Mientras mis amigas comenzaron a salir a fiestas o a bailar, mis inseguridades me impedían salir de casa. Pensaba que esas actividades divertidas no estaban a mi alcance por estar amputada. Las preguntas daban vuelta por mi cabeza. Me preguntaba a mí misma cosas como “¿Por qué me tuvo que pasar esto a mí?” Me sentía enojada con la vida, llena de vergüenza.
BUENOS AIRES, Argentina — Tenía dos años y medio cuando me amputaron brazos y piernas. Tenía dos años y medio cuando me amputaron brazos y piernas.Aunque no tengo ningún recuerdo de ese momento, mis papás me dijeron que después de una fiebre muy fuerte los médicos me diagnosticaron meningococcemia.
A los siete años, mis problemas de salud continuaron y me diagnosticaron Síndrome antifosfolípido catastrófico. Volvieron a internarme. Esta vez, sí tengo recuerdos de ese momento. Me sentía muy confundida, pero nunca sola, porque mi familia me visitaba todo el tiempo, y me llevaba regalos.
Cumplí años en el hospital, entre medicos y enfermeras. A pesar de que me llevaron mi comida favorita, no pude comer por las llagas que tenía en mi boca. Cuando finalmente me dieron el alta, un amiguito me visitaba seguido en casa. Pasábamos horas juntos, paseando en su pequeño cuatriciclo.
Me sentaba en el capot y nos reíamos mientras él manejaba. Nos sentíamos invencibles. En esos días nunca me sentí un sapo de otro pozo. Disfrutaba como una nena más. Recién en la pubertad comencé a sentir el peso de mi condición.
Mientras mis amigas comenzaron a salir a fiestas o a bailar, mis inseguridades me impedían salir de casa. Pensaba que esas actividades divertidas no estaban a mi alcance por estar amputada. Las preguntas daban vuelta por mi cabeza. Me preguntaba a mí misma cosas como “¿Por qué me tuvo que pasar esto a mí?” Me sentía enojada con la vida, llena de vergüenza.
Con una gran inseguridad por mi cuerpo y mi aspecto, comencé a pensar en el maquillaje. Viendo tutoriales de YouTube, empecé a aplicarme máscaras de pestañas, después tomé clases y cursos de maquillaje. En un punto, gané la confianza suficiente para practicar con otras personas.
Me encantó cada momento de ese proceso. Maquillarme me permitió expresarme de un modo distinto. Me recuerdo sentada en mi cuarto, mirándome atentamente mientras me hacía detalles. El maquillaje tomó mucha importancia en mi vida.
Hacía que todo desapareciera por un rato, me daba una burbuja segura donde vivir. Me encantaba el proces de maquillarme y jugar a disfrazarme. Vi al maquillaje como mi escape del mundo. De chica me fascinaban las valijitas de maquillaje que me regalaban. Me parecía divertidísimo ponerles colores a las caras de mis abuelos. Sin embargo, se volvió mucho más significativo en mi adolescencia.
En la calle me miran mucho, aunque no quiera. La gente me observa fijamente, y yo siento muchas veces que esa mirada es de lástima. No la soporto. Con el maquillaje, me siento empoderada – como si pudiera crear cualquier personaje que quiera. Me hace sentir como si no me hubiera pasado nada.Consigo que me miren a la cara, y no tanto a los brazos y las piernas.
En la adolescencia descubrí mi pasión por el surf. Hice natación desde mis seis años, pero nunca me gustó demasiado. En mi día a día necesito hacer todo el tiempo mucha fuerza para moverme. Pero me copan los deportes más extremos, en los que podés caerte, golpearte.
En unas vacaciones, me quedé mirando a personas que surfeaban, en una escuela en la playa. Mi papá lo notó y decidió anotarme. Desde el principio experimenté una tremenda sensación de libertad. Estar en el agua no requiere esfuerzos. Me encanta que no haya reglas. Sólo se trata de sentir las olas. Alguien tiene que ayudarme a ingresar al mar, acercarme hasta las olas, pero después todo depende de mí.
Ir en una tabla enorme, moverla yo sola, deslizarme y sacudirme junto al mar, está muy piola. Iba a competir en 2020, pero la pandemia cambió los planes. Ahora me siento con ganas de retomar los entrenamientos, porque me dijeron que tengo potencial. Mi objetivo es desafiarme constantemente y buscar actividades arriesgadas.
No me gustan las cosas como el yoga – lo siento demasiado tranquilo. Me cansa un poco que la gente trate de protegerme, mientras yo sólo quiero que me traten como a una persona normal. Incluso en rehabilitación, les pido a los chicos que me ayudan que me den los ejercicios más intensos. Cuando vi una palestra, como una escalera pegada a la pared, inmediatamente quise treparla. Mientras mi kinesiólogo dudaba, insistí y pude trepar hasta el techo.
Un desafío muy grande que continua en mi vida son los chicos. El tema me angustiaba. Mientras mis amigas comenzaron a salir y tener parejas, a mí me cuesta abrirme a personas en citas. Mi cuerpo me genera mucha inseguridad. Me cuestiono por qué alguien quiere estar conmigo. “¿De verdad le gusto?”. Me pregunto, “¿o siente morbo?” De a poco voy superando esa desconfianza.
Uso Instagram como una forma de ganar confianza, y me ayuda también a descubrir más sobre mi historia. Comencé a usarlo para subir videos sobre maquillaje y seguir influencers, pero mi contenido no lo veía nadie durante un tiempo. Hasta que un día uno de mis videos le llegó a la influencer Lucía Numer. A ella le gustó mi contenido y recomendó mi perfil en su cuenta. De repente, me llegaron muchísimos seguidores y pedidos de entrevistas.
Mientras yo no aceptaba por completo que era una persona amputada y estaba negada a conocer mi historia, me di cuenta en mi primera entrevista que iban a querer saber todo lo que me pasó. Entonces, le pedí a mi mamá que me lo escribiera en un papel. Como era una entrevista telefónica, pude leer sin que se notara demasiado. Cuando corté la conversación, tomé conciencia de la gravedad de lo que me había pasado. Leyendo esas palabras entendí que tengo suerte de haber sobrevivido y poder contarlo. Darme cuenta de eso me conmovió mucho y nunca volví a verme a mí misma como antes.
Después de unas cuantas entrevistas, fui aprendiendo y entendiendo mi propia vida. Dejé de sentir vergüenza por ser quien soy. Comencé a sentir un deseo potente de vivir al máximo. Me pone contenta que me siga mucha gente en redes sociales, porque me gustaría que las personas en situaciones similares vean que pueden vivir su vida plenamente. La gente amputada no se siente representada adecuadamente, y a mí me pasa lo mismo. En la tele y en las publicidades no hay personas como nosotros. Creo que es muy necesario que cambie, porque la visibilidad produce un impacto fuerte y positivo.
Nunca voy a olvidar el día en que, en el centro de rehabilitación, una mujer se quedó mirándome. Me incomodaba un poco, pero le devolví la sonrisa. “Quién es y qué quiere”, pensaba. Resulta que estaba acompañando a su hijo. Él al principio no quería hacer la rehabilitación. Hasta que me vio en una entrevista y cambió de opinión.
Se siente muy fuerte y muy gratificante saber que mi presencia, animarme a contar mi vida, ayude a alguien más a mejorar la suya. No vivo feliz todo el tiempo, y hay días en los que me siento frustrada por lo que me pasó. Pero lidio con esos días mejor que antes.
Terminé entendiendo que lo hecho, hecho está. Si no me hubiese pasado lo que me pasó, no estaría acá, no sería como soy.