En la primavera de 1984, en el mes de noviembre, todavía no había aprendido a vivir y ya sentía que tenía que pensar en la posibilidad de morir. Tenía 14 años cuando me enteré que conviviría con el VIH toda la vida. Yo estaba parada con una minifalda de lycra a lunares blancos y azules, con unos tacos de aguja de 21 centímetros en los pies. Tenía el pelo largo hasta la cintura, muy perfumada y estaba parada producida para trabajar.
*Advertencia: Esta historia contiene información y descripciones de abuso sexual y violencia. Puede resultar difícil para algunos lectores.
ROSARIO, Argentina ꟷ Un día, charlando con jóvenes travestis y trans, una de ellas me dijo que se sentía mujer y se preguntaba si su destino sería la prostitución. [Según las Naciones Unidas, el 90 por ciento de las mujeres trans de Argentina viven del trabajo sexual].
La miré y pude decirle que no, tuve la certeza de poder garantizarle que ella puede elegir, pero que antes no podíamos. Hoy hay chicas que están trabajando, pero las viejas estamos atravesadas por el SIDA, la prostitución, la discriminación y las luchas de muchos años siendo una parte escondida de la sociedad.
Tengo 53 años y tuve una realidad muy diferente a la de mis compañeras porque mi familia me ayudó y mi vínculo familiar siempre fue muy fuerte con mi papá y mi mamá. Actualmente hay compañeras que han dejado el trabajo sexual y tienen un nuevo trabajo digno gracias a la ley de Cupo Laboral Trans impuesta en Argentina.
En la primavera de 1984, en el mes de noviembre, todavía no había aprendido a vivir y ya sentía que tenía que pensar en la posibilidad de morir. Tenía 14 años cuando me enteré que conviviría con el VIH toda la vida. Yo estaba parada con una minifalda de lycra a lunares blancos y azules, con unos tacos de aguja de 21 centímetros en los pies. Tenía el pelo largo hasta la cintura, muy perfumada y estaba parada producida para trabajar.
Estaba divina, contra una columna pero no había trabajo porque no había un peso en aquella Argentina de crisis económica de 1984. En esa época quería estar en la esquina seduciendo “giles”, como apodábamos a los hombres que nos pagaban. Teníamos la convicción de que no se podría ser travesti sin ser prostituta y yo me sentía mujer, entonces tenía que ser una mujer travesti y confirmarlo siendo prostituta.
Esa noche me agarró la policía de forma compulsiva ejerciendo el trabajo sexual en aquella esquina en la que habitualmente paraba. Siendo menor de edad me llevaron presa sin darme explicaciones. Tenía solo 14 años y la inocencia con la que ejercía la prostitución desde hacía un año, cuando tenía 13. Nos subieron sin dar explicaciones a todas al auto, que era un Ford Falcon verde y nos llevaron a la Jefatura de Policía, que casualmente hoy es mi lugar de trabajo y eso Tiene un gran significado para mí.
Apareció el móvil de moralidad pública que circulaba por la ciudad en plena época después de la dictadura militar Argentina y me llevaron con una compañera que se llamaba Paola y otras cuatro travestis más. Me obligaron de forma compulsiva hacerme el análisis de VIH, que en ese momento era conocido como el SIDA. Aquella noche nos llevaron a hacer los análisis, porque en ese momento el ser travesti era igual a tener sida para ellos. Creían que éramos sucios y enfermos. En el hospital me sacaron sangre para hacer el testeo y llamaron a mi mamá para que me venga a buscarme. Desde el primer momento recibí el acompañamiento de mi mamá en todo, tanto en la salud como en mis decisiones.
Cuando mi madre llegó al hospital, le dije que me habían hecho la prueba del VIH sin permiso. Me dijeron que lo hicieron porque me encontraron «parada en la esquina» y porque probablemente volvería allí para estar con mis amigos. En el hospital me trataron mal, hicieron lo que quisieron antes de llamar a mis padres.
Al regreso de la comisaría mi papá me retó y me dijo que nunca más me vendría a buscar a una dependencia. El hoy tiene 85 años y es una persona buena, pero defiende a sus hijos con muchas fuerzas. Mi mamá era en casa la sobreprotectora y no le permitió que me golpee ni se enoje por aquella historia.
Una semana después de que caí presa me llamaron y fui con mi mamá a recibir la notificación con un médico que me dijo que tenía sida y que me iba a morir. Tenía 14 años y no pude evitar el miedo y la desesperación. Mi madre tampoco. Yo era una nena, vivía en mi casa con mis padres y no tenía la necesidad de salir a prostituirme, lo hacía porque me sentía “trava” y ese era mi destino. Me rodeaba de compañeras más grandes y yo quería ser como ellas. Lamentablemente todas están muertas hoy.
Mi madre se puso manos a la obra. Nos hizo aprender todo lo posible sobre la enfermedad y empezar rápidamente el tratamiento. Adoptamos la bandera del activismo: concienciar y conocer a la gente. Hoy lucho desde esta fundación para que las personas transgénero tengan derechos y acceso a la salud pública.
A los 18 años militaba por nuestros derechos y seguía en mí misma esquina de siempre. Allí otra vez caí presa. Me condenaron a tres días en la misma jefatura por ejercer la prostitución en la vía pública, pero dentro de la jefatura me peleé y me llevaron a una nueva comisaría para travestis en la calle La Paz. Esto se repitió muchas veces. Adentro de la comisaría había un comisario que quería tener relaciones con nosotras para soltarnos en libertad. Cada vez que estábamos en la esquina nos detenían y nos quería abusar a cambio de ser libres.
Una noche el comisario vino a la esquina y me dijo que tendría que practicarle sexo oral para que no me llevara presa. Me obligó a hacerlo y lo tuve que realizar, sino me llevarían nuevamente presa por practicar mi actividad y sería muy difícil salir por las veces que me habían apresado. Esta práctica se repitió una y otra vez, cientos de veces. Era el precio que debíamos pagar por estar en la esquina trabajando. Él venía y me manifestaba directamente que me arrodille.
En aquellos años me marcó un hecho en la comisaría número 17 de Rosario, me levantó nuevamente el móvil policial y el comisario me metió a una celda pidiéndome que le practique sexo oral y que me deje violar. Ese hombre me fue a buscar de lunes a lunes, todos los días por lo mismo hasta que yo me negué. Fue la primera vez que tuve una reacción violenta dentro de una comisaría y ahí perdí el miedo de todo.
Estaba encerrada con él en la celda y no permití que abuse de mi. Le pegué en la cabeza con mis puños y luego agarré una silla y le pegué con la silla hasta sacarlo de encima mío. Esa noche yo estaba vestida como para salir a trabajar. Con un Jean blanco elastizado y un top ballenero crudo de red. Debajo estaba completamente desnuda y así me peleé y rompí la entrada de la comisaría. El también me pegó muy fuerte y me insultó. Me dijo que hiciera lo que le pedía porque si no me abriría una causa judicial, que era capaz de inventar eso. Ese día me armé de fuerzas y tras pelear me dejó ir. Me separó de él una mujer policía y dos varones. Fui fuerte y perdí el miedo. En ese momento sentí placer por defenderme ya que no le tenía miedo a la policía, si respeto.
Hoy, trabajando en el sector público, sé de qué lado estoy. Ocupo puestos de poder en organizaciones sociales y debo ser prudente para no causar daño a mi comunidad. Mis decisiones tienen peso. Me aseguro de que beneficien a mis compañeras transexuales.
Conocí a Erika, una mujer trans de Ushuaia, en el Encuentro Nacional de Mujeres en Rosario. Erika me buscó y quiso unirse a nuestro grupo de activistas y profesionales. Con nuestra orientación, se convirtió en una sindicalista de renombre nacional, que representa a las mujeres de la diversidad sexual de su región en la Patagonia. Erika dijo que quería ser como yo, pero yo la insté a forjar su propio futuro; a ayudar a la gente de su comunidad y a ser transparente al dirigirse a la población.
Finalmente, viajé a través de Argentina para reunirme de nuevo con Erika. Me encontré en medio de las transitadas calles de Ushuaia, donde soplaba el viento y me rodeaba el aire frío. Eso marcó un comienzo. Empecé a conectar con otras compañeras como Erika, recorriendo el país de la mano de la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner. La administración legitimó mi liderazgo y generamos redes en muchas ciudades de Argentina.
A medida que crecía mi liderazgo, daba charlas por todas partes y empezaba otra transformación. En mi época, las mujeres trans no creían que pudiéramos ganarnos el respeto sin un cuerpo perfecto y esculpido. El trabajo sexual sólo fomentaba esa suposición. Ahora podía abandonar ese estereotipo. Podía apoyar a mi comunidad mediante la educación, pero tenía que romper el paradigma. Hoy me miro al espejo y veo los kilos de más. Puede que sea una mujer más grande, pero sigo siendo trans.
Este trabajo me pone en contacto con muchas mujeres y me da perspectiva sobre los problemas a los que se enfrentan. En una reunión con un grupo de chicas del colectivo de transexuales, una compañera habló. Nos contó que una de ellas no sabía utilizar una tarjeta bancaria para pagar o sacar dinero. Otra chica que trabajaba hasta altas horas de la noche en el mercado del sexo se esforzaba por levantarse temprano para hacer su trámite. Las mujeres transgénero señalaron obstáculos para acceder a sus derechos legales. Algunas no sabían utilizar la tecnología o el correo electrónico. Algunas no tenían ni PC ni teléfono móvil.
En esos momentos, me convertía en una referente. Podía dar un paso adelante para ayudarles y guiarles, motivada por mi propio pasado y sus circunstancias actuales. Hubo un tiempo en que marchábamos y luchábamos en nuestra comunidad. Nos educamos a nosotras mismas y a nuestras familias. Sin embargo, incluso con la aprobación de la Ley Nacional de Respuesta al VIH en 1991 y la ley de cupo laboral trans, aún nos queda trabajo por hacer.
Algunas mujeres trans consiguen trabajo pero no saben distribuir adecuadamente sus ingresos, o se gastan el sueldo en drogas y alcohol. Así que educamos a las jóvenes y reeducamos a las mayores. A través de todo ello, destaca un momento en el tiempo. Me encontré con el mismo médico que me dijo, a los 14 años, que me iba a morir. Me quedé dentro del Congreso y él vino a saludarme. Habían pasado los años y, sin dudarlo, le hablé con convicción. «Estás hablando con una muerta», le dije. «Me dijiste que iba a morir. Y aquí estoy. Sigo viva y vivo con el VIH. Doctor, se equivocó».