Me crucé, en internet, con historias de mujeres autistas de otras partes del mundo. Lo que contaban resonaba en mí, me sentía identificada. Llevaba la inquietud a mis terapias, pero todos me decían que no podía ser autista. Siempre me comuniqué bien, trabajé por mi cuenta, fui y soy independiente económicamente. Para las demás personas, esas características anulaban la posibilidad de ser autista.
BUENOS AIRES, Argentina — Estaba en mi casa, junto a mi pareja. En plena pandemia, nos conectamos con la psiquiatra por videollamada. Tenía mucho miedo de que me dijeran que no soy autista. Si no era eso, ¿entonces qué me pasaba? Deseaba encauzar lo que sentía. Viví 37 años de la peor forma posible, con una calidad de vida muy baja.
Aunque nunca accioné, me acompañaba permanentemente la sensación de que ya no quería vivir más. El pensamiento persistía sin cesar y, aunque nunca actué en consecuencia, necesitaba desesperadamente una respuesta, una forma de canalizar lo que sentía en mi interior. En cuanto me confirmaron que soy autista, se desató un mar de lágrimas. Esa sensación de no querer vivir más desapareció. Fue un pico de euforia, como si me ganara la lotería.
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Era como si viviera en una nebulosa, una realidad que sólo yo percibía y nadie más validaba. Si nadie te comprende, si todo el tiempo te dicen que lo que sentís está mal, que estás loca, eso te termina pesando. Siempre me sentí extraña. Era la rara en todos lados. Pero constantemente me dejaba la sensación de que estaba fallada, rota. No encajaba con el mundo.
Mi punto de vista solía resaltar, no entraba dentro de los parámetros de la norma. A veces, eso era positivo; a veces, no. Aprendí a leer a los 4 años, y en el jardín de infantes la maestra me hacía leerles cuentos a mis compañeros. Lo que debería haberse sentido bien, se volvió feo. A otras madres no les gustó, sintieron que estaban poniéndome por encima del resto. Fue de las primeras veces que percibí que mis diferencias podrían caer mal en otras personas.
Con el paso del tiempo, comencé a enmascarar mis actitudes y sentimientos. Las actividades que más disfrutaba las hacía en solitario. Como jugar a la radio, leer o grabar canciones. Pero, en público, decía que me gustaban las mismas cosas que a las demás. No sé si me creían o no, pero lo intentaba con todas mis fuerzas. En mi habitación de adolescente, tenía fotos de los actores de moda, pero dentro mío pensaba “No sé si realmente me gustan tanto”. Quería forzarme a que me gustara lo mismo que al resto, pero no lo conseguía. Terminaba quedando a un costado de todos modos.
No disfrutaba de ir a bailar. Me aturdían los ruidos fuertes. No me gustaban los olores. El alcohol me sobreestimulaba, así que lo evitaba. Para no irme a mi casa temprano, mientras el resto bailaba yo me sentaba en el piso, cuidando los abrigos de los demás. Todos me veían y me señalaban como mala onda. Me sentía hostigada y aislada. No recuerdo haber sido nunca feliz. Nunca me podía integrar a un grupo porque siempre era demasiado distinta en todos los ámbitos. Me sentía restringida por mi propia mente, porque no podía expresarlo.
Hoy puedo mirar atrás y reconocer mis rasgos autistas a lo largo de mi vida. Veo cómo demasiados estímulos me desregulan. Muchos estímulos me desregulaban con frecuencia. Podía ser cualquier cosa: comidas, ruidos que me daban miedo. Cuando se terminaba un cassette de música, hacía un sonido particular. Y me daba terror. No podía tener los pies en el piso cuando sonaba eso. Yo no me podía explicar a mí misma esas cosas y, cuando se lo contaba a alguien, sólo recibía desaprobación. Nací autista, así que todo lo que sucede en mi cerebro y cómo mi cerebro procesa y externaliza la información es bajo una mirada autista. Todas las cosas que hago e hice son y fueron súper autistas. Ahora, en retrospectiva, lo veo.
A mis 18 años, cuando tuve mi primer trabajo, experimenté una crisis fuerte. Hoy sé que fue un meltdown. Conseguí sobreponerme y al poco tiempo me pasó de nuevo en el terciario donde estudiaba. En plena clase, yo era consciente de dónde estaba, quiénes me rodeaban y qué hacía ahí. Sin embargo, al mismo tiempo sentía algo extrañísimo, como si no supiera de qué se trataba todo. Estaba ubicada en tiempo y espacio, pero todo me resultaba ajeno.
Me asusté profundamente y llamé a mi mamá. Ella me llevó a un hospital, donde me medicaron. A partir de ahí, determinaron que tuve ataques de pánico y luego comenzaron a tratarme bajo diferentes diagnósticos, sin dar espacio a la idea de que en realidad fuera una persona autista que explotaba por no soportar tantos estímulos. ra una persona autista, pero no lo sabía. Entonces, no tenía las herramientas ni las estrategias para regularme emocionalmente.
odo en mi vida era un desborde, cada pequeña cosa me tumbaba. Con cada tratamiento, mejoraba levemente, pero de forma inmediata volvía al estado inicial. Me crucé, en internet, con historias de mujeres autistas de otras partes del mundo. Lo que contaban resonaba en mí, me sentía identificada. Llevaba la inquietud a mis terapias, pero todos me decían que no podía ser autista. Siempre me comuniqué bien, trabajé por mi cuenta, fui y soy independiente económicamente. Para las demás personas, esas características anulaban la posibilidad de ser autista.
En un momento, dejé de perder tiempo y dinero con diferentes profesionales que no daban lugar a mis dudas. Fui a un centro especializado en autismo para comenzar el proceso de diagnóstico. Tras un proceso largo y costoso, el psiquiatra confirmó mis sospechas y me dio el diagnóstico de Trastorno del Espectro Autista.
Inmediatamente salimos a celebrarlo a un restaurant. Me permitió entenderme mejor, aliviar la angustia enorme que siento desde chica. Si pudiera dejar algo bueno en el mundo que ayudara a otras personas como yo, quizá encontrarían respuestas antes. No soy la primera persona autista, ni seré la última.
Empecé a subir contenido en la cuenta Femiautista. Hoy tengo casi 10.000 seguidores. También empecé el podcast Femiautista, un programa sobre autismo e identidad en primera persona, sin intermediarios. Se habla mucho del autismo en la niñez. Está bien, pero lo que me pasa a mí no es lo que le pasa a un niño de dos, cinco, doce años. Hay que tener en cuenta que cada vez más mujeres son diagnosticadas en la edad adulta. Pasamos demasiado tiempo sin apoyo. Al varón autista, lo más probable es que lo diagnostiquen en la infancia o la juventud, porque usualmente asocian los rasgos autistas según el patrón masculino.
La expectativa de vida autista es de 54 años. Muchas personas se suicidan. Es muy difícil acceder a los apoyos que necesitás. Tengo 40 y no quiero vivir sólo 14 años más.
Mi camino desde el diagnóstico no siempre ha sido fácil y aún me enfrento a obstáculos. A mucha gente le molesta porque piensa que ser autista está de moda. Puede parecer que está de moda, pero seguimos enfrentándonos a los prejuicios y la marginación. En redes sociales recibo mucho odio y hostigamiento de personas adultas, familiares de otras personas autistas.
Sienten que por ser adulta y tener ciertas facilidades en la vida como hablar, comunicarme, estudiar, trabajar, no depender económicamente de mis padres, mi autismo es de menor nivel y les molesta. Dan a entender que tengo un autismo de «bajo nivel» y eso les molesta. [Practitioners and members of the autistic community have moved away from using the phrase “high-functioning autism” because it discredits the very real challenges people face.]
Ahora estoy viviendo los momentos más felices de mi vida. Convivo con el estrés de procesar de una forma particular los estímulos. Y convivo con el descreimiento de muchas personas. Los médicos siguen diciendo cosas ridículas como: «No te estreses», pero mi vida pasó de un tres o un cuatro sobre diez, a un ocho.
Me despertaba todos los días sintiéndome terrible, con la necesidad de hacer mucho esfuerzo sólo para no sentirme tan mal. Hoy respeto mis tiempos, trabajo con gente que me entiende y mis clientes me esperan. Tengo mucha suerte. Me construí este mundo y estoy bien. Pero no sé cuánto me va a durar, por mi personalidad nunca me puedo terminar de relajar.