Vi a mi hermano, no lo dudé. Recuerdo que no entendía bien lo que estaba haciendo, pero sentí que el ruido del disparo me atravesaba. Fue como si alguien más apretara el gatillo.
BUENOS AIRES, Argentina ꟷ Mi nombre es Marilyn Bernasconi, pero nací con el nombre de Cristian Marcelo. Sólo mi padre aceptó mi identidad de género.
Cuando murió, mi hermano y mi madre me hicieron la vida imposible.
Un día, por desesperación, los maté.
Al crecer en el campo, estaba rodeada de soledad. No tenía amigos, ni juegos, ni afecto. Mi madre no mostró ningún signo de amor por mí pero sí por mi hermano, su preferido. Aunque mi papá trató de compensarla, siempre sentí la diferencia.
Cuando comencé la escuela, a los de 6 años, era tímida e introvertida. Me resultó difícil relacionarme con los demás.
Cuando murió mi padre, mi madre y mi hermano me rechazaron y trataron, por la fuerza, de hacerme cambiar mi autopercepción. Sufrí brutalmente por sus crueles palabras y golpes físicos. Durante dos años, la depresión se apoderó de mí.
Una madrugada de mayo de 2009, a los 18 años, todo cambió. Mi hermano insultó la memoria de mi padre. Me llamó maricón y afirmó que mi padre murió por mi culpa.
Me quedé ciega y exploté de ira y angustia. La muerte de mi padre no les importaba en lo más mínimo. Dejaron de ir al cementerio y de llorarlo un mes después de su muerte.
Sabía que las palabras de mi hermano eran una mentira, pero no pude contenerme. Mi visión se volvió borrosa y el suelo se movió bajo mis pies como si estuviera mareada. Los sonidos se volvieron distantes a medida que aparecían sensaciones extrañas. El dolor y la ira hicieron que el calor subiera dentro de mí.
Dejé a mi hermano y caminé hasta la casa, a 50 metros (164 pies) de distancia. Mis ojos estaban nublados y el mareo continuaba. Bajé la mirada pero no me cayeron lágrimas de los ojos. En la habitación que todos compartíamos, detrás de la puerta, al lado del armario, encontré la escopeta calibre 16.
Miré a mi hermano, no lo dudé. Recuerdo que no entendía bien lo que estaba haciendo, pero sentí que el ruido del disparo me atravesaba. Fue como si alguien más apretara el gatillo.
Mi hermano estaba no entendía que estaba ocurriendo, mientras, lo escuché caer estrepitosamente. Regresé a la casa y encontré a mi madre en la cocina. Estaba de espaldas a mí. Prefiero no recordar ese momento. Duele mucho.
Con la pistola en la mano, comencé a correr por el campo. Corrí hasta que sentí una sensación de escalofrío por todo el cuerpo y me vi con la pistola en la mano, bañada en sudor. No me atrevía a regresar a la casa y ver lo que había hecho, así que dejé caer el arma y corrí hacia el vecino más cercano, a dos kilómetros (1,24 millas) de distancia.
Me escucharon gritar y se despertaron. Mentí y dije que nos habían querido robar, instándolos a llamar a la policía y a una ambulancia. Sentí que sabían lo que pasó. Esos pocos segundos fueron como estar en el infierno.
En estado de shock y sintiendo que nadie creía mi mentira, confesé el asesinato de mi hermano y mi madre. Una vez declarada culpable, el juez me sentenció a 25 años de prisión. Hasta ahora, he cumplido 12.
Desde el momento en el que maté a mi familia, creí que debía ser condenada, para pagar por mis errores. Ahora, a los 31 años, siento que perdí mi juventud en la cárcel. Nada positivo proviene de estar privada de libertad. Los años pasan sin pena ni gloria.
La prisión me enseñó la verdadera soledad. También, a valorar hasta el más mínimo detalle. Cuando era joven, no sabía cómo buscar ayuda. Mirando hacia atrás, haría las cosas de manera diferente.
Con cada año que pasa, mi pesar me duele más y más. El castigo moral es peor que el encarcelamiento. Me acompañará el resto de mi vida.