el asfalto, los ecos del barro, los ladridos y los gritos aún frescos en mi mente. Valencia intenta levantarse, pero el peso del pasado mantiene a sus gentes moviéndose con cuidado, como si temieran romperse. Entre los restos, veo lo que construimos: un sueño compartido de un futuro en el que el barro ya no nos defina.