Después de mi traumática experiencia de embarazo, decidí que quería ser ginecóloga para evitar que cualquier mujer pasara por lo mismo que yo. Dos años después de que naciera mi bebé, me trasladé al estado de Michoacán, donde había una escuela profesional de partería.
TIJUANA, México — Descubrí que ayudar a las mujeres embarazadas es la labor que más disfruto. Es realmente increíble acompañarlas en los partos y presenciar el poder que tienen las madres, eso me ayuda a dimensionar el valor real de la vida.
Mi acercamiento con la partería se derivó de algo que yo llamo la “bendita herida”, ocasionada por la violencia obstétrica que recibí cuando tuve a mi hijo. Tenía 17 años cuando di a luz y el médico obstetra que me atendió, me hizo una cesárea prácticamente en contra de mi voluntad.
Durante el embarazo, estuve investigando sobre el parto fisiológico y no quería inducción con oxitocina, tampoco anestesia ni epidural; quería un proceso lo más natural posible.
Había visto documentales de partos en casa con parteras y esa idea me emocionó, pero en la Ciudad de México los costos de esta opción se salían de mi presupuesto y no conocía a nadie que estuviera cercano al círculo de la partería.
Finalmente llegó el día del parto y no tuve más opción que ir a un hospital, ahí me atendieron tres doctores, pero todos coincidieron en que el bebé era muy grande, que era muy estrecha y me tenían que operar.
En ese momento me quebraron por completo, fue una noticia terrible. Recuerdo esos momentos como si fuera una historia de terror. Yo en una silla de ruedas avanzando por un viejo hospital, con los pasillos oscuros y eso lo hacía aún más tétrico.
Finalmente me hicieron la cesárea, se llevaron al bebé y no tuve contacto con él hasta el día siguiente. Esa noche fue de las más horribles de mi vida. Lo más doloroso que experimenté fue escuchar a mi bebé llorar y no poder estar con él, esto me dolió mucho más que las sensaciones físicas.
Después de esta experiencia decidí que quería ser ginecóloga, para prevenir que ninguna mujer pasara por lo que yo pasé. Pero dos años después que nació mi bebé, me mudé al estado de Michoacán y justo en el lugar a donde llegué, hay una escuela profesional de partería.
No lo pensé, entré a estudiar y me encantó el camino, sabía que eso era par mi. La primera experiencia en un parto fue muy hermosa, aunque solo fui una observadora y no pude participar, mi función fue de apoyo emocional para la mujer que estaba pariendo.
Recuerdo que le decía que lo estaba haciendo muy bien y la impulsaba a seguir. Me volteó a ver y vi que mis palabras la estaban ayudando, en ese momento sentí una sensación de satisfacción única.
Antes de comenzar a ser partera, trabajé en muchas cosas tratando de tener dinero para la manutención de mi hijo. Limpié casas, vendí pulque (bebida alcohólica prehispánica producida a base de maguey), fui niñera y en nada me fue bien.
Hasta que en 2021, aún como estudiante, me invitaron a ser ayudante y voluntaria de la Asociación Partería y Medicina Ancestrales, en la ciudad de Tijuana. No lo dudé y me fui con mi hijo a comenzar la aventura lejos de la familia, en un lugar completamente desconocido.
Mi vida cambió en todo sentido.
Cada vez que estoy en un parto, siempre me acuerdo que hay muchas cosas que agradecer. No puedo describir lo que siento al realizar esta labor, pero sé que no hay otro lugar en la tierra en donde quisiera estar.
Una de mis mejores experiencias, fue recibir al bebé de una mujer migrante de Guatemala. Ella estaba huyendo de su pareja por violencia doméstica, la había amenazado y por eso tuvo que dejar a su familia y su país, para llegar a Tijuana.
Llegó sola a México con ocho meses de gestación e intentó cruzar la frontera para llegar a los Estados Unidos, no lo pudo hacer y agentes mexicanos de migración la detuvieron. La llevaron a una iglesia que sirve de albergue para migrantes y vivió ahí algunos meses.
Una noche previa al nacimiento, cenamos juntas y me platicó sobre su pueblo en Guatemala y de su mamá, que también es partera y que lleva haciendo esta labor desde hace cuarenta años.
A la mañana siguiente, en los momentos previos a dar a luz, ella lloraba y llamaba a su mamá. Le pedía perdón por haberla dejado y por abandonar su tierra. También oraba en maya qiché, su lengua materna. Fueron momentos muy tristes.
Recuerdo otro caso muy especial, el de una mujer de Honduras, que llegó con su esposo, dos hijas y el bebé que estaban esperando. Dejaron su país porque el crimen organizado los amenazó y un día decidieron salir de su casa sin nada de equipaje y alejarse para salvar sus vidas.
Llegaron a Tijuana caminando, vivían en un un refugio que se llama el Chaparral, que es un campamento improvisado en un terreno baldío, donde los migrantes ponen sus casas de campaña o de cartón.
La labor que realizamos con las mujeres migrantes o las que viven en situación de vulnerabilidad, es totalmente gratuita; además les damos comida, ropa y las atendemos de manera profesional.
Pero en realidad, las mayoría de las personas ignoran qué es lo que hacemos, no saben que nuestra profesión se basa totalmente en evidencia científica y que nos regimos por las mismas normas clínicas que imponen las autoridades de salud en México.
Sin embargo, en los hospitales tradicionales regañan a las madres porque vienen con nosotras y las amenazan diciéndoles que su bebé se puede morir si las atiende una partera. Esto no tiene ningún fundamento y esa es la violencia osbtétrica y ginecológica que sufren las mujeres migrantes que tienen a sus hijos con nosotras. Además de la discriminación de la medicina clínica hacia otras manera de cuidar de la salud.
A pesar de que hay cierto rechazo de la sociedad hacia nosotras, me siento muy orgullosa por lo que hago. He atendido 18 nacimientos y ahora puedo decir que los partos, son los momentos más energéticos y fuertes en los que he estado, es algo muy intenso el poder ayudar a dar a luz a un ser humano.