Era mi superior en la policía, conocía mis horarios y todos mis movimientos. Se me aparecía en distintas situaciones y momentos, acosándome, hostigándome. Y tenía a la estructura institucional a su favor. La madrugada del 12 de diciembre de 2019 mi expareja, quien no soportaba la idea de que yo ya no quisiera estar con él, volvió a meterse en mi casa.
TIJUANA, México – Cada tanto me detengo, en medio de un día cualquiera, y agradezco la fortuna de seguir viva. Hace cuatro años pude haber muerto, estuve realmente cerca, y durante un tiempo perdí mi libertad, encerrada en una penitenciaría por haberme defendido de un ataque brutal. La madrugada del 12 de diciembre de 2019 mi expareja, quien no soportaba la idea de que yo ya no quisiera estar con él, volvió a meterse en mi casa. Era mi superior en la policía, conocía mis horarios y todos mis movimientos.
Se me aparecía en distintas situaciones y momentos, acosándome, hostigándome. Y tenía a la estructura institucional a su favor. Es difícil salir del círculo vicioso de la violencia de género, porque no sabes que estás ahí adentro. Aquella fatídica mañana, irrumpió en mi casa con la única intención de asesinarme. Aquel día me defendí y, como resultado, él perdió la vida. Pasé más de tres años entre rejas. A nadie le importó que pusiera mi vida en peligro, y luché en defensa propia.
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Abandonar una relación abusiva requiere una inmensa fuerza. Es difícil salir del círculo vicioso de la violencia de género, porque no sabes que estás ahí adentro. No era capaz de percibir que estaba en una relación violenta. Ese recorrido entre los golpes, las disculpas, la dulzura y los nuevos golpes crecía cada vez más. Tardé mucho tiempo en darme cuenta de que mi relación se había vuelto violenta. Después de cada golpe y cada hemorragia nasal, me llenaba de afecto y dulces regalos. Cuanto más tiempo pasábamos juntos, peor se ponía.
Cuando por fin terminé con mi novio maltratador, sentí como si me quitara un peso inmenso de encima. Entonces, se metió en mi casa. Sentí miedo en cuanto lo vi. Borracho y drogado, estaba fuera de control. Era enorme, hacía pesas, practicaba rugby, y estaba armado. La discusión verbal fue breve y de inmediato comenzó la agresión física.
Sentí cada golpe sacudiéndome por fuera y por dentro. Era como si el mundo girara a toda velocidad y yo estuviera a punto de caerme de él. Me sentí completamente arrinconada. No había nada capaz de detener su furia.
Era como un animal incontenible y rabioso volcando toda su ira sobre mí. Entonces vi una oportunidad. La única que tendría, y la tomé.
Agarré el arma y disparé una, dos, varias veces. Las necesarias para asegurarme de poder salir con vida de aquella habitación. Aterrorizada y temblando, llamé al 911. “Una persona me tenía encerrada y me estaba golpeando. Iba a matarme. Entonces disparé”, dije. Entre el miedo y la tristeza, también comencé a sentir algo parecido al alivio.
Poco después llegaron mis colegas de la policía, algunos eran amigos de mi expareja. Inmediatamente comenzaron a cuestionarme, a contaminarme de culpa, a hacerme sentir una loca y una asesina. Durante toda la relación me sentí en desventaja.
Ahora, con el final trágico ya consumado, la desventaja permanecía. Las instituciones parecían estar aún de su lado, los mandos lo apoyaban y no me creían. Durante cuarenta y ocho horas, en el ministerio público, seguí recibiendo comentarios agraviantes. Era como si los golpes no cesarían jamás.
Ese sentimiento de culpa habitó en mí durante un año. Poder salir de ahí fue un proceso largo y complejo. Yo no hablé públicamente durante un tiempo. Del otro lado difundieron en la opinión pública su versión de los hechos. Para la gente, yo era un monstruo, y durante un tiempo lo sentí así. De mi lado sólo estaban mi mamá, mi hermano, mi psicóloga y el abogado.
Estar en una celda junto a cinco personas más Con un solo baño y un solo lavabo, es difícil. Saber que ya no dispones de tu libertad es duro, como si un manto de oscuridad se cerrara a tu alrededor y te obstaculizara la vida. Hubo noches en las que los síntomas del estrés postraumático arrasaron conmigo, me dejaron en un mar de llanto y desesperación. Con el tiempo, de todos modos, terminé adaptándome, haciéndome amiga de mis compañeras. Generando un vínculo que todavía conservo.
En cada visita, vi cómo lo que me pasó afectaba directamente a la vida de mi madre. Ella comenzó a estudiar las leyes, tuvo que volver a trabajar para solventarse. La vi angustiarse y envejecer por esta causa. Me sentí culpable de que su vida y la de mi hermano se pusieran en pausa por mí.
Pero también me reconfortaba saber que la familia se mantenía unida a pesar de todo. En determinado momento, gracias al trabajo con la psicóloga y a la fe en Dios, que se volvió más intensa que nunca, conseguí verme de una manera diferente. En ese momento, noté que la cara de mi madre cambió. Se iluminó al notar que yo también comenzaba a creer en mí misma. Mi forma de comunicarme fue diferente, dejé de pensar en simplemente transitar los días y me activé positivamente.
Me dispuse a la lucha. Decidí que pelearía por mis derechos, por un trato justo. Una tarde, leyendo mensajes en mi teléfono, me enteré de que la policía develó una placa en homenaje a mi expareja. Fue como si cayera una bomba encima mío. Sentí rabia y angustia. No podía entender cómo la institución y parte de la sociedad avalaban al machismo y la misoginia reconociendo como un héroe a quien intentó matarme. Fue frustrante. A pesar de todo, mi madre se mantuvo firme a mi lado. La lucha continuó, sobre todo con el impulso de mi madre, que recorrió medios de comunicación y despachos, hasta convencer a todos de la necesidad de introducir la perspectiva de género en la justicia mexicana. Aquel proceso derivó en la audiencia donde todo cambió.
Sentada, observaba y escuchaba atentamente a los magistrados. Aunque me mareaba con algunos tecnicismos, fue muy conmovedor volver a escuchar mi historia.
Todo lo que pasé, en boca de otra persona. Escuchar esas palabras salir de la boca de otras personas provocó una erupción de emoción en mi corazón. Fue como revivir esa madrugada fatídica. En un momento, pronuncian la frase “Se ponga en libertad a Alina de manera inmediata”. Estallé en un llanto de alegría y me abracé fuertemente con mi mamá. No recuerdo un sentimiento tan fuerte como aquel.
A diferencia de otros casos, yo no pude volver a mi casa. Recibí y recibo amenazas de muerte constantes. Me trasladaron, entonces, a diferentes albergues. La sensación de libertad se atenuó y sufrí una crisis por sentirme todavía atrapada y controlada.
Me costó, además, habituarme a la ausencia de quienes se habían vuelto mi familia. Sentí como si me arrancaran de repente de mi zona habitual. También me entristecía el hecho de dejar a mis compañeras de celda. Se convirtieron en mi familia. También extrañaba la presencia reconfortante de mi madre. A pesar de todos estos desafíos, ocurrió algo increíble. Una diputada se puso en contacto conmigo . Me pidió autorización para que una ley llevara mi nombre. Fue reconfortante saber que la lucha que emprendió mi madre para verme libre a mí podría ayudar a más personas.
Es una gran responsabilidad enorme. Luchaba por las mujeres de México. El simple hecho de que ninguna mujer va a volver a pasar por lo que yo viví es muchísimo y me da una gran alegría.
Hoy pude volver a trabajar, estoy nuevamente en pareja, y quiero reconstruir mi vida. Camino por las calles y siento que sobre mis hombros ya no pesan la culpa ni el dolor. Con orgullo, mantengo la cabeza bien alta. Siento orgullo porque mi camino y mi lucha permitieron que otras mujeres no tengan que pasar por lo que pasé.